Ensayo

Crisis, inseguridad y cobertura mediática


El miedo necesita más miedo

Hoy el matinal parece noticiero y el noticiero no es tan distinto del matinal. La programación, con música de suspenso y “especialistas” de todo orden nos envían un solo mensaje: estamos y estaremos amenazados. El miedo es el mensaje. Así como la farándula lo hacía antes, defiende Jorge Saavedra, hoy la estética y gramática de la inseguridad contamina a los medios no solo en sus contenidos, sino en las maneras en que transita la realidad social, sus problemas y soluciones.

En un mundo cargado de estímulos, ¿qué nos puede hacer mantener la atención? Salvar la propia vida; actualizarnos ante las nuevas amenazas que se nos ciernen y copar nuestros sentidos con dicha alerta; saber que en cualquier momento nos puede tocar y que nuestros seres queridos enfrentan un riesgo inminente.

Así como hace años la farándula campeaba en los medios y la mayoría de los tópicos se cubrían desde dicha óptica –la experiencia del “hijo de…” en la prueba de selección universitaria o el avistamiento de un meteorito comentado por una ex chica reality, entre otros–, hoy mucho de lo que vemos viene en formato de un miedo que anhela espectadores al borde del asiento. Y, tal como la farándula lo hiciera antaño, dicha estética y gramática contamina a los medios no solamente en sus contenidos, sino en las maneras en que transita la realidad social, sus problemas y soluciones.

Hace un año, en pleno contexto de la campaña por la votación de la Nueva Constitución –en la que ganó por amplia mayoría la opción Rechazo–, una amiga periodista visitó Chile para grabar un documental. Ella, profesora de una universidad en Qatar y hasta hace poco periodista de la señal Al Jazeera con base en Londres, comentaba sorprendida que el país que los medios de comunicación pintaban era el de un Chile al borde del abismo. La grandilocuencia de la narración periodística se plasmaba en portadas de diarios y titulares de televisión y radio que abordaban la contingencia bajo rótulos de crisis, escándalo, precipicio, término de ciclo, cataclismo económico en ciernes y derrumbes institucionales. Por qué referirse así a lo que se estaba viviendo, preguntaba, cuando en un contexto global nada de lo que proponía dicha constitución lucía demasiado llamativo. “En Chile parece que se estuviera acabando el mundo”, agregaba.

Su apreciación me hizo recordar una simple consulta que hacía a familiares y amistades cuando viví en el extranjero, hace no mucho. “¿Cómo están las cosas por allá?”. Los más jóvenes respondían: “Igual nomás, compa”. Los mayores, quienes pasaban buena parte de sus días con el televisor prendido, opinaban diferente. Sus respuestas eran: "Mal, pucha, robos a cada rato, asaltos en todas partes, etc.". Al sondear si habían sufrido algún atraco, me decían que no; cuando consultaba si alguien de la familia había sido asaltado, la réplica era la misma. ¿A alguna conocida o conocido le ha pasado algo? “No”, indicaban. "¿Entonces?", volvía a interrogar. "Bueno, pero si es cosa de ver las noticias todos los días nomás”, enunciaban para luego mencionar alguna cobertura de la tele que ejemplificara la magnitud de lo reseñado. 

Así como hace años la farándula campeaba en los medios y la mayoría de los tópicos se cubrían desde dicha óptica –la experiencia del “hijo de…” en la prueba de selección universitaria o el avistamiento de un meteorito comentado por una ex chica reality, entre otros–, hoy mucho de lo que vemos viene en formato de un miedo que anhela espectadores al borde del asiento.

Al regresar a Chile, en marzo de 2022, tal impresión se me hizo muy clara ante los programas matinales de los principales canales del país. Inmigrantes “invadiendo” nuestras ciudades, “motochorros” sin contemplación cartereando gente, “maras ya operando en el país”; “venezolanos baleando”, “prestamistas colombianos” que cobran o matan sin piedad, todo esto con un periodista in situ que, micrófono en mano, recorría pasajes en busca de testimonios. Todos los días, y por varias horas, dichos matinales construían un marco donde su producto estrella, la realidad, se tensaba para cautivar audiencias, echando mano a amenazas cada vez más angustiantes. 

