Crédito de la fotografía: Daniel Mordzinski
I. Noviembre, 1973
Morelia Merino llega a primera hora al cuartel de la Policía de Investigaciones, recinto de tres pisos con gruesas paredes de hormigón que domina la esquina de calles Angol y Los Carrera, en Concepción.
Es un edificio icónico de la policía civil pero desde el golpe de Estado enfrenta una situación vergonzosa para los detectives. La unidad fue intervenida por Carabineros, la institución con la que la Policía de Investigaciones ha rivalizado desde siempre en operativos, indagaciones y detenciones.
Al alba del 11 de septiembre, un contingente de carabineros fuertemente armados copa el cuartel policial y apresan a los detectives. Los esposan y meten a un bus para llevarlos a la isla Quiriquina. Se busca sofocar cualquier posible apoyo al gobierno de Salvador Allende y detectar a policías afines a la Unidad Popular. La inteligencia militar sospecha que algunos funcionarios son cercanos o militan en partidos de izquierda.
Después de algunos días de reclusión, los detectives son liberados y vuelven al cuartel como si nada hubiese pasado.
En noviembre, la unidad penquista sigue tutelada por Carabineros, remitiendo la labor de los detectives a custodiar detenidos. A cada reo se le anota su nombre en un registro, se le revisa superficialmente y se le recluye en un improvisado calabozo en el primer piso (antes sala de reuniones).
Aunque se busca generar una sensación de normalidad siguen los controles, allanamientos, detenciones, asesinatos y desapariciones contra opositores al régimen recién instalado.
Hasta ese cuartel intervenido, en esa ciudad que supura una falsa normalidad, Morelia Merino llega temprano con comida, artículos de aseo y ropa de abrigo. No es la primera vez que la mujer -que frisa los 60 años- está en la guardia de la Policía de Investigaciones. Ahí estuvo para confirmar el arresto del amigo de su hijo y para enviarle una primera remesa de ayuda. No logra verlo aún, pero ella es el nexo del detenido con el exterior.
El detective de la guardia le pregunta a quién busca. Tal como sucedió antes, ella explica que quiere saber sobre un preso, que lo arrestaron en el control policial en Chaimávida (a la salida de Concepción) cuando iba a visitar a unos parientes en Los Ángeles, que llegó días antes del Golpe después de vivir en México, que nada sabía lo que pasaba en Chile y que ese día olvidó llevar su identificación.
Sin mirarla, el funcionario le pregunta con voz severa:
-¿Nombre del detenido?
La mujer responde:
- Roberto Bolaño.
II. Fines de agosto de 1973
Fernando Fernández Merino, de 22 años, estudia Pedagogía en la Universidad de Concepción. Hace un lustro llegó desde Los Ángeles con sus padres a la capital penquista, a una amplia casa en calle Pelantaro, entre Maipú y Freire, un barrio de clase media cerca del Regimiento Chacabuco.
Como muchos universitarios de esa época, a Fernández lo entusiasman las palabras del líder del MIR, Miguel Enríquez, que llama a asumir un compromiso político activo. Hay efervescencia social, profunda polarización.
Pero lo cierto es que a Fernández más le importa terminar su carrera y salir con su novia. Su personalidad es llamativa; sus modos, elegantes y atildados. Su vestir, impecable.
A fines de agosto, en la casa de la familia Fernández Merino suena el teléfono. Fernando toma el auricular y una voz de mujer le saluda con afecto. Es María Salomé Bolaño, la hermana menor de Roberto. Lo llama desde México. Sin mayores rodeos, le cuenta que su hermano volverá a Chile porque consiguió empleo en la editorial Quimantú. Se trata de un proyecto de los trabajadores de la editorial Zig-Zag que consiguieron que gobierno de Allende estatizara la empresa, iniciando una revolución en el mercado literario al publicar libros a precios muy baratos, llegando con novelas, cuentos y poesía a las familias más pobres.
María Salomé y su mamá Victoria Ávalos seguirán en México, donde viven desde 1968. Pero su hermano, Roberto Bolaño, debiera arribar en los primeros días de septiembre a Valparaíso. Le dice a Fernando que si puede irlo a buscar al desembarcar, que si lo puede hospedar unos días en Concepción mientras termina los trámites para radicarse en la capital.
