Publicado el 23 de enero de 2015
Poco antes de enterrarse en el océano esmeralda de la selva, el avión pega un parapléjico remezón que congela la sangre. Pero es solo un temblor de alerta que avisa la llegada a la mítica Iquitos, el ranchal cauchero, la reina de los ríos, donde se retuercen los lagartos plateados en el barro. La Babilonia vegetal derramada allí, en el distrito de Loreto, en medio del Mato Grosso con su precario entablado de edificaciones pintadas y casuchas con sombrero de paja. Llegando al anochecer, el calor pegoteado es intenso, cuando la marea en sombras del vergel chilla un incierto coral susurrante. Se confunde con el ruido de los mototaxis en enjambres que a toda velocidad vuelan por sus calles disparejas. Hay gente en todas las esquinas, hay vida en todas las cuadras, en las mesitas que ofrecen de comer doncella de río o chicharrón de lagarto. El mototaxi casi se desarma en cada recodo, en cada carrera con las miles de motos con carrito techado de amarillo, naranja, azul, con las luces encendidas mosqueando las rutas como luciérnagas zumbonas que manejan los chicos iquiteños de mirada directa y piernas musculadas por el acelere. ¿Cómo se llama usted?, le pregunto a mi conductor que transpira un aroma vegetal. Mario David, me contesta mirándome hacia atrás al tiempo que otro carro casi nos choca. Cuidado, le grito y él se ríe, relampaguean sus dientes. Si no pasa nada, no se preocupe, aquí somos así. Pasan fugaces los ojos de los niños amazónicos que piden un sol. Solo un sol por entregar su carne tibia a la pedofilia turista. Solo un sol por dejarse manosear los muslitos raquíticos mientras ofrecen chucherías con pupilas húmedas.
Mario David me dice que no les haga caso, porque nos seguirán toda la noche. Mario David sabe lo que ofrecen y se hace el desentendido cuando le pregunto por un rayado que anuncia: no a los niños abusados. Mario David no quiere hablar de eso y me cuenta que el vehículo es suyo y lo cuida como novia. Su mototaxi me deja en el hotel y mientras me baja la mochila pregunta qué haré más tarde. Comer en alguna parte, ¿quiere acompañarme?, le insinúo. Vamos al Fitzcarraldo, en el malecón, para que conozca, exclama alegre, pensando que ya tiene ganada la noche.
Mario David dice tener veintitrés años. Pero aparenta más, bajo la visera del jockey, su mirada pantera habla de su niñez, musita un idioma de señas y guiños sexuados donde el candor tercermundista ofrece sus lianas tristes. Me está esperando en su carrito cuando bajo del hotel, aprieta el acelerador y partimos en la noche jungla por la ribera del bulevar donde yiran las nenas de minifalda y tacos muy altos para su enclenque cuerpito moreno. Por un sol entregan el lucero negro de su entrepierna. Por un sol, los gringos grasientos las babosean bajo los faroles de la plaza. Mario David hace como que no mira. Le da vergüenza el comercio de su gente. Me dice aquí llegamos, y se estaciona dándome la mano para que baje. El Fitzcarraldo es sencillo, afuera varias mesas las moja la suave garúa de la lluvia que se avecina, un relámpago encandila y recorta la selva sobre el cielo revuelto. Parece que hay tormenta, dice Mario David, empujando la mesa bajo un alero. Saboreamos el pez dorado del río con un manojo de palmitos frescos. El aluvión deja vacía la terraza que bordea el rumoroso gruñir de la foresta. Parece un film, una película del cincuenta. Mario David come callado, hundiendo sus ojos pestañudos en el plato. Lo miro, alza la mirada y nos reímos con pudor de adolescentes. ¿Cómo es Chile?, me pregunta de pronto. Largo y angosto como una serpiente cordilleral. ¿Y no va a conocer los animales de aquí? Para eso hay que salir por el Nanay navegando hasta donde el Napo se junta con el Amazonas, una hora adentro. Hay que embarcar antes que aclare, por el calor. Decía esto con desgano, como si de tanto repetirlo se le hubiera descolorido el cartel turístico.
Aún no aparecía el sol, pero el zumbar del bosque húmedo presagiaba el alba. Una claridad brumosa incendiaba el horizonte cuando Mario David, de pelo mojado y guayabera bien planchada, me dio los buenos días con su mototaxi en marcha. ¿Y cómo durmió? ¿Mucho calor? Demasiado, hay que dormir solo, dije con un bostezo. Miro hacia atrás, con una risa filuda comentando: Nada más porque usted quiere. ¿Falta mucho para que salga el sol? Aquí en Iquitos se trabaja temprano, comenté viendo a los boteros sacudir las redes, a los barcos humeantes cargando toneladas de plátanos. Vendedores de un cuanto hay ofrecían cigarros, chicles y artesanías a los pocos autos que paraban en las esquinas.
