Estaba en el casino de la facultad, revolviendo con un palito de helado un azucaradísimo Nescafé, cuando un compañero me avisó que en una sala del segundo piso estaba a punto de comenzar una performance de la poeta Cecilia Vicuña. Por entonces -hablo de 1995, o tal vez de 1996- mi pobre idea de una performance se remitía más bien al ambiente de un concierto de death metal. Pero cuando entré, atrasado, a la sala, en lugar de gente declamando a gritos y lanzando objetos a los espectadores, reinaba un silencio cálido y cómplice.
Cecilia Vicuña se limitaba a mirarnos con una hermosa sonrisa chueca, como si en realidad fuera ella el público, todo el público, y nosotros, sus 15 o 20 espectadores, los verdaderos encargados de la performance. O quizá nos miraba más bien como si ya nos conociera y quisiera reconocernos; como si nos hubiera visto de niños y ahora advirtiera, con amorosa curiosidad, en nuestras jóvenes poses de veinteañeros serios, el paso del tiempo.
De pronto, Cecilia Vicuña tomó un ejemplar de El Mercurio de ese mismo día y empezó a leernos las noticias canturreando una melodía incierta, improvisada; por momentos susurraba, enseguida alzaba la voz, movida por un rapto de entusiasmo, como si llegara o estuviera a punto de llegar a la mejor parte de un rezo o de un tango o de un bolero. Recuerdo haber tardado en comprender que esa lectura no era un preámbulo de la performance, sino la performance misma. Quise acercarme a ella después, en el pasillo, pero no habría sabido qué hacer, salvo darle las gracias.
«Eso no es vanguardia», dijo alguien, luego, en el patio, con aires de entendido. La palabra vanguardia designaba para nosotros algo tal vez contradictoriamente sagrado, clásico. Muchos estábamos ahí, estudiando literatura, precisamente porque habíamos tenido la suerte de leer, de adolescentes, Altazor, de Vicente Huidobro, o Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, o Trilce, de César Vallejo, y lo que entendíamos como «gran literatura» incluía muchísimas obras emblemáticas de las vanguardias históricas.
«No sé si es vanguardia, huevón», replicó una compañera de repente, después de un silencio largo, «pero cuando grande yo quiero ser tan sabia como esa vieja loca». Fue una frase tan necesaria como luminosa e imborrable. También fue imborrable para mí esa performance sencilla, cotidiana, inesperada, de Cecilia Vicuña. En cierto modo, empecé a leerla desde esa misma mañana, a diario y en el diario, quiero decir: cada vez que me encontraba con un ejemplar de El Mercurio, me daba por imitar los vaivenes de su voz, a veces entre ataques de risa, otras veces entre ataques de perplejidad.
Ahora que Cecilia Vicuña recibe en todo el mundo el reconocimiento que merece, no parece haber dudas de que su obra era verdadera vanguardia. Su poesía puede ser leída como una defensa del mestizaje, o como un desafío abierto y gozoso al monolingüismo autoritario que quiere borrarlo todo, o como un llamado urgente a una reconciliación cabal con la naturaleza, entre otras muchas lecturas.
En medio del pánico ante la emergencia climática y los desoladores intentos permanentes de las comunidades indígenas por recuperar culturas y territorios arrasados, la actualidad de su trabajo es impresionante y dolorosa; la obra entera de Cecilia Vicuña funciona hoy como una generosa advertencia formulada hace décadas y desde entonces larga y minuciosamente desoída.
Del mismo modo que después de escuchar a Violeta Parra agarramos la guitarra de palo y perdimos -por 10 minutos o por cuatro horas o para toda la vida- la vergüenza de cantar, a muchos de nosotros leer a Cecilia Vicuña nos ayudó a perder la vergüenza de escribir. No creo que sea demasiado tarde para darle las gracias.
Esta columna fue publicada originalmente en El periódico de España