Fotos: Télam
A lo largo de los años, Hebe -la existencia intensa de Hebe y su interpelación ininterrumpida a los asuntos comunes- no dejó de recordarnos que la democracia recuperada es, también, un “documento de barbarie”. Nos recordó la verdad, incandescente y a la vez negada, de que “toda sociedad reposa sobre un crimen cometido en común”; que para consolidarse en sus rutinas la sociedad-democrática-y-en-paz presupone un olvido.
En el comienzo de la llamada “transición”, Hebe fue portadora de una memoria incómoda para el pacto de la vida en sociedad, para el delicado equilibrio de negociación entre las partes, armisticio ideológico, confianza en el porvenir, promesa de progreso y “anulación del pasado” a la que la obra política parecía destinada. Esa incomodidad fue durante mucho tiempo su mayor contribución democrática y su herencia. La incomodidad de su herencia.
Frente a las embestidas negacionistas, Hebe fue portadora de un principio impolítico, no-político, pre-político, anterior al “crimen” que instituye la sociedad humana: el antiguo principio que prohíbe matar. Pero el que su vida encarnó es un no-matar imposible, diferente del que ordena el pacto: aquel remite a un no-matar anterior al asesinato (“nuestros hijos viven”, he aquí el germen de la “locura”), el que prescribe el pacto es un no-matar que sobreviene en el espacio abierto por el asesinato consumado. Por eso, su intransigencia radical (no a la remuneración económica, “asco” por los arrepentimientos, no a la investigación de restos óseos…) expresa el núcleo sin tiempo de lo que no es posible dejar atrás: la muerte de los hijos -esa muerte, que no es exactamente una muerte- no es posible y convierte en ficciones macabras la remuneración, la investigación, el arrepentimiento -y tal vez, en el límite, también el castigo puramente jurídico-.
Mendiga que no dejó de golpear la puerta en los momentos amnésicos de la “fiesta democrática” para no aceptar ninguna dádiva, con su existencia, con su incorrección, con su cuerpo -y a veces quizá más allá de sus propias palabras-, Hebe mantuvo bien visible la verdad de la que pende la sociedad humana, su lugar sacrificial, su insoportable secreto. Y de ese modo impidió que el negacionismo prospere. Pero a la impresionante vitalidad de su acción pública no le debemos solo ni principalmente la memoria de una verdad contundente y negada al mismo tiempo. Le debemos sobre todo lo que fue capaz de hacer con ella: convertirla en horizonte político y en lucha democrática.
En una muy citada página de su obra, Walter Benjamin se detiene en un dibujo de Paul Klee, que desde entonces se conoce como “el ángel de la historia” (1). El legado de Hebe no propone al ángel plegar las alas, aunque la brisa siga soplando desde el fondo del Tiempo (toda sociedad, sin embargo, tiene ángeles sin alas que la política no puede transformar en su propia sustancia). Diferente del melancólico ángel de la historia, hay también un ángel de la barricada que se nutre de “la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los nietos liberados” y abreva en el “discontinuum” de la historia de los oprimidos. No tiene su rostro vuelto hacia el pasado, ni las alas desplegadas por la tempestad del progreso, ni la expresión desencajada por la ruina y por la muerte que se acumulan a sus pies. El ángel de la barricada rehúye toda “melancolía de izquierda”; revoca las soledades que la adversidad destina a los rebeldes y establece una comunidad ubicua entre los vivos y los muertos.
La página de Benjamin podría ser reescrita para dar lugar al ángel de la barricada, que Hebe más que nadie liberó en la sociedad argentina: Hay un cuadro de Paul Klee que se llama Engelshut. En él está representado un ángel que se despliega en la historia y el porvenir, un ángel de invención y de memoria, un ángel multitud que camina de manera tranquila y firme sin que nos sea dado sabe hacia dónde. Un ángel que asiste a los que no se cansaron. No está desencajado sino multiplicado. No mira hacia el pasado ni hacia el futuro sino en torno, hacia donde estás, como si buscara compañeros y compañeras, y con ellos y ellas comenzar siempre de nuevo. Son los rostros del pasado en el corazón del presente, vueltos hacia los que continúan la obra emancipatoria que retoña una y otra vez para romper la piedra. Tiene las alas desplegadas como si quisiera con ellas dar cobijo de las generaciones e impulsarlas otra vez a la acción. El ángel de la barricada debe tener ese aspecto…
Sin resignación, la rebelión reemprende su obra sin cálculo una y otra vez, cuanto menos para que los hombres y mujeres del porvenir no carezcan de una memoria a la que recurrir en momentos de adversidad, ni se hallen condenados a vivir y resistir sin “esperanza en el pasado” -expresión paradójica que puede tal vez significar: no solo pensar el pasado sino sobre todo dejarnos pensar por él-. Y alojar en el trabajo político la potencia imprevisible de su anacronía -pues “los muertos no se quedan nunca donde los enterraron”, como le fue revelado a John Berger por la madre muerta en el relato que narra un conmovedor encuentro en Lisboa (2)-, abiertos a la acción de una memoria involuntaria común que, en “momentos de peligro”, desencadena en el “cerebro de los vivos” el cúmulo inmemorial de las luchas sociales atesoradas por la historia.
Además de dejarnos en custodia el ángel de la barricada y de recordarnos también ella que los muertos se mueven y nunca permanecen donde fueron enterrados, desde el día de su muerte Hebe abona para siempre las luchas democráticas del porvenir con una esperanza en el pasado -con una esperanza en el enigma claro de su vida.
Notas al pie
- “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad” (Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia).
- Berger imagina allí el encuentro en Lisboa con su madre muerta hacía quince años: “Hay algo que no debes olvidar John. Olvidas demasiadas cosas. Lo que debes saber es que los muertos no se quedan donde los enterraron… Si quieres averiguar algo que no te haya contado, dijo, o algo que hayas olvidado, este es el momento y el lugar para preguntarme” (John Berger, “Lisboa”, en Aquí nos vemos, Alfaguara, Buenos Aires, 2006, pp. 11-12).