Fotos portada e interior: Kena Lorenzini, gentileza Museo de la Memoria y los Derechos Humanos
Este artículo es parte de El primer civil de la dictadura, proyecto multimedia de Revista Anfibia y la Universidad Alberto Hurtado en conmemoración del 50 aniversario del golpe de Estado. Visita la cobertura completa aquí.
Hubo quienes creyeron que era el comienzo del fin. Se cumplía una década del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende y la situación económica del país parecía hundirse cada día, sin señales de remontar. La molestia de la población comenzaba a sentirse con fuerza en las calles y la respuesta represiva estaba lejos de calmar los ánimos. Los chilenos parecían hartos de la vida en dictadura, aunque el fin tardaría en llegar.
En sus escritos de ese año, Álvaro Puga alerta en varias oportunidades sobre supuestos acercamientos entre políticos oficialistas y opositores moderados para planear una transición. El que estuvieran repartiéndose la torta tras una eventual caída de Pinochet lo indignaba, era pura traición. Puga quería enfocarse en la conmemoración del décimo aniversario del golpe, pero en los meses anteriores a ese 11 de septiembre de 1983 el régimen tenía poco que celebrar.
El hambre se había expandido y en las poblaciones debieron recurrir a ollas comunes para subsistir. Y de la organización de la olla común a la organización política en los barrios había un paso.
La profundidad de la crisis económica fue clave para desencadenar las movilizaciones. El año anterior, 1982, la economía chilena se contrajo un 14,4%, el gobierno tuvo que devaluar el peso, la inflación se alzó hasta el 20,7% y las reservas internacionales disminuyeron en más de 1000%. El desempleo efectivo (incluyendo los sueldos de hambre de los programas gubernamentales PEM y POHJ) llegó a 26%. El milagro de los Chicago Boys parecía haber llegado a su fin, y aunque el año siguiente la caída del PIB disminuyó a -0,7%, los índices que sienten más directamente los ciudadanos empeoraron: el desempleo efectivo llegó a 31,3% (casi una de cada tres personas sin trabajo real) y la inflación se empinó hasta 23,1%, con lo que la pérdida de la capacidad adquisitiva siguió aumentando.
Los esfuerzos por contener el desplome comenzaron en enero, cuando el ministro de Hacienda Rolf Lüders sacudió a los mercados y al mundo político al anunciar la intervención de la banca privada, en un intento por evitar un desastre en cadena que comenzaría en las instituciones financieras y se extendería a otras empresas.
Siete días después del anuncio, el 20 de enero, Puga redactaría su memorándum referido a “reacciones a las intervenciones de bancos y financieras”. En él se hace eco de varios rumores, como que los grupos empresariales intervenidos buscaban crear un caos interno para obligar a Pinochet a dimitir, pese a que según él habían estado dispuestos a la “rendición incondicional” con tal de no ser perseguidos penalmente. Se trata de una preocupación recurrente en Puga ese año, en que percibía que no sólo la oposición esperaba la caída del régimen, sino que en el oficialismo había quienes empezaban a hacer planes para reemplazar a Pinochet ante una crisis que podía ser terminal.
En el memo también menciona que se analizaba nombrar interventores militares, lo que le parecía correcto sólo si asumían en empresas bien manejadas, pues el resto debía quedar en mano de civiles, “dejando la responsabilidad de los hechos negativos a la civilidad, que es la única claramente culpable de lo ocurrido”. También recomienda al Gobierno “mostrar culpables y castigarlos profundamente”, para que quedara claro que no protegían a grupos particulares.
Por último, Puga cierra el memo con la que parecía su verdadera prioridad: “ciertas medidas se hacen indispensables para completar un ciclo definitivo en nuestra historia y poder celebrar desde ya EL DÉCIMO AÑO DE LA LIBERACIÓN NACIONAL con optimismo y seguridad en el futuro”.
Pero el optimismo de Puga era forzado. El escenario era oscuro y la crisis política sólo empeoraría en los siguientes meses. Antes de que terminara el verano, a mediados de febrero, Pinochet se vería obligado a hacer un cambio de gabinete que reconfiguraría al equipo económico. Lüders, que en sólo 6 meses como bi-ministro de Economía y Hacienda había implementado medidas económicas radicales para enfrentar la crisis, fue reemplazado. En Economía asumiría un cercano a Pinochet, Manuel Martín, mientras que Hacienda quedaría a cargo de Carlos Cáceres, hasta entonces presidente del Banco Central. La nueva dupla tenía visiones contrapuestas sobre la política económica y nunca se afiataría.
