El 9 de febrero pasado, el gobierno de Daniel Ortega envió hacia los Estados Unidos a 222 presxs políticos. Lo anunció en un acto. Explicó de manera pedagógica y cancina las razones de la “deportación”. Rosario Murillo, la vice, lo observaba. Ortega se dirigió a ella como copresidenta y le pidió a un funcionario que realizara una modificación constitucional para incorporar esa figura. El funcionario rió. Asintió.
El viejo guerrillero, con grandes dosis de astucia, manda en vivo, ordena cambiar la constitución sin mediaciones. En ese acto, como en tantos otros, construyó una escenografía del poder donde él y su esposa Rosario se encuentran en el centro del sistema solar sandinista y estatal. Altos mandos, funcionarios, dirigentes sólo apuntan la mirada hacia ellos. Las banderas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) comparten el atrio con banderas nacionales. Está claro, Nicaragua es el FSLN o, por lo menos, eso pretende Ortega desde su arribo al poder en 2006. El sandinismo se fue apropiando de las instituciones y también del atrio oficial. Los 78 años le pesan al presidente pero logra administrar el tiempo de su biología corporal con el cronos de la explicación política. Sus pausas lingüísticas son las pausas que coloca su poder. Poner vidas en pausa. Retirarlas del juego.
—Por qué no le decimos a este embajador (al de Estados Unidos) que se lleve a todos esos terroristas.
Ortega describe una conversación con Murillo. De entrecasa. Así comienza a reafirmar la condición de terroristas de los y las disidentes. Pese a que el discurso presidencial indica que no existió acuerdo con Estados Unidos, esta posibilidad parece alejada de la realidad. Esta era una de las condiciones planteadas por ese país del Norte y la Unión Europea para levantar sanciones y críticas internacionales. Ortega ha mantenido con Estados Unidos una relación pragmática. Su olfato lo lleva a negociar, hacer cálculos y “sacar de juego” a líderes opositores que podrían presentarse a las próximas elecciones. Contentar a Estados Unidos y quedarse sin opositores y opositoras. “Ahora salieron los golpistas, los mercenarios, respiramos paz”, dijo.
Para Estados Unidos fue un “paso constructivo”, para Ortega también. El sistema solar sandinista, por ahora, queda alineado. Entre las y los “deportados” se encuentran Dora Téllez (la Comandante Dos de la Revolución), Lesther Alemán (dirigente universitario), Juan Sebastian Chamorro (aspirante a la presidencia), Cristiana Chamorro (periodista), Hugo Tinoco (ex vicecanciller del gobierno sandinista), el sociólogo Oscar René Vargas y Medardo Mairena (dirigente campesino), entre otros y otras.
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Una semana después de la deportación a Estados Unidos, 94 personas son declaradas traidoras a la patria, se les retira la nacionalidad, se les niega “de por vida” participar en cargos públicos y se les confiscan sus bienes.
“Ordénese la pérdida de la nacionalidad nicaragüense de todos los acusados”, indica la decisión del Ministerio Público. Entre ellxs, la escritora Gioconda Belli, la presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CNDH) Vilma Nuñez, el escritor Sergio Ramirez, la escritora Sofía Montenegro, el periodista Carlos Chamorro, ex comandantes del FSLN Luis Carrión y Monica Baltodano, ex miembro de la Corte Suprema de Justicia Rafael Solís, diputados disidentes. Lo mismo sucede con las y los 220 que arriban a Estados Unidos. Entre la justicia nicaragüense y la Asamblea Nacional despojan de nacionalidad a 314 personas. El parlamento, en tiempo récord, cambia las condiciones de la nacionalidad nicaragüense (modifica el artículo 21 promulgando que todo traidor a la patria pierde la nacionalidad).
“Te vas de Nicaragua con pasaporte del país y cuando llegas a Estados Unidos ya no vale. Te convertís en un apátrida”, me dice una pariente de un “deportado”. Ortega muestra todo su poder institucional, moviliza recursos, lo hace a cielo abierto, legitimando “institucionalmente” sus decisiones. La socióloga Elvira Cuadra, quien también fue despojada de la nacionalidad, analiza el orteguismo como el constructor de un “estado policial institucionalizado”. Un gobierno que, según la socióloga, “necesitaba cerrar 2018 y entrar en un nuevo período de normalidad”. Esta “normalidad” es lo que Daniel Ortega llama paz. Donde la consecución de la paz se sostiene en prohibirles de por vida participar en un cargo público y sacarles la nacionalidad. Una paz demasiado cruel y costosa. Una paz de ensañamiento. Como si el poder dijese: “Los y las libero pero los daño simbólica, cultural y económicamente”.
El parlamento, en tiempo récord, cambió las condiciones de la nacionalidad nicaragüense.