Roberto y Fernando son amigos desde 1965 cuando los Bolaño Avalos llegan a la población Banco del Estado, en Los Ángeles, conjunto habitacional de clase media formada por una veintena de casas de madera de un piso. En la población contigua –la José Manso de Velasco– viven los Fernández Merino. A los pocos días, Roberto y Fernando se divisaron en el vecindario, iniciando una amistad que se mantendrá, pese al tiempo y la distancia.
Sus personalidades son distintas pero congenian. Fernández es extrovertido e histriónico, Bolaño tímido y observador. Fernández siempre de chaqueta, corbata, pantalón corto y pelo engominado: Bolaño viste desarrapado, siempre con chaqueta de cuero negra, pelo crespo rebelde, anteojos de marco redondo y delgado.
En 1968, Roberto y Fernando apartan rumbos. Fernando se muda a Concepción y a fines de ese año, Roberto y su familia se radican en México. El contacto telefónico y por cartas va menguando con el tiempo.
Pero esa llamada reaviva el cariño cultivado desde ese tiempo adolescente en las calles de la bucólica ciudad de Los Ángeles. Fernández le confirma que estará en Valparaíso para recibirlo.
Y emprende viaje: primero a Santiago, trayecto accidentado por las rutas cortadas debido a la voladura de puentes. Los rumores de un golpe rondan en el ambiente. A fines de julio de 1973, el comandante Roberto Souper sacó los tanques del Regimiento Blindado Nº 2 y apuntó los cañones al Palacio de la Moneda y al Ministerio de Defensa. 22 muertos costó la asonada golpista. El camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen graba el instante en que los sublevados disparan en su contra y lo asesinan. Las imágenes recorren el mundo. Nadie sabría que ese alzamiento sería preámbulo de lo que ocurrirá semanas después.
Roberto Bolaño volverá a Chile porque consiguió empleo en la editorial Quimantú.
Después de hospedarse en un hotel capitalino, sigue a Valparaíso. No hay buses. Debe toma un taxi con otros pasajeros y dividen los gastos. Pasa la noche en un hostal y a las 6 de la mañana en punto, espera que desembarquen los pasajeros del Donizetti, un crucero de lujo que comienza su itinerario en Nápoles, cruza el Mediterráneo y el Atlántico,), atraviesa el Canal de Panamá y hace escalas en los principales puertos del Pacífico hasta su destino final: Valparaíso. Roberto se embarca en Cristóbal, Panamá, después de viajar más de 3 mil 500 kilómetros por tierra desde Ciudad de México.
El destino, la casualidad o lo que fuera se confabulan esa mañana de septiembre de 1973 para que Fernando y Roberto no se encuentren. El primero espera entre el gentío arremolinado en la bajada. Pero los minutos pasan, las personas desembarcan y Roberto no aparece. Fernando supone que hubo cambio de planes a último minuto y que no le avisaron, que tal vez desembarcó antes o que simplemente no subió al Donizetti. No tenía manera de saberlo.
Toma un tren de vuelta a Santiago que, como si fuera poco, a mitad de viaje sufre el desprendimiento de un vagón, al parecer por un sabotaje. Meses después sabrían que ambos iban en el mismo tren pero tampoco se vieron.
Bolaño llega Santiago, a la casa de Jaime Quezada, un poeta de Los Ángeles que vive en la capital para abrirse camino en la literatura. No solo coincidieron con ser de la misma ciudad. En 1970 y 1971, Jaime Quezada vivió con la familia Bolaño en Ciudad de México por una beca de la Sociedad de Escritores de Chile. Quezada relataría, en un artículo publicado en el diario La Tribuna, cuando en la casa de los Bolaño Ávalos se celebró el Premio Nobel de Literatura a Pablo Neruda. Ese día se destapó una botella de vino chileno y se recitaron los poemas más conocidos del vate.
Dos años después, el 11 de septiembre de 1973, no hay algarabía ni vino ni poemas. Roberto estaba con Quezada en Santiago cuando los militares derrocaron a Allende. Hubo balazos. Miedo. Incertidumbre. El violento final de la revolución con aroma a empanadas y vino tinto.
III. Octubre, 1973
Es temprano en la casa de la familia Fernández Merino cuando golpean la puerta en la calle Pelantaro. Fernando sale a abrir sin prisa. Su sorpresa es enorme. La emoción lo desborda. Roberto está ahí, mochila a la espalda, jeans desgastados, pelo largo y ensortijado, un bigotillo, sus lentes de marco redondo y un acento mexicano al hablar. Bolaño, después que el golpe de Estado lo encuentre en Santiago, espera aguas más quietas y viaja a casa de parientes paternos en Mulchén. Semanas después, opta por ir a la casa de su amigo Fernando en Concepción.