El cambio de gabinete coincidió con la final de la competencia internacional del Festival de Viña del Mar, evento que no se interrumpió ni en los peores momentos de la dictadura. El chileno Julio Zegers no tuvo éxito y la Antorcha de Oro se la llevó Gervasio, quien representando a Uruguay se consagró con “Alma, corazón y pan”, que se transformaría en un clásico instantáneo. Con la conducción de Antonio Vodanovic y Paulina Nin de Cardona, sorprende que en medio del apagón cultural uno de los números principales fuera el de Los Jaivas, mientras que el opositor Florcita Motuda se fuera hasta con Antorcha. También triunfaron ese año en el escenario de la Quinta Vergara los españoles Víctor Manuel y Ana Belén, otros conocidos izquierdistas, aunque los platos fuertes de ese año fueron Zalo Reyes, Paloma San Basilio, José Luis Perales y Emmanuel. Circo de alto nivel para el pueblo.
LAS PROTESTAS SORPRENDEN AL RÉGIMEN
Terminado el receso estival la política se activó con nuevos bríos. Tras el golpe de Estado, el régimen había proscrito los partidos y se hablaba eufemísticamente de un “receso político” para prohibir cualquier tipo de organización. Para 1983 los dirigentes de oposición comenzaban a volver del exilio y las antiguas colectividades intentaban limar sus históricas asperezas para enfrentar a la dictadura como un frente común. El 15 de marzo hubo una señal de que aquello era posible, al dar a conocer el Manifiesto Democrático suscrito por dirigentes de sectores que terminaron quebrados en la Unidad Popular, como la Democracia Cristiana y un ala del Partido Socialista.
“Ha llegado el momento de reaccionar. Por ello, hacemos un llamado a todos los hombres y mujeres que anhelan la libertad, la justicia y la paz para realizar un gran esfuerzo nacional que conduzca al restablecimiento de la democracia”, decía el documento que firmaron Patricio Aylwin, Enrique Silva Cimma, Gabriel Valdés, Hernán Vodanovic y Julio Subercaseaux, entre otros dirigentes. Era el primer paso para la reorganización política de la oposición, que en la década siguiente daría paso a la Concertación de Partidos por la Democracia, que administraría el proceso de transición a la democracia.
La primera protesta nacional, sin embargo, no sería convocada por ese grupo de políticos de larga trayectoria partidaria, sino por la Confederación de Trabajadores del Cobre. Su líder era Rodolfo Seguel, que entonces tenía 29 años. El llamado era a que el 11 de mayo la ciudadanía hiciera notar que era un día de protesta, con señales como no mandar a los niños a colegios y escuelas o no salir a hacer trámites. Se pedía que a las 20:00 las personas apagaran las luces de sus casas y tocaran cacerolas. El resultado fue atronador.
La masividad de la protesta sorprendió tanto al gobierno como a los convocantes. Después de 10 años de dictadura y estado de emergencia permanente, con libertades restringidas, organismo de seguridad que asesinaban, torturaban y hacían desaparecer gente, el miedo de la ciudadanía era general. Sin embargo, ese día la rabia contenida superó al miedo.
“El primer forado a la dictadura se lo provocamos nosotros”, diría Rodolfo Seguel en una entrevista con TVN cuando se cumplieron 40 años de esa primera protesta.
El balance de esa protesta fue de dos muertos y cientos de detenidos, pero la reacción del régimen se hizo sentir también en los días siguientes, cuando la CNI aterrorizó a las poblaciones periféricas de Santiago con allanamientos y detenciones masivas. La exigua libertad de expresión también sufriría consecuencias: el régimen censuró a radio Cooperativa, el medio informativo más masivo de la oposición, que a partir del 14 de mayo sólo pudo transmitir música. Los chilenos perdían su principal fuente de información confiable.
Nueve días después de esa protesta, Puga escribía un memorándum en que relataba lo que supuestamente se había conversado en una reunión de la DC en Batuco, en la que se habría elegido a Jorge Lavandero como vicepresidente del partido en la ilegalidad. “Para ellos esta protesta constituyó un éxito sin precedentes e incluso inesperado para la gran mayoría, pero a pesar de ese éxito inusitado se consideró necesario cambiar la fecha de los actos de protesta, inicialmente para el próximo 14 de junio y luego para el 15 de cada mes u otra que se considerara más adecuada dependiendo de los acontecimientos”, escribió, dando cuenta del protagonismo en las sombras que tenía la DC en las movilizaciones.
