Hay cerca de cincuenta personas en la media luna de Agua Santa del Huique. La mayoría vestida con sombreros, mantas y botas bien lustradas. Hace frío y cae llovizna. Los más jóvenes toman cerveza para capear las bajas temperaturas. En el ambiente hay una mezcla de olores: a bosta de caballo, humo de asado y pasto mojado. Al medio, entre el barro, un grupo de diez huasos esperando el turno de sus colleras.
Desde Santiago, a 194 kilómetros de distancia, llegan noticias que parecen lejanas: el Consejo Constitucional rechazó que el rodeo fuera declarado como deporte nacional y la última encuesta Criteria reveló que el 75% de los chilenos no se siente identificado con esta práctica.
Todo eso importa poco en el corazón del valle de Colchagua. Acá hay competencias a nivel nacional que son seguidas por miles de personas, como si fuera un partido de fútbol.
El rodeo del Huique es un poco más pequeño, más amateur. Algo así como una segunda división del rodeo chileno. Agua Santa está en medio de un bosque de eucalipto. Hay juegos inflables, puestos de artesanías y anticuchos para el almuerzo. Por los parlantes suena cueca de salón. Esto genera pasiones insospechadas. Desde las tribunas, un niño de once años hace sonidos guturales y les grita a los novillos que escapan del asedio violento de los caballos.
—¡Uyuuui, uyuuui, eso mierda, dale mierda!
Marcial Fuenzalida (56) es uno de los huasos que va a correr en la medialuna. Es alto y con una personalidad afable. Su historia es atípica en este deporte. No viene de una familia con recursos económicos, estudió hasta octavo básico y ahorró por años para juntar los cinco millones de pesos que le costó su primer caballo.
—El rodeo es algo muy grande para lo que somos realmente huasos. Lo llevamos por dentro. Desde chico, mis padres también, todos los viejos eran de caballos —dice el jinete con un acento rápido y cerrado, difícil de entender para los afuerinos.
Marcial nació en Isla El Guindo, un villorrio cerca de Santa Cruz. Sus padres tenían apenas una casa y un par de animales para sobrevivir. Eran inquilinos de un fundo y nunca habían salido de ahí. En agosto tenían que limpiar las acequias que cruzaban el campo y cortar las zarzamoras una por una.
Cada vez que cuenta esa historia llora y mira al suelo, como quien no quiere ser descubierto.
— La vida no fue fácil. Fue de mucho sacrificio. Tenía dos hermanas y un hermano que estudiaban. Yo ayudaba a mi madre en el campo. Me quiebro siempre al recordar esto. Trabajaba en un fundo, tenía 14 años y trabajaba en ojotas porque no tenía para comprar botas. Tenía los pies destruidos. Después, cuando estaba más grande, le dije a mi mamá que me iba, que no quería seguir trabajando más para un fundo. No es para mí.
Cuando cumplió 18 años se fue a Santa Cruz y consiguió un trabajo de garzón en el Club Social. Luego hizo un curso de gastronomía y aprendió de un chef en un hostal de Pichilemu. Hoy es dueño de su propio restaurant, “Donde Marcial”. La comida chilena, sobre todo las guatitas, es su especialidad.
— La vida de campo es bonita y sacrificada. Pero no la cambio por ningún lado. Por lo malo que pasamos cuando chico, la cosa es así, los padres tenían un destino y hasta ahí llegaban. Ahora la vida es linda, hay agua potable y antes de noria no más. Calentábamos agua en un tarro y ahí nos bañábamos.
Cuando era niño, Marcial lavaba los caballos de un jinete que corría en rodeos. Una vez fue a la medialuna de Santa Elvira y quedó encantado con los caballos, la euforia y los gritos del público. Se le metió en la cabeza una sola cosa: que alguna vez quería estar ahí en medio, siendo el protagonista del espectáculo.
No era un sueño barato. Un caballo apto para la competencia, las botas, el manto, el sombrero y el resto de los implementos pueden costar varios millones de pesos. También los sueldos para cada persona que trabaja en los criaderos. Para algunos, esa es la verdadera razón para impedir su prohibición. Hay muchos intereses, puestos de trabajo y dinero involucrados en la tradición.
—La gente no sabe, por eso crítica. Si ellos supieran el sistema, se darían cuenta que la cosa no es así. Tendrían que ir un criadero y ver. Mis pesebreras no son de tierra, las entablé. Supieran los animalistas uno quiere mucho a los animales.
Marcial recuerda que una vez invitó a un sobrino que no le gustaba el rodeo a su campo. Lo invitó a andar a caballo y su opinión cambió.
—Cuando empezó a galopar me dijo, puta que estaba equivocado. Por eso pienso que falta de información de la gente. Les digo que vengan y vean, vengan y vean cómo es esto de verdad.
Cuando un caballo no puede seguir corriendo –por lesiones o por su edad- sus dueños lo venden para adquirir otro en mejor estado. Cada vez que un novillo es demasiado grande para que los jinetes se escucha el mismo murmullo entre el público: “Ese novillo está malo, está listo para el matadero”.
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Si las elecciones presidenciales hubieran sido solo en comunas rurales (de las regiones de Valparaíso, Metropolitana y O’Higgins) José Antonio Kast habría sido presidente con un 51% de los votos. La misma tendencia se observó para el plebiscito de salida de la nueva Constitución. Acá, un 75% de los votos fueron para el rechazo.
El balance electoral del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural dice que hay varias explicaciones al respecto. La principal tiene que ver con profunda la desconexión del mundo rural con el proceso constituyente. Las disputas sobre tradiciones asociadas a estos sectores –el rodeo, la bandera y los símbolos patrios- también fueron parte de esta sensación. Fue una distancia que nunca se resolvió y que a la larga fue fundamental para el triunfo del rechazo.
La ausencia del Estado, dicen quienes viven ahí, es histórica. En el campo se cuentan por montones las historias del sacrificio que implicaba la vida rural. Los partos en la casa, las componedoras de huesos, los viajes en carreta, la falta de agua potable y de electricidad son parte de la memoