Ensayo

Argentina campeón


El fútbol se lo debía a su Dios

Messi acaricia y besa la copa. Esa misma que en 2014 miró a los ojos y le prometió que habría revancha. La levanta, ríe y festeja con ese equipo que acaba de bordarle una estrella más a la celeste y blanca. Y nosotros lloramos: lágrimas de felicidad pero también de angustia por tantos años de injusticias. De finales robadas, piernas cortadas y copas esquivas; de voces que acusaban de apátrida al mejor de los nuestros. Hoy el fútbol, ese deporte imposible de domar, es un poco más justo.

Fotos: Télam.

Primero hay que saber sufrir, dice el tango, y eso somos: tango. Hipérbole permanente entre el amor y la desesperación. Primero hay que saber sufrir, dice el tango, y en este Mundial supimos sufrir para después amar y partir con la copa en las manos de nuestro capitán. 

Lloro mientras escribo estas líneas, lloro como lloré con el gol de Di María: esa jugada a un toque que terminó besando la red después de una pincelada mágica del pibe que tiene la cruz en la espalda. El dolor de las lesiones permanentes, pero la redención de aquel que sabe que cuando se presenta la oportunidad hay que darlo todo. Todo bien hizo Di María en la mejor final de la historia de los mundiales. Dramática. Argentina.

Lloro mientras escribo estas líneas, lloro como lloré en el Obelisco junto a Vicky, mi hija, mientras las trompetas entonaban nuestro himno: Muchaaaachos, ahora nos volvimos a ilusionar. Abrazados lloramos los dos, también, cuando Montiel empujó la pelota al gol en ese penal agónico. Redención una vez más: la mano fortuita (maldita) que le dio el penal del empate definitivo a Francia fue del mismo hombre que se vistió de héroe para la gloria.

Lloro ahora como lloré hace 36 años, en la puerta de una casa de un barrio obrero de Mar del Plata. Con un gorro de lana celeste y blanco, tejido por mi bisabuela. Un gorro de lana que cubría la gorra de nylon del tratamiento para piojos. Lloro como en ese momento junto a mi hermana Lourdes, que golpeaba una pizzera con la cuchara con la que mamá revolvía las salsas. Lloro como lloraste vos, seguramente. Como lloraba el Dibu mientras abrazaba a Messi y le decía gracias. Lloro como en la corrida memorable de Di Maria haciéndole un corazón a la cámara con los dedos. Lloro. Sí. Lloro porque ahora tocan lágrimas de felicidad eterna. Lágrimas de gloria, la misma por la que juramos morir mientras Lali entonaba las últimas estrofas del himno nacional. Lágrimas como las que Messi, Otamendi y Di María soltaron en cada momento de derrota.

Porque ellos sí saben sufrir para después gozar y partir a casa con la copa entre las manos. Lloro y en ese llanto lo que hay es felicidad, pero también la angustia de tanto tiempo de injusticias. De voces que le cayeron al mejor de todos señalándolo como un apátrida incapaz de llevarnos a la victoria. Y él es tan grande que siguió intentando y hoy no llora. Se ríe. Como un chico. Acaricia y besa la copa, la misma que en 2014 miró a los ojos y le prometió que habría revancha. Acaricia, Messi, y besa la copa que solo pueden levantar los campeones del mundo. Así como la levantaron Diego y los héroes del 86 esa copa que nos marcó a todos. La segunda, pero para muchos la primera que valía la pena ser festejada. Sin manchas. 

Hoy, él, nuestro capitán, el hombre que de pibe  hizo puchero sentado en un banco de suplentes, espectador directo de la derrota en Alemania 2006, levanta la copa y mira al cielo. A su abuela, al Diego también, seguramente… y se ríe.

Lloramos todos como llora Scaloni cuando la gloria ya le es propia. Ese pibe de Pujato, señalado por no tener pergaminos para dirigir a esta Selección, le borda una estrella más a la camiseta celeste y blanca. Llorá Scaloni como lloró Aimar en el banco, ahogado por la angustia cuando parecía que las cosas no salían. Lloran, porque llorar los hace más nuestros. Más cercanos a los que hoy pateamos el asfalto embanderados.

Primero hay que saber sufrir, dice el tango y hoy en cada casa de la Argentina toda supimos hacerlo. Algunos habrán dejado de creer en algún destello de temor, otros creímos siempre. No era posible que se nos escapara. No. Tampoco era justo. Pero el fútbol no sabe de justicia, ni de merecimiento. Este Mundial tenía que ser nuestro porque el fútbol se lo debía a su dios. El mundo entero lo deseaba y así fue.

Hoy el fútbol, ese deporte imposible de domar, es un poco más justo.

Mañana iremos a Ezeiza para seguir en este sueño. Pasado mañana empezará una nueva ilusión. Porque ahora queremos la cuarta.

PD para Diego: ahora sí, podés descansar en paz.