Como en otros informes sobre reuniones privadas e incluso secretas a cuyo contenido tenía acceso a través de informantes, Puga reservaba parte del contenido a relatar el comidillo político —probablemente adornado según sus intereses— de lo que ahí se conversaba. En este caso, las acusaciones de frivolidad a Gabriel Valdés, las críticas a Eduardo Frei Montalva (fallecido un año antes) por su carácter débil e indeciso que habrían ayudado a prolongar la dictadura y las loas al liderazgo internacional de Andrés Zaldívar, que desde el exilio podría acelerar el derrocamiento del gobierno.
“Nos parece que la DC no sólo trasgrede el receso político en forma constante, permanente e insistentemente, sino que además tiene una posición francamente subversiva que bien vale la pena investigar”, recomendaba Puga, junto con insistir -tal como lo había hecho antes frente al director de la CNI Humberto Gordon—, que Zaldívar debía ser incluido lo antes posible en la lista de exiliados que podían retornar al país, “porque mantenerlo fuera era promoverlo a nivel internacional”. Por último, hacía notar que no reproducía las injurias que en la reunión de la Democracia Cristiana se dijeron contra Pinochet y su familia porque repetirlas sería un agravio, pero advertía que “sería necesario un correctivo muy severo por parte de la autoridad”.
LA MANO DE JARPA
Las protestas se desarrollaron a partir de mayo con una calendarización similar a la adelantada por Puga, según recogió de la reunión de la DC. En todas hubo muertos y a veces los detenidos superaban los mil. Se reimplantó el toque de queda y la represión fue en aumento.
La protesta de agosto, la cuarta desde el inicio de las manifestaciones, marcó un punto de inflexión. Ese día marcó un récord de muertos, con 29 personas fallecidas, además de cien heridos y más de mil detenidos, según consigna Manuel Salazar en su libro “Las letras del horror”.
El escenario había cambiado. La progresiva organización de los dirigentes políticos, tanto oficialistas como opositores, y la intensidad de las movilizaciones fueron presionando por un cambio en el manejo político hacia mayores grados de apertura. En ese proceso fue clave el embajador en Buenos Aires, Sergio Onofre Jarpa, que promovía el inicio de un diálogo con la oposición, con el horizonte de terminar con el “receso político”.
Un fallo de la Corte de Apelaciones había significado un sorpresivo golpe para el régimen, acostumbrado a que el Poder Judicial hiciera vista gorda ante los abusos. Un caso emblemático involucraba a dirigentes de la Democracia Cristiana, acusados de imprimir panfletos para promover las manifestaciones. El fallo reconoció el derecho a convocar a protestas pacíficas y significó la liberación de Jorge Lavandero y Gabriel Valdés de la Cárcel Pública.
Fue en un homenaje a este último, un almuerzo el 6 de agosto en el Círculo Español, que se anunció la constitución de la Alianza Democrática, la primera organización formal que reunía a la oposición. “Está compuesta por la derecha republicana, la socialdemocracia, los radicales, socialistas y democratacristianos”, informaba al día siguiente El Mercurio. Fue Valdés quien en un discurso dijo que su única reivindicación era la democracia y enumeró un plan de diez puntos que incluía la renuncia de Pinochet, la formación de un gobierno de transición de 18 meses y una asamblea constituyente.
Apenas cuatro días después se concretaría un nuevo cambio de gabinete, en que Sergio Onofre Jarpa asumiría como ministro del Interior, en reemplazo de Enrique Montero Marx. A juzgar por los informes de Álvaro Puga, su nombramiento venía fraguándose hacía un buen tiempo. A mediados de junio, Puga había informado de una reunión de dirigentes de derecha, en que Jaime Guzmán había advertido de la situación crítica que vivía el país: “Hizo una prolongada exposición sobre la situación porque atraviesa el país, la que según él era gravísima y traía sin duda alguna el derrocamiento del General Pinochet, ya que sus actitudes, en el último tiempo, eran vacilantes, sin rumbo fijo, y estaba absolutamente desacreditado ante la opinión pública”, escribiría Puga. En ese contexto, alguien propuso a Onofre Jarpa como reemplazo de Montero Marx, pues “dado su carácter él mandaría en breve plazo el Gobierno, pero Guzmán se opuso porque dijo que él manejaba a Montero plenamente”.