Ambos se emocionan. Lágrimas gruesas ruedan espontáneas después de cinco años de distancia. Lo que debió ocurrir en los primeros días de septiembre en el puerto de Valparaíso, sucede esa mañana de octubre en Concepción.
Los militares siguen controlando calles y avenidas y dominan Concepción sin contrapeso. Desde la terraza del segundo piso de la casa de los Fernández, Roberto y Fernando observar al regimiento Chacabuco y su permanente entrar y salir de vehículos militares, los mismos que retornan con detenidos, todos esposados y tirados al suelo, boca abajo, apilados unos encima de otros, muchas veces con su vista vendada.
En esas jornadas lánguidas, Roberto decide volver a ver a sus parientes en Mulchén. La idea es estar unos días y retornar pronto, mientras tramita el retorno a México. En Concepción toma un bus a Los Ángeles para ir a Mulchén. Sin embargo, no lleva más de 15 minutos cuando el bus es parado en el control policial del sector de Chaimávida, a la salida de Concepción.
Dos carabineros con fusiles de guerra abordan el bus. Buscan opositores, desde prófugos hasta supuestos guerrilleros. La inteligencia militar está convencida que Concepción es una zona roja por la fuerte presencia de los partidos de izquierda. Se asegura que hay guerrilleros enviados por Fidel Castro durante el gobierno de la UP para “hacer la revolución”. Castro estuvo en Concepción en noviembre de 1971, como parte de un recorrido de más de tres semanas por todo el país. Miles llegaron a sus concentraciones en la siderúrgica Huachipato y en el Estadio Regional.
El destino, la casualidad o lo que fuera se confabulan esa mañana de septiembre de 1973 para que Fernando y Roberto no se encuentren.
En noviembre de 1973, el panorama es completamente opuesto. En el control de Chaimávida, los carabineros ordenan que todos los pasajeros del bus tengan su identificación a mano, entre ellos, un veinteañero de pelo largo y crespo, lentes redondos, un bigotillo que solo carga una mochila. No tiene ninguna identificación para mostrar. Olvidó su pasaporte. Cuando los uniformados se lo piden, dice no tenerlo. Se delata un acento extranjero en la respuesta. Los policías sospechan enseguida que ese pasajero indocumentado es un guerrillero, quizás esos extranjeros enviados por Castro. Inmediatamente lo apuntan, a culatazos por las costillas lo obligan a bajar del bus. Lo esposan y lo suben a un furgón policial para llevarlo al cuartel de la Policía de Investigaciones en Concepción.
III. Noviembre de 1973
Una brevísima llamada telefónica pone en alerta a los Fernández Merino: Roberto está detenido en el cuartel de la Policía de Investigaciones.
Dos meses después del golpe, la maquinaria represiva está muy aceitada. Los prisioneros son torturados, asesinados o hechos desaparecer. Se habla de una brutalidad extrema, sin parangón.
Los Fernández Merino, que han escuchado hablar de esos horrores, piensan cómo ayudar a Roberto. Fernando no puede ir a verlo. Su cercanía al MIR puede ser demasiado peligrosa.
Por eso quien lo intenta visitar es Morelia Merino.
Al día siguiente está en el cuartel para confirmar la detención del amigo de su hijo y ver qué necesita. Llega tres veces en la guardia de la Policía de Investigaciones. La última, ya con la seguridad que sería liberado, le deja dinero para que vuelva en taxi a su casa de la calle Pelantaro.
En su cautiverio, Roberto se reencuentra con dos compañeros en el Liceo de Hombres de Los Ángeles. Con Renato Czischke y Ruperto Arriagada (después se cambió el nombre a Roberto por las bromas de sus compañeros) compartió el mismo salón de clases por tres años. Czischke y Arriagada son detectives novatos que cumplen su primera asignación en el cuartel policial de Concepción. Arriagada lo reconoce apenas Bolaño baja esposado del vehículo de Carabineros. Lo recuerda bien aunque ahora use un bigotillo y el pelo más largo y arremolinado. La certeza la tiene cuando revisa el nombre en el libro de ingresos: Roberto Bolaño.
Lo llevan a uno de los cinco calabozos individuales del primer piso que tiene un camastro de madera y un excusado. Esas celdas no tienen colchonetas ni frazadas porque se usan solo una noche pero después del golpe, los detenidos llegan a permanecer varias semanas en esos calabozos. Para asearse, deben pedir permiso y sacar agua en un pilón del patio, siempre bajo custodia. El resto del tiempo, una mirilla en la puerta es su contacto con el entorno.