La decisión del orteguismo de despojar de la nacionalidad, no solo es violentar un derecho humano, una identidad asumida, sino es dañar ese territorio simbólico que ancla a hombres y mujeres en algún lugar. Volverlos y volverlas apátridas. Busca pausar vidas colocándolas en un limbo. La nacionalidad es esa conversación vital, compleja y sinuosa que nosotros y nosotras mantenemos con nuestros muertos y muertas. Es un diálogo entre las experiencias presentes, los legados y las narraciones que elabora una sociedad. Es un lugar identitario que no puede vulnerar una decisión estatal, una emocionalidad comunitaria. Entre otras cosas, la nacionalidad es una creencia, una ligazón, una de las tantas coordenadas vitales. Un gobierno coyuntural no puede “vaciar” de identidad a las personas. Al dolor del destierro, al modo de una gran tragedia griega, se agrega la “privación” de una nación y sus derechos. Más allá de la condición política, sexual, cultural de quien lo padezca, no deja de ser un acto cruel que pone en pausa los lazos, las historias, las biografías. Estar sin nacionalidad es como estar en un limbo.
El orteguismo, en nombre de la paz, se saca de encima a los y las opositoras. Desterrar autoritariamente el símbolo nacional de ciertos ciudadanos y ciudadanas es sacarles una habitación simbólica y experiencial. No hay techo para ustedes, no hay lugar para terroristas, dice Ortega. Este hecho no solo funcionará para el presente sino como una acción que se proyecta hacia el futuro de otras disidencias. Mientras Ortega juega su propio TEG con quienes considera terroristas, mercenarias y mercenarios, la socióloga Elvira Cuadra define esta medida como un intento de “anular la competencia electoral futura y sacarse de encima una carga muy pesada para el presente del régimen”.
El orteguismo ajustó cuentas con los y las disidentes y también con quienes tuvieron y tenían puestos importantes en el régimen. Así comienza, con este ataque a los derechos humanos de más de 300 personas, un rediseño nuevo del poder que mira hacia el futuro, reflexiona sobre el gobierno de lo social (cada vez con mayor malestar) y pone sus ojos en la próxima contienda presidencial de 2026. Humberto Ortega, hermano de Daniel y ex Jefe del Ejército, distanciado hace algunos años, plantea que ahora solo queda pensar en las próximas elecciones.
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Hace algunos años, de manera irónica, un analista político nicaragüense me dijo, “de tanto perseguir a los Somoza terminamos pegados a esa familia. Los encontramos y nos quedamos con ellos”. Los Somoza tuvieron un final trágico, el primero “Tacho”, el fundador de la dinastía presidencial autoritaria, fue asesinado en León en 1956. Había instalado varias frases, una que todavía recuerdan en Managua es la política de las tres P: “plata para los amigos, palos para los indiferentes y plomo para los enemigos”. Su hijo Luis Somoza Debayle muere en 1965 de un infarto. Tenía 45 años. Anastasio Somoza Debayle, el hermano de Luis y último miembro de la dinastía en el poder, es asesinado en Paraguay en 1980. La revolución sandinista había triunfado un año antes.
Hacer una revolución y perseguir a los enemigos se instaló desde el primer momento. Son esas huellas imperceptibles de un régimen que con el tiempo van emergiendo. Le otorgan una marca de origen, una memoria operativa en el conflicto político a la cual siempre se puede volver.
Vilma Nuñez, quien fue sandinista y vicepresidenta de la Corte Suprema de Justicia y hoy es la presidenta del CNDH había comentado en 2021 que “Durante los años ochenta no supimos ver bien lo que se venía gestando. Creímos en gran medida que nos enfrentábamos a un enemigo invasor (EE.UU.) y eso hacía que se justificaran muchas cosas”.
Gioconda Belli —que aceptó la nacionalidad chilena y rompió su pasaporte nicaragüense en televisión— plantea que la otra gran huella que marca a Daniel Ortega, es la derrota electoral de 1990, lo que impulsa su empecinamiento por acceder y mantenerse en el poder. Esa actitud es lo que el escritor y cofundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional, Oscar Vargas Escobar, denomina Poder o Muerte. Ortega y el sandinismo no se ven fuera del poder. Es el único ecosistema que ven posible. El acuerdo entre Daniel Ortega y Arnoldo Alemán (Partido Liberal Constitucionalista) en 1998 le permitió al orteguismo readministrar su plataforma para el dominio político. Esta fórmula no es nueva. Ya en los años 50, como era difícil destronar a Tacho, liberales y conservadores hicieron un acuerdo, llamado el “Pacto de los Generales”. Ortega pactó con las derechas y con varios empresarios del Consejo Superior de la Empresa Privada. Fue astuto para consolidar y diseñar su poder. Pero el poder tiene sus sorpresas y 2018 trajo grandes manifestaciones antigubernamentales.
El orteguismo ajustó cuentas con los y las disidentes y también con quienes tuvieron y tenían puestos importantes en el régimen.
En 2007 el orteguismo llegó al poder. Construyó un acuerdo con el Obispo Obando y parte de este apoyo significo la penalización del aborto en todas sus variantes. El gobierno de Nicaragua se propuso como gobierno socialista, solidario y cristiano. Esto lo llevo a acordar con la cúpula católica pero dio lugar con el término cristiano a representar al pentecostalismo que había crecido a partir de los años 80. Daniel Ortega se transformó en un líder envolvente (atrápalo y controla todo). Fue diseñando una gobernabilidad y dominio más sofisticados que los gobiernos anteriores. Fue ocupando todas las instituciones (justicia, parlamento, etc.), la cuales hoy respaldan y legitiman sus decisiones.