Finalmente se impuso el nombre de Jarpa, quien llegó con un plan político que incluía el diálogo con la oposición. La recién creada Alianza Democrática le permitiría tener un interlocutor claro —ambas partes habían intercambiado mensajes en los días anteriores al nombramiento—, el que comenzaría en las semanas siguientes con el cardenal Juan Francisco Fresno actuando como una especie de garante de las conversaciones.
Fresno había asumido en mayo como arzobispo de Santiago en reemplazo de Raúl Silva Henríquez, que con la Vicaría de la Solidaridad era un constante dolor de cabeza para el régimen por su insistencia en el respeto de los derechos humanos, por lo que la designación de la nueva autoridad eclesiástica era un alivio para el régimen. “Parece que dios te ha oído”, le habría dicho Lucía Hiriart a Pinochet al conocerse el retiro de Silva Henríquez, según se relata en La historia oculta del régimen militar (La Época, 1988).
Pero antes de que Fresno se transformara en un actor político clave, faltaba la protesta de agosto, convocada entre otros por la Alianza Democrática para el día siguiente del juramento de Onofre Jarpa como ministro. Su discurso aperturista chocó con la realidad: Pinochet decretó un toque de queda de 11 horas y sacó a 18 mil militares que coparon las calles.
Según la descripción de revista Análisis, Santiago lucía igual que el 11 de septiembre del 73, ocupado por vehículos militares cargados de soldados en tenida de combate, apuntando hacia todos lados. “Escenas de violencia extrema —perros que mordían a los transeúntes, apaleos indiscriminados, gases lacrimógenos y balazos al aire, balas trazadoras, allanamientos, proyectiles que entraron por las ventanas, muebles destrozados en las viviendas de algunos pobladores— hicieron dudar no tan solo de las intenciones `aperturistas’ de Jarpa sino además llevaron a muchos a preguntarse sobre el sentido de haber recurrido a una medida tan extrema como el involucrar a las Fuerzas Armadas en una acción tan desproporcionada y violenta”. El saldo fue de 29 muertos, decenas de heridos y más de mil detenidos.
El nivel de violencia fue tal que incluso Puga se refiere a ello en detalle en un informe redactado el 19 de agosto. Lo hace indirectamente, al dar cuenta de una reunión entre Jarpa y el cardenal Fresno. “Jarpa se habría mostrado anonadado por la entrevista sostenida con el Arzobispo Fresno, quien le había mostrado una serie de video-cassettes tomados por los corresponsales extranjeros, durante la protesta del 11 de agosto y en las anteriores, en todas las cuales aparecía una brutalidad policial y militar desmedida. Las cámaras habían sorprendido a militares asesinando gente y utilizando hondas, palos y otros instrumentos de ataque a los pobladores que no corresponden a fuerzas militares”.
Pero la represión no amainó las protestas, que se extendieron hasta fines del año siguiente, haciendo sentir el rechazo mayoritario de los chilenos al régimen de Pinochet. Además de estas manifestaciones que se desarrollaban en las calles y barrios de Santiago, en noviembre de 1983 tuvo lugar la primera concentración masiva opositora, convocada por la Alianza Democrática en el Parque O’Higgins y autorizada por el gobierno. Las expectativas eran altas y tanto las autoridades como Puga hicieron lo posible por desacreditar la convocatoria (ver reportaje), sin éxito. El evento congregó a una multitud de personas y se desarrolló sin incidentes.
Pocos días antes, un evento traumático había sacudido a Chile y llevado indirectamente a los principales titulares la brutalidad y el miedo que inspiraba la CNI: el 11 de noviembre el obrero Sebastián Acevedo se quemó a lo bonzo en la Plaza de Armas de Concepción, desesperado porque sus dos hijos habían sido detenidos por la policía política. “¡Que la CNI devuelva a mis hijos!”, fueron sus palabras mientras ardía en llamas. “Se quemó a lo bonzo por la libertad de sus hijos”, escribiría al día siguiente La Tercera.
VUELVEN LOS “SEÑORES POLÍTICOS”
Aunque septiembre le dio un respiro al régimen con las actividades de conmemoración del golpe, lo que vino después fue el inicio del retorno de la política y “de los señores políticos”, como les decía despectivamente Pinochet. Los partidos seguían proscritos, pero encontraron formas de organizarse informalmente. A la Alianza Democrática (AD) de la oposición más moderada le siguió el nacimiento del Movimiento de Unidad Nacional (MUD), en que participaban ex comunistas, ex integrantes del MIR, del Mapu y de la facción Almeyda del Partido Socialista.