Es que el miedo necesita más miedo…y también medios que, en la economía política de su existencia, profitan de esta vaca que se exprime en una secuencia que vincula rating, morbo, atención y tensión con… dinero. Porque el miedo vende y en el Chile actual se transa al alza. Por algo el matinal parece noticiero y el noticiero no es tan distinto del matinal. En ese difuso límite habita nuestra televisión 24/7, en una especie de Teletón del miedo cuyos highlights son historias delictuales en base a casos terribles. Todo esto mediado con música de suspenso y “especialistas” de todo orden que, por horas y días, nos envían un mensaje: estamos amenazados hoy y mañana, estamos amenazados en el colegio, a la vuelta de la esquina, en nuestras casas e incluso en nuestros teléfonos móviles. Infancia en la escuela, tercera edad pagándose en el IPS, adultos manejando un auto, deportistas en las calles, viajeros en el extranjero, todas y todos estamos amenazados.

Este espectáculo, por cierto, tiene pausas. Son las del spot de la AFP más conveniente, del sistema de alarmas que previene robos, del supermercado favorito de Chile, de la farmacia que rebaja sus productos los jueves, o de la tienda que trae la última moda de Europa. En la televisión chilena, la tranquilidad y la felicidad sólo aparece en la publicidad que oferta promociones y escapes. Y qué duda cabe, para la industria televisiva, el “gentil auspicio de…” es una buena noticia. Lo que no está mal, desde esa lógica. Pero esa lógica alimenta el espectáculo delictual donde los “malos” son pobres, inmigrantes o personas que “eligieron” la carrera delictiva y que ameritan la instauración de un estado cada vez más policial; y donde ser feliz implica comprar algo. ¿Mayores cambios estructurales en pos de mayor equidad y democracia? Por supuesto que no. 

Su apreciación me hizo recordar una simple consulta que hacía a familiares y amistades cuando viví en el extranjero, hace no mucho. “¿Cómo están las cosas por allá?”. Los más jóvenes respondían: “Igual nomás, compa”. Los mayores, quienes pasaban buena parte de sus días con el televisor prendido, opinaban diferente. Sus respuestas eran: "Mal, pucha, robos a cada rato, asaltos en todas partes, etc.".

Así, la estrategia del miedo, esa que se ha ocupado históricamente en campañas políticas por parte de los sectores políticos más conservadores del país, hoy opera como el “desde” en el Chile mediático de 2023. Alimenta a medios que, como toda empresa privada, necesitan recursos para existir y productos que vender para subsistir. Pero el problema es que los medios no son cualquier empresa. Venden, por un lado, consumidores a los avisadores. Ofertan, por el otro, lo que atraiga a más consumidores: la realidad de un mundo en llamas. Desde ese miedo 24/7, se prospecta la solución mágica de una “mano dura” que resuelva ya los problemas de un país a punto de colapsar. ¡Pero ya! Algo así como un estado de excepción urgente y permanente que, habida cuenta de la realidad, aparece no como la posición de un sector político, sino como algo solicitado por las mismas audiencias. Una cosa de sentido común, la única chance real. Es lo que llaman hegemonía y, en ella, los medios tienen un rol central. 

Tal panorama nos permite preguntar si un país con anhelo democrático puede seguir manteniendo incólume un sistema de medios dominado por a) una propiedad en pocas manos; b) pocas manos que son ideológicamente afines; c) y donde tales manos juegan en una cancha rayada casi exclusivamente por el mercado. La respuesta es que no debe, si se han de reconocer los derechos comunicacionales de su ciudadanía como fundamentales para la democracia, y ni hablar de la salud mental de sus audiencias. Digo “si se han de…” con franca desesperanza antes que ironía. Y es que, en el Chile de hoy, la lógica de más ciudadanía y más democracia –incluida la comunicacional– aparece como obstáculo antes que solución, como esas licencias que “como sociedad no nos podemos dar”, una anacronía impropia a las soluciones inmediatas y, en el caso de la democracia comunicacional, como una “amenaza a las libertades”.