Después de unas cuadras llegamos al embarcadero desde donde salían las excursiones. Yo conozco a alguien que nos lleva barato, espéreme aquí, no se mueva, dijo Mario David y se perdió entre los guías que ofrecían tour por la selva. Desde el carro lo vi saludar a un hombre y me hizo una seña para que me acercara. Bajamos al río entre cientos de pescadores que iban a laburar. En la lancha techada de lona me sentí relajado cuando el motor trazó una estela blanca en el mar turbio del Nanay. Mario David se instaló a mi lado, pasándome un salvavidas fluorescente. ¿Sabe nadar? Como sirena, no lo necesito. Es por la guardia, murmuró el botero desde atrás. Nunca se sabe, pero han naufragado barcos grandes que van recargados de pasajeros a Manaos. Al costado se deslizaba una gran barcaza repleta de hombres, mujeres y niños que palomeaban un saludo con sus manitas. Viajan varios días y duermen en las hamacas. ¿Y los mosquitos? Eso preocupa a los turistas, porque el repelente es muy caro. Nosotros nos echamos alcohol con hierba amarga, ni se acercan. El ruido del motor alborotó el follaje y una garza rosada apareció aleteando sobre nuestras cabezas. El Nanay se ensanchaba a medida que su lenta corriente cambiaba de color. La mano nudosa de Mario David apuntó una línea verde en la planicie fluvial. Allá esta el Amazonas, dijo. ¿Se fija que es más grande? Todo era inmenso, las aguas canela, los matorrales entretejidos por las enredaderas carnosas, el celofán de las hojas en distintos verdes transparentando la brasa solar que ascendía. En las chascas mustias del ramal que mecían las aguas del Napo, a veces negro rotundo, de pronto acuchillado por un rayo turquesa, salpicaba un pez dorado chapoteando. Mire, esas son las palmeras andantes. ¿Y caminan? Cuando les tapan la luz estiran las raíces y se agarran de otra parte, un día las ve ahí y mañana pueden estar en otro lado. No sirven para ubicarse. Una nube de mariposas amarillas se metió en la lancha y Mario David las espantó manoteando. Le quedó una en el pelo, la cogí con delicadeza y luego la dejé ir en el vaho del malezal. Gracias, dijo cohibido. Mire, ya estamos en el Amazonas, vamos llegando.
Diez minutos después, la canoa atracó en un pequeño muelle de troncos y bajamos a una isla donde nos recibió un cuidador bajo un cartel que decía: diez soles la visita. Siempre sonriendo y con dos caninos, nos acompañó por un sendero tupido hasta las jaulas de cañas que, más que jaulas, eran alambradas con rejillas de gallinero. Esta es Fujimori, la rata más grande del mundo, y era verdad, en un rincón un enorme roedor achinado se peinaba los bigotes. Al tocarlo, su pelaje era como de lija. En un estanque estaba Montecinos, una tortuga prehistórica y carnívora que parecía una gran roca negra. Un monito saltarín nos acompañaba chillando. De pronto me saltó al cuello y se agarró de mi pecho con fuerza. Quiere teta, dije acariciando su cabecita de niño. Del techo colgaban los somnolientos perezosos, que apenas abrían sus ojitos para mirarnos. Ahora vamos a ver a las reinas de aquí, dijo el cuidador. En unas piscinas estaban enmadejadas tres abultadas boas de seis metros. ¿Y esta cómo se llama?, le pregunté tocando su camuflada piel naranja y negro. Se llama Ana y su apellido es Conda, Anaconda, y soltó la risa chacotera. Mire, dijo indicando una hinchazón, recién desayunó una gallina viva y la está digiriendo. La inmensa serpiente constrictora no me daba susto, el hombre tomó la de tamaño mediano y la puso en mi hombro, no tenía miedo, tampoco era tan helada. Recordé que al verlas en la televisión me daban pánico, pero ahí en su hábitat parecían enormes bichas inofensivas; pensé que en realidad era la tele lo que me daba horror. Adiós, Anita, le dije a la mayor, que rumiaba su gallina con sueño. Están dopadas, me dijo Mario David al oído, por eso no atacan. Pensé que les había caído bien, usted me rompió el encanto.
Pasan un tiempo aquí y después las regresan a la selva, agregó muy serio, indicándome que pasáramos a un espacio más grande donde la mujer del cuidador pelaba plátanos verdes y se los tiraba a unos monos araña atados del cuello. ¿Por qué están amarrados? Son nuevos, recién los trajeron, contestó la mujer sin interrumpir su labor. Me senté junto a los simios y la mujer me advirtió que tuviera cuidado. Pero ellos se acurrucaron abrazándome con depresiva ternura. Parece Mama mona, dijo el cuidador burlándose. Él es un escritor, tenga más respeto, lo reprendió Mario David arrugando el seño. No se preocupe, tiene razón, alguna vez fui mona, y aunque me vista de seda... Ahí todos se relajaron riendo y la mujer nos sirvió un jugo por el calor que arreciaba cuando volvimos al bote, mientras el monito gritón nos insultaba en su agudo dialecto.