Las celebraciones del 11 de septiembre también sirvieron de marco para el nacimiento de Avanzada Nacional, organización de corte nacionalista y ligada a la CNI, que buscaba ser una plataforma para Pinochet. Pocos días después, el gremialismo —la otra fuerza de derecha dentro del régimen— no se quedó atrás y fundarían la Unión Demócrata Independiente (UDI), un movimiento ideado por Jaime Guzmán, el archienemigo de Puga.
La derecha más tradicional comenzó a reorganizarse en noviembre, con la fundación del Movimiento de Unión Nacional (MUN), integrado mayoritariamente por ex militantes del Partido Nacional. Sería liderado por Andrés Allamand y se le considera el germen de la futura Renovación Nacional.
La reactivación de la política vendría acompañada del resurgimiento de la prensa independiente. Tras el cierre total de los medios impresos después del golpe, el gobierno permitió primero la circulación de publicaciones oficialistas, como los diarios de la empresa El Mercurio, La Tercera y las revistas Ercilla y Qué Pasa. Sin embargo, la libertad de expresión estaba severamente restringida, con censura previa y persecución de periodistas que se apartaran de la línea oficial.
A partir de 1977 se formalizó, vía decreto, una norma que exigía un permiso antes de abrir un medio de comunicación. El primero en hacerlo fue Emilio Philippi, ex director de Ercilla, quien fundó la revista Hoy, que se transformaría en el primer medio de oposición, aunque moderada.
Ese año se fundó también la revista Análisis, ligada a la Academia de Humanismo Cristiano hasta 1983, cuando la llegada de Juan Francisco Fresno al Arzobispado de Santiago significó la pérdida de ese patrocinio. Fue uno de los contados medios opositores que circuló cuando se iniciaron las protestas, pero la débil apertura política impulsada por Onofre Jarpa no incluía a la prensa y fue el propio ministro del Interior quien se querelló en octubre de 1983 contra el director de Análisis, Juan Pablo Cárdenas.
La existencia en paralelo de la revista Apsi configuraba una situación curiosa. El nombre significaba Agencia de Prensa de Servicios i¿Internacionales y, como tal, el régimen estimaba que no podía publicar noticias sobre Chile. Como no obedecían, en 1982 se quiso prohibir su circulación por decreto, pero la Corte Suprema estimó que podían funcionar con cobertura internacional. Así las cosas, no podían informar de las protestas, pero se las arreglaban para escribir sobre Chile publicando artículos sobre la investigación del asesinato de Orlando Letelier en Estados Unidos o del general Prats en Buenos Aires. A fines de septiembre de 1983, sin embargo, decidieron volver a cubrir la actualidad chilena con o sin permiso.
Junto con la concentración del Parque O’Higgins, en noviembre de 1983, se publicó el primer número de la revista Cauce y, meses después, comenzaría a circular el periódico Fortín Mapocho. Una pequeña primavera para el periodismo que duró poco, en parte por el alto impacto de los reportajes publicados por Cauce, que apuntaban al corazón del régimen: Augusto Pinochet. Un reportaje de la periodista Mónica González sobre los lujos de la mansión que el dictador construía en Lo Curro inauguró 1984 y fue el comienzo de una seguidilla de revelaciones sobre su patrimonio, escándalos económicos y violaciones a los derechos humanos.
El impacto de la prensa opositora tuvo consecuencias. En 1984 recrudeció la censura, tanto con prohibiciones totales de publicación y detenciones de periodistas, como con el veto para escribir sobre las protestas o simplemente publicar fotos. Durante meses toda la prensa opositora estuvo imposibilitada de circular, pero no hubo censura que impidiera que, a la larga, todo se supiera, ya sea a través de la radio de onda corta, de los videos de Teleanálisis que circulaban mano a mano o el boletín de la Vicaría de la Solidaridad. Todo esto irritaba a Puga:
“La oposición, a pesar de haber recibido un duro golpe con la promulgación de la llamada "ley candado" sobre abusos de publicidad, persiste claramente en su campaña de desprestigio sobre el Presidente, utilizando ya los dos elementos conocidos como son la casa del Melocotón y los terrenos de Limache, mientras por otra parte, ellos procuran que otras denuncias por ese estilo sea ventiladas en el extranjero y que a través de los cables del exterior lleguen a conocimiento del público chileno y también a través del sistema panfletario, de la Radio Moscú, etc.”.
Puga se indignaba con lo que consideraba ataques gratuitos de la prensa contra Pinochet, pero pese a la censura y la represión, la prensa se volvió en un actor clave para investigar y dar a conocer los abusos.