El detective no fue amigo ni cercano a Bolaño. Lo último que supo es que él se marchó a México. Arriagada espera el mejor momento para hablarle, no quiere responder preguntas incómodas por su cercanía con un detenido (el cuartel sigue bajo control de Carabineros).
Al salir los reos al patio, Arriagada se acerca a Roberto y le habla. Se reconocen, se abrazan. Siente el miedo en su ex compañero. Roberto le cuenta que quiso sumarse a la revolución de Allende pero llevaba un par de días cuando los militares se tomaron el poder. Le confiesa su miedo a morir, a ser condenado por un delito que no sabía cuál, a estar recluido quizás por cuánto tiempo. “¡Pero si no hiciste nada, Roberto, no tienes nada de qué preocuparte, tranquilo hombre!”, le dice Arriagada para darle ánimo cuando debe declarar en la Fiscalía Militar.
Pero el detective sabe que no es así. Él mismo sufrió maltratos esa mañana del 11 de septiembre cuando los carabineros intervinieron el cuartel de la Policía de Investigaciones, y lo detienen por sospechas de militar o simpatizar con el Gobierno de la UP. Arriagada es llevado a la base de la Armada en la Isla Quiriquina junto a otra veintena de funcionarios. Días después son liberados sin mayores explicaciones, y vuelven a trabajar.
Roberto estaba con Quezada en Santiago cuando los militares derrocaron a Allende.
En su retorno al cuartel, Arriagada custodia a reclusos que ya no son ni asaltantes, ni monreros ni ebrios escandalosos. Son médicos, abogados y profesores, todos de izquierda, todos simpatizantes de la Unidad Popular. Una treintena de hombres cuyo destino es incierto.
En el cautiverio, Arriagada y Bolaño buscan la manera de mantener las pláticas a diario, siempre con cautela. Incluso, acuerdan una señal de advertencia para evitar que alguien escuche más de la cuenta.
Después de un par de días en la celda individual, Bolaño es llevado al calabozo con los otros detenidos. Estando ahí, se le comunica de su liberación. Al saber que Bolaño saldrá de la cárcel, ambos reúnen por última vez. “Cuando esté mejor en México, te mandaré los pasajes para que vayas a verme”, le dice. Ambos saben que nunca más volverán a verse. Bolaño se marcha esa mañana por la calle fría y vacía. Arriagada sigue cuidando detenidos políticos.
IV. Julio de 2022
Fernando Fernández Merino está en una cafetería del centro de Concepción, justo frente a un ventanal frente a Barros Arana. El estudiante de Pedagogía devino en un agente comercial que ya está retirado de la actividad.
Es la primera vez que habla sobre su desconocida relación con Bolaño, vínculo iniciado en 1965 durante la época adolescente en las calles de la ciudad de Los Ángeles, que se volvió a retomar en las semanas más violentas después del golpe de 1973, que tuvo un fugaz reencuentro en 1998 con el retorno de Roberto al país y que pervivió incluso dos meses antes de la muerte del escritor.
Bolaño menciona a Fernando en varias publicaciones. En todas esas ocasiones es con cariño. En “Recuerdos de Los Ángeles”, publicado en octubre de 2002 en Las Últimas Noticias, lo cita indica: “Y más recuerdos. Una chica llamada Loreto, otra llamada Verónica, las hermanas Saldivia, una cuyo nombre he olvidado pero a la que besé el último día que estuve allí. Los campeonatos de taca-taca. El rostro de mi amigo Fernando Fernández”.
También lo menciona en “Carnet de baile”: “… mi amigo Fernando Fernández, que tenía un año más que yo, veintiuno, pero cuya sangre fría era sin duda equiparable a la imagen ideal del inglés que los chilenos desesperada y vanamente intentaron tener de sí mismos”.
En diciembre de 1998 la referencia es más emotiva. En el diario La Tribuna de Los Ángeles se publica una entrevista –prácticamente desconocida – a Bolaño. El escritor –que está precedido del prestigio al ser galardonado con el premio Herralde por su novela Los Detectives Salvajes – cuenta que se contactó por teléfono con Fernando Fernández. “Éramos amigos desde los 12 años. Él fue quien me llevó comida al último lugar donde estuve detenido en Concepción, en 1973. Me sentí tan emocionado que se me salieron las lágrimas”, rememora.
