A propósito de Wenül Trupantu, en algunos sistemas de transmisión de conocimiento y construcción de conciencia histórica de pueblos originarios de Chile y Abya Yala (América) el futuro es posible leerlo en el pasado. No en el sentido trágico de la historia en que nuestros errores pretéritos pueden repetirse en el futuro, sino desde el lugar fundamental que la memoria tiene en el conocimiento de tiempos y momentos anteriores de nuestro devenir como herramienta para explicar y construir un mejor vivir.
Distanciarse de la historia y evitar ser parte del debate sobre eventos fundamentales para nuestra sociedad actual no es pensar en el futuro, es negarse a él y quedarnos en narrativas que en sus simplificaciones nos encapsulan en interpretaciones dicotómicas que no podemos superar sobre el golpe y la dictadura, y que nos hacen creer que estos hechos no tienen relación con el respeto a los derechos humanos en la actualidad.
La presidenta del Consejo Constitucional, Beatriz Hevia, en el programa Estado Nacional de TVN la semana pasada y en varios medios ha aparecido diciendo que, porque nació en 1992, prefiere no referirse a hechos que exceden, cronológicamente su existencia. Sin embargo, su discurso sobre “crisis moral”, su defensa irrestricta del sistema neoliberal en materias de pensiones, educación pública, gratuidad universitaria, su rechazo a la paridad de salida, así como su casi constitutiva desconfianza del Estado y lo público, dan cuenta de que ella no habita otro tiempo histórico que no sea la dictadura.
Luego de las infortunadas declaraciones que hicieron bajar en las encuestas al rostro más prometedor del Partido Republicano, Luis Silva, el silencio o no explicitar el pinochetismo radical que ha caracterizado a este conglomerado ha sido la estrategia para dar confianza al papel que sus consejeros desarrollarán en la escritura de la nueva Constitución. Las declaraciones de Beatriz Hevia, por tanto, no son inocentes. Ella es parte de discursos sobre el pasado reciente de Chile que están instalando una lectura de relativización de la historia para justificar la dictadura, echar tierra sobre las violaciones a los derechos humanos y defender, no solo el sistema económico, sino las narrativas o las memorias emblemáticas de salvación nacional construida desde la derecha y las fuerzas armadas que instalaban la idea de la teoría de los dos demonios, o que la polarización y la violencia política de izquierdas y derechas fue proporcional a la desplegada en dictadura, y la memoria de la caja cerrada, que imponía un manto de silencio e impunidad sobre el terrorismo de Estado, porque como hace años decía el historiador Steve Stern, sobre esa historia era mejor no hablar en función de preservar la democracia y el estatus quo post dictatorial.
Distanciarse de la historia y evitar ser parte del debate sobre eventos fundamentales para nuestra sociedad actual no es pensar en el futuro, es negarse a él.
Estas memorias parecían haberse reformulado y desarticulado a partir del breve periodo que va desde 1998, para el arresto de Pinochet en Londres y su muerte en 2006. Si bien el dictador no fue juzgado por los crímenes de lesa humanidad que cometió, murió en medio de escándalos por el uso de los fondos recibidos para financiar su estadía en Virginia Waters y las cuentas del Banco Riggs. A partir de ese periodo, se revitalizan las luchas por las memorias de la dictadura y el esclarecimiento de los hechos que produjeron violaciones a los derechos humanos. El expresidente Ricardo Lagos crea la Comisión de Verdad sobre Prisión Política y Tortura que abrió espacio para reinstalar demandas de verdad y justicia en torno a masivas detenciones y formas de apremios ilegítimos experimentados por chilenos y chilenas en centros clandestinos de detención. A pesar del secretismo de 50 años que abrirá los archivos de esa comisión recién en 2054, debates sobre categorías de víctimas, tipos de perpetradores, género y violencia política sexual, revitalizaron y complejizaron los debates sobre derechos humanos y los alcances del contexto de terrorismo de estado en nuestro país. Todo coincidía con los 30 años del Golpe de Estado de 1973.
En las últimas dos décadas otros actores que desde los noventa venían presionando por instalar sus memorias en las narrativas sobre las violencias del golpe de Estado y la dictadura, como ex conscriptos que habían sufrido maltratos, abusos, torturas y desapariciones desde las barracas del ejército, levantaron la voz para insertar sus experiencias dentro de los múltiples matices del terrorismo de Estado. Lo propio han hecho las diversidades sexo-genéricas rememorando y narrando sus experiencias durante el golpe y la dictadura, instalándose en el último medio siglo de historia chilena.
Por tanto, hoy en estos 50 años de aniversario del golpe militar, y mirando desde 2003 a 2023, hemos presenciado una coyuntura histórica de apertura de las memorias y una revitalización de aquellas narrativas que subyacían en los registros de las experiencias semi-privadas de sectores de la sociedad chilena, que ignorados en los primeros textos de comisiones de verdad y relatos que circulaban en la esfera pública, pugnaban por hacerse visibles. No son necesariamente nuevos actores, pero son nuevas voces y políticas de memoria, verdad y derechos humanos que reinstalan la necesidad de no relativizar la historia reciente.