Ya era media mañana cuando regresamos a Iquitos navegando por el Nanay. Mario David estaba callado, serio, con la mirada sumergida en el agua oscura. ¿Quiere conocer donde vivo? Me voy ahora, hace tanto calor, y quisiera volver al hotel, le contesté ensopado. Pero es aquí no más, en Belén. Mire, es allá donde se ven esos techos de paja. La embarcación se internó por un brazo de río. Era el Itaya, y en su ribera se levantaba una aglomeración de palafitos y casas flotantes donde los pobladores hacían su vida a la vista de las canoas que iban y venían con su comercio ambulante. Sin luz eléctrica, ni agua, ni alcantarillado, era trágica y gloriosa la belleza podrida de Belén, a la deriva de su florida reproducción. Al ver los niños semidesnudos pataleando en el lodazal, recordé el Zanjón de la Aguada de mi infancia. Yo nací en un lugar como este, dije al pasar. Mario David se subió la visera y me miró incrédulo, sonriendo. Desde la orilla nos saludaban las mujeres lavanderas en el mugral de la corriente. Las casas eran andamios de cañas de varios pisos donde colgaban hamacas y trastos domésticos. A mí me gusta vivir aquí, habló Mario David con orgullo. Pero mi casa no se ve, está allá atrás, explicaba con los ojos brillantes. ¿Y con quién vive? Con mi madre, ella trabaja en el río vendiendo comida. Soy hijo único, agregó mirando las raíces erectas del pantanal. ¿Y su papá? Por respuesta levantó los hombros con indiferencia. Era cauchero y llegó por el río desde Manaos, embarazó a mi mamá y después se fue por donde mismo. Nunca lo conocí. ¿Y le gustaría conocerlo? No, dijo tajante. ¿Y si vuelve? Lo mato, escupió la sentencia y me miró fijo. Después, un silencio incómodo invadió la travesía. A Mario David se lo había tragado el zumbido del agua verdeando su sombrío mirar. Quiero conocer Belén por arriba, intervine para aligerar la tensión. ¿Me llevaría en su mototaxi volador? Ahí sonrió de nuevo, indicándole al botero que nos dejara en la orilla. Subimos por unas calles buscando el mototaxi de Mario David y justo al llegar y guarecerme bajo su toldo se desborda un aluvión que dejó todo inundado. Igual Mario David puso un plástico de parabrisas y arremetió contra la cortina lluviosa. De pronto íbamos en bajada y la frágil moto saltaba por los charcos, quedamos empapados y Mario David tenía estampada la guayabera en su pecho. A través del celofán acuoso, sus pectorales cobrizos latían bajo la tormenta. Todo su cuerpo era tensión; sus bíceps inflados por el manejo, su espalda morena encorvándose al girar las esquinas anegadas. Chorreaba la tempestad por sus brazos indios cuando entramos a Belén por una jungla de feria donde chillaba un jabalí que estaban degollando, la sangre humeaba con la lluvia en el derrame de sus olores ácidos. Las boas descueradas colgando de los puestos, lagartos enroscados entre los platanales verde oliva, pescados fosforescentes, azules, metálicos, lavados por el aguacero. Las papayas enormes y el sudoral de los cuerpos perfumaban de vida la trifulca ferial de Belén cuando le dije a Mario David: deténgase, quiero bajar. Quiero caminar sus calles y enjugarme en los sabores de su barrio. Y caminamos muy juntos, empapados, por ese diluvio de colores. Entendí por qué a Mario David le gustaba vivir allí, latiendo a toda humanidad en la acuarela vital de lo que llaman miseria. ¿Quién sería Mario David en la ciudad donde la naturaleza es una desconocida amenaza? Y caminamos entre las carpas, tambaleando por las piedras. A Mario David lo saludaban sus vecinos, acostumbrados al torrente del cielo desaguando. Y Mario David se sentía feliz, era un príncipe en su territorio amable y violento. Lo sentía así, casi dichoso, dándome su brazo para sujetarme. Cuidado, que hay agua, decía, y qué importaba si teníamos los pies estilando. Qué suerte que la lluvia y el calor se hermanan en estas latitudes, pensé cuando regresamos al mototaxi y partimos al hotel. El aguacero había pasado y entre las nubes nacaradas se filtró un rayo de sol. Iquitos resplandecía en raso brillante, cuando Mario David detuvo el mototaxi en el malecón y me pidió un cigarro. Lo encendió frente al Amazonas ardiendo brilloso como lamé de ï¬esta. ¿Usted se va ahora?, dijo sin mirarme. Sí, en una hora sale mi vuelo, le contesté ahogado por una lluvia interna. Pero ni siquiera nos hicimos cariño, murmuró con fracaso. ¿Le parece poco?, para otra vez será, le respondí acariciando su pelo, donde anidaba el recuerdo amarillo de una mariposa triste.