En el café de centro de Concepción, Fernando Fernández rememora la adolescencia de ambos, recorriendo las calles de Los Ángeles de mediados de los 60, con Roberto anotando todo en una pequeña libreta de apuntes que llevaba siempre en el bolsillo. Nunca vio qué anotaba. A veces lo observó garrapatear dibujos o anotar frases sueltas. Roberto le decía que sería escritor pero Fernando nunca lo tomó muy en serio.
En esos años se jugaba fútbol en el potrero de la avenida, o se pasaban tardes enteras jugando taca-taca o a las escondidas en la plaza España, o viendo las funciones rotativas en el Cine Municipal o el Cine Imperio, o comprando golosinas en El Habanero (el único almacén del barrio), o solo sentándose a observar los atardeceres privilegiados de Los Ángeles. O de recordar los malones en la casa de Roberto, esas fiestas que partían a las 7 de la tarde, con la música de Salvatore Adamo sonando en un tocadiscos, de bailes apretados, de besos furtivos, con Verónica Cortés, con Angelina, Silvana y Rosmarie Saldivia, todas jóvenes, atractivas.
Fernando se daría cuenta que León Bolaño, el padre de Roberto, rara vez estaba en el hogar familiar. León, con cierto parecido a Errol Flynn, era hijo de Ricardo Bolaño Morán y Eugenia Carné. Él fue un guardia civil gallego que cruzó el Atlántico para afincarse en Chile a principios del siglo XX. Ella era hija de catalanes. En Talcahuano, se casaron, se trasladaron a Los Ángeles y tuvieron una numerosa descendencia, entre ellos, León, nacido el 26 de agosto de 1926 en la maternidad del hospital de la ciudad. León Bolaño es camionero pero antes fue un boxeador amateur que aprendió a pelear durante su servicio militar en la Armada, en Talcahuano. Se hizo conocido en Los Angeles cuando en los años 40 fue campeón en la categoría peso pesado.
Bolaño le confiesa su miedo a morir, a ser condenado por un delito que no sabía cuál, a estar recluido quizás por cuánto tiempo.
Si León Bolaño es ausente, quien siempre está presente es Victoria Ávalos o Filia María Victoria Avalos Flores, como ella mismo se lo precisa al oficial del Registro Civil cuando se casa con León en marzo de 1953 (Roberto nacería un mes después). En Los Ángeles, ella fue profesora de estadística en el Instituto Comercial de la ciudad. Nacida el 31 de julio de 1927 en Tacna (cuando esa ciudad era una posesión chilena), sus padres fueron Roberto Neftalí Avalos Martí y Fidelia Amanda Flores Graña. Aunque Roberto asegurara que su abuelo materno fue un coronel destinado a varias plazas del sur “hasta una jubilación temprana y oscura”, la realidad es distinta. Fue un funcionario civil de justicia de bajo rango que mecanografiaba declaraciones, dictámenes y fallos de los tribunales militares. En homenaje a su abuelo paterno, Roberto heredó el nombre.
Fernando recuerda a Luis Felipe Moncada, “el burócrata Moncada”, apodado así por Roberto de manera despectiva. Eran del mismo grupo de adolescentes de la población pero en bandos políticos opuestos. Moncada, oriundo de Mulchén, era de derecha y estudiaba en un colegio privado, en cambio, Roberto, que ya mostraba cercanía por la izquierda, era alumno de un liceo público. Moncada fue abogado, llegando a ser funcionario de alto rango en la dictadura. Con el arribo de la democracia en los ‘90, el “burócrata Moncada” hizo gala de una vasta red de contactos políticos que usó cuando presidió la poderosa Asociación de Industriales Pesqueros (Asipes). En 2016 enfrentó cargos por corrupción por pagos a políticos a cambio de frenar leyes que afectaran a la pesca industrial. Meses después de la muerte de Bolaño, Moncada es contactado por un periodista en sus oficinas en el centro de Concepción. La intención es conocer su relación con el escritor cuando fueron vecinos en Los Angeles. A través de la periodista de Asipes, se solicitó una entrevista con Moncada. Sin embargo, respondería muy lacónicamente, a través de la misma periodista, que no sabía quién era ese tal Bolaño, que eso sería todo y que muchas gracias.
Los ojos de Fernández se tornan vidriosos cuando recuerda la vez que él y su amigo Bolaño tomaron caminos distintos. Fue principios de 1968.