Desde 2007 Ortega fue cerrando y controlando el sistema político y clausurando los espacios para las disidencias políticas, culturales y sexuales. Obstaculizó las sociabilidades democráticas. Solo en 2022 les canceló la personería jurídica a más de 3000 ONGs.
La otra marca que se produce en el liderazgo de Ortega es 2018. La recomendación del FMI de sanear la deuda del Instituto de Seguridad Social (ISP) para no comprometer reservas provocó manifestaciones. El inicial apoyo de los grandes grupos empresariales (Consejo Superior de la Empresa Privada/COSEP) y la adhesión de los sindicatos sandinistas no alcanzaron para impedir la protesta social. Luego de la presentación oficial de la reforma del ISP por parte del gobierno, el COSEP terminó de oponerse a la misma, como también lo hicieron pequeñas y medianas empresas y empleados que no habían participado de las negociaciones ni de las decisiones sindicales. Esa trama de ayudas estatales y cierto crecimiento económico no relativizaron el malestar democrático ni cambiaron la geometría del trabajo informal. La represión a las manifestaciones provocaron más de 300 muertos y desazón entre los y las jóvenes, quienes después de dicha crisis, comenzaron a emigrar o a desconectarse de la vida pública y electoral. Los grandes índices de ausentismo electoral dan cuenta de esto.
Las protestas de 2018, sobre todo estudiantiles, le ganaron la calle al sandinismo, una situación novedosa para esta fuerza política que hasta ese momento pensaba que la juventud los apoyaba.
En los años posteriores, según el Banco Mundial, la economía, a mitad del 2022, crecía un 5%. Pero pese a esto, a las remesas y la rentabilidad de algunos sectores no se reactivaron aquellos emprendimientos que generan mano de obra intensiva. La continuidad de los subsidios para sectores populares y la reducción de la pobreza no contrarrestaron de manera significativa la población informal (el 70% se encuentra subempleada) de la que los y las jóvenes que cargan con las mayores vulnerabilidades. Nicaragua se encuentra entre los países más pobres de la región.
El miedo por otro 2018 impulsó al orteguismo a fortalecer la capacidad punitiva del Estado frente a los opositores y opositoras. Ganó terreno y amplió la legislación represiva. Entre 2020 y 2021 se votaron leyes donde cualquier ciudadano podía ser condenado por traidor a la patria. La Asamblea Nacional y el poder judicial se convirtieron en los avales para el ataque a los derechos humanos y civiles.
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En estas últimas semanas, el gobierno busca darle fin al ciclo 2018-2023 proponiendo un nuevo escenario sin opositores ni opositoras con capacidad de disputa. Estados Unidos —quien no ha roto con Nicaragua, ya que valora su contención migratoria y la ausencia de pandillas en su territorio, además ser un gran importador de sus recursos naturales y materias primas—, se posiciona en otro lugar para avanzar en futuros acuerdos con el país centroamericano. Puede mostrar que Ortega y Murillo se han sensibilizado con sus reclamos. La Unión Europea también valora el gesto de la “liberación” y, como Estados Unidos, observa esto como una política de pasos, como una gastronomía gourmet. Creen que tarde o temprano el orteguismo caerá. Por ahora no le otorgan ningún beneficio a la contingencia.
Desde 2007 Ortega fue cerrando y controlando el sistema político y clausurando los espacios para las disidencias.
Gustavo Petro indicó que lo que sucede en Nicaragua “no es democracia” y la cancillería de su gobierno criticó la vulneración del derecho a la nacionalidad. Gabriel Boric, el presidente chileno, tuiteó que “no sabe el Dictador que la patria se lleva en el corazón”. Tanto Chile como Argentina ofrecieron la nacionalidad para aquellos y aquellas que deseen solicitarla. México fue más cauto, si bien ofreció asilo y criticó el decreto que deja sin nacionalidad a los y las disidentes no condenó al régimen de Ortega y Murillo. Pese a los diversos alineamientos de las cancillerías, Nicaragua tiene pocos socios, como Venezuela y Cuba, en la región.
Ortega y Murillo siguen ahí. Con una jugada planteada que en lo inmediato los beneficia. Que de manera autoritaria avanzan sobre derechos humanos pero que se gana un guiño (insuficiente, pero guiño al fin) de Estados Unidos y de la Unión Europea. Existe, sin embargo, un malestar circulante entre los y las jóvenes, entre aquellos y aquellas que no participan de las elecciones, que se sienten agraviados porque atacan a instituciones católicas, porque tienen miedo de terminar presos o desposeídos de nacionalidad. Eso también está ahí. Como Ortega y Murillo.
El tiempo, las acciones sociales y la administración del poder presentarán una respuesta, por ahora borrosa, de hasta cuándo se sostiene un ejercicio del poder autoritario, policial y nada respetuoso de los derechos humanos. A veces el sistema político solar colapsa o toma otros rumbos. Lo que está claro es que la constelación orteguista busca generar propia dinastía.