Los derechos humanos, si bien son normas jurídicas internacionales que nuestro país ha suscrito, también son una construcción histórica que está íntimamente ligada a la experiencia y a la agencia histórica de una gran diversidad de actores sociales. No se trata solo de víctimas o de personas que fueron objeto de violencias y políticas de terrorismo de Estado en dictadura. Los derechos humanos son parte de la lucha de profesionales, activistas y promotores de políticas de memoria desde la sociedad civil que no solo lucharon contra la dictadura, sino que también la sobrevivieron. Si vamos a respetar los derechos humanos y reconocer la irreductibilidad de su valor como ética pública de nuestra democracia, no podemos desligarlos, ni desvincularlos de la dictadura.
Los derechos humanos surgen desde los inicios de la modernidad, no necesariamente en 1948, como una forma de mitigación de las injusticias que producían el dolor humano a gran escala. La historiadora Lynn Hunt ha estudiado este fenómeno incluso en periodos previos a la revolución francesa, para explicar la declaración de derechos y el concepto de humanidad que emerge de tan transcendental proceso histórico. Otros autores en derechos humanos, como Samuel Moyn, reconocen el aporte de América Latina y las sociedades que emergieron de las dictaduras militares del Cono Sur en la producción global de discursos sobre derechos humanos y comisiones de verdad. La influencia del Informe de la CONADEP de Argentina y la Comisión Rettig en Chile ha sido el punto de partida en otras similares en nuestro continente pero también en África, Asia y Europa Oriental.
En las últimas décadas el debate en derechos humanos ha discutido la creencia de que hay generaciones y jerarquías de derechos humanos. En ese entendido el derecho a la vida no está por sobre, ni aislado de los derechos sociales, ambientales, sexuales y económicos, porque todos estos derechos aseguran la posibilidad de comunidades humanas vivir y existir.
Las declaraciones de Beatriz Hevia no son inocentes.
Por tanto, defender el neoliberalismo mediante la fosilización de las desigualdades sociales oponiéndose a la gratuidad universitaria y la educación pública es vulnerar derechos fundamentales como la educación que, también desestabiliza las condiciones de vida y de existencia de grandes mayorías de chilenos. Tensionar la paridad de género en la elección de puestos políticos representativos es poner en peligro los derechos de las mujeres y las diversidades sexuales que en última instancia están ligados a las posibilidades de existencia de estas personas. Es negar a nuestra sociedad la posibilidad de ampliar los límites de la democracia y asegurar el derecho básico fundamental a la vida, pues para las mujeres víctimas de femicidios, lesbofemicidios, o asesinatos homo-lesbo-transfóbicos, contar con representantes, legisladores e instituciones que protejan sus derechos es cuestión de vida o muerte. Instalar la ficción de que no hay contradicción en no referirse al pasado reciente y justificar la dictadura, defendiendo un sistema neoliberal que ha victimizado y violentado a millones de chilenos por décadas con sistema económico que se alimenta de las desigualdades sociales y la negación de derechos básicos como el acceso a la salud y a la educación, es en la práctica no respetar en absoluto los derechos humanos.
Esta radicalidad conservadora ha redundado en una carta pública de la Asociación Gremial de Oficiales de Armada en Retiro resignificando el término “nunca más” para desplazarlo desde la dictadura hasta el gobierno de la Unidad Popular. Este es el peligro de no hablar del pasado, de no revisitarlo y de encapsularlo en torno a conceptos que, obliterando la fuerza de los hechos y la verdad, llaman dictadura al gobierno de Salvador Allende, acusándolo de incurrir en ilegalidades, obscureciendo el hecho de que el golpe de Estado de 1973 es un acto ilegal, inconstitucional y de fuerza. Esta explosión e irrupciones de discursos del pasado de la extrema derecha no tienen nada que ver con memorias, ni políticas de verdad, tienen que ver con el aprovechamiento de un vacío narrativo sobre las verdades históricas construidas en la transición democrática, que no hemos reforzado en estos 50 años del golpe de Estado.
No es algo generacional porque es transversal en términos de edad. Hay una arremetida conservadora que no busca verdades, sino reescribir imprecisamente la historia reciente, para instalar desinformación histórica y separar los derechos humanos de los procesos en los que están originados y construidos en nuestra sociedad. ¿Representa Beatriz Hevia a una generación nueva de chilenos que se distancian del pasado reciente?; ¿Cuál es el papel que las nuevas generaciones tienen en este nuevo radicalismo conservador? Beatriz Hevia representa un discurso negacionista transgeneracional sobrerrepresentado en los medios por la crónica concentración de poder de grupos ideológicos que dominan las comunicaciones para construir hegemonía. Los sectores políticos y académicos progresistas están desarticulados por el triunfo del rechazo en 2022, pero sectores de la sociedad civil y actores sociales están resistiendo el embate conservador e instalando revisiones del pasado reciente desde articulaciones intergeneracionales.
Hay que estar atentos a las señales en política, en arte, en literatura y en los debates que estudiantes universitarios están dando en seminarios y conversatorios donde los 50 años del golpe convocan y en donde no existe distancia, ni miedo, ni cinismo frente a la dictadura y los derechos humanos. Puede que no veamos los resultados hoy, pero mirar al pasado, conocerlo, analizarlo para leer en sus signos el futuro, es algo que toma tiempo. Este remezón conservador no va a durar, porque sus resignificaciones están basadas en tergiversar la historia y en negar agencias, es una estrategia contingente con fines electorales, tampoco es una propuesta de futuro, más bien es un recurrente regreso a la trampa de la dictadura: hacernos creer que el pasado y la historia no nos dejan avanzar hacia el futuro, cuando en realidad ahí están las claves de la sociedad que está por venir.