- A mi papá lo trasladaron a Concepción y nos tuvimos que venir para acá. Esa vez Roberto y María Salomé fueron los únicos que estuvieron a las 6,30 para despedirnos en el bus carril que salía de Los Ángeles. Me siguieron hasta que los perdí de vista. Ellos ya estaban en conversaciones para irse a México.
Por eso, cuando en la mañana de octubre de 1973 golpean la puerta de la familia Fernández Merino en Concepción y está Roberto en el umbral, la emoción lo desborda.
- Golpean en la puerta de la casa de mis papás. Salgo a abrir y era él, era Roberto. ¡Era mi amigo, llegó mi amigo! Me contó de sus peripecias. Fue muy emocionante. Hasta unos lagrimones se nos cayeron. Venía muy shockeado por lo del Golpe y se quedó en la casa.
Fernández recordaría también cuando Roberto volvió de la cárcel. Estaba abatido y muy temeroso de ser detenido de nuevo. Le asegura que no fue golpeado ni torturado pero le narra alaridos de terror en los reclusos en otras instalaciones del cuartel.
- Llegó muy decepcionado, muy apenado, no podía creer lo que le había pasado. Cuando volvió de la cárcel, me repetía todo el tiempo ‘voy a escribir algo de esto pero a Chile no vuelvo nunca más, no vuelvo nunca más’”.
En las semanas siguientes a su liberación, recuerda que Roberto evita salir a la calle por miedo a ser arrestado otra vez.
Fernando Fernández rememora la adolescencia de ambos, recorriendo las calles de Los Ángeles de mediados de los 60, con Roberto anotando todo en una pequeña libreta de apuntes que llevaba siempre en el bolsillo.
-Estábamos en la terraza de mi casa donde veíamos el regimiento Chacabuco y, bromeando, le decía: mira, allá vienen los militares por ti. Y Roberto me decía no, no, no lo digas ni de broma. No le gustaba eso.
También lanza hipótesis sobre las razones de la detención: “Vestía muy estrafalario. Tenía algo de acento, hablada como Cantinflas. México, para los militares, era como un ají. Tampoco llevaba su pasaporte”.
Un día de diciembre partió. Después sabría que en enero de 1974 tomó un avión rumbo a México.
V. Noviembre de 1998
En la habitación de un hotel de Santiago suena un teléfono. Roberto Bolaño, que ha vuelto a Chile después de 25 años, levanta el auricular. Al otro lado de la línea, una voz lo saluda con afecto.
“Soy Fernando”, le dice. El escritor se ha conseguido el número de contacto de Fernández y lo llama un par de meses antes para decirle que volverá al país, que lo contacte cuando esté de vuelta.
El mismo escritor comentó ese reencuentro telefónico en la entrevista publicada por La Tribuna a fines de1998.
-Conversamos rápidamente con Roberto porque estaba preocupado de otras cosas, muchas tenía otras actividades.
Entre todo, Roberto le habló sobre la posibilidad de visitar Los Ángeles pero su apretada agenda se lo terminó impidiendo.
Pero no sería el último encuentro. En mayo de 2003, un par de meses antes de la muerte del escritor, ambos hablaron por teléfono. Fue una plática extensa para recordar su adolescencia y juventud.
- Ya no era el escritor famoso con quien hablaba. Ahí volvimos a ser los amigos de siempre que empiezan a recuperar el tiempo perdido. Conversamos como una hora por teléfono y recordamos mucho de ese tiempo. También me contó que le quedaba poco, que estaba mal. Se le escuchaba muy decaído. Esa vez le dije a mi señora de ese tiempo que a mi amigo escritor le quedaba poco tiempo.
Fernando nunca ha leído nada de su amigo Roberto. Se sorprende cuando se le mencionan las referencias que sobre su persona se han publicado, del aprecio que trasunta Roberto cuando habla de él, cuando asegura que tiene la sangre fría propia de un inglés.
Sus ojos recuerdan ese tiempo en que ambos eran adolescentes que compartían las tardes de ocio en la bucólica ciudad de Los Ángeles, momento germinal en que se comienza a fraguar un escritor que remecería la literatura hispanoamericana, amistad que volvería a reflotarse en los días más violentos de la dictadura militar cuando Bolaño volviera al país desde México para sumarse al gobierno de la Unidad Popular, que se retomará 25 años después en una plática telefónica apresurada y que se cerraría, ya de manera definitiva, en 2003, en una extensa plática de dos amigos que se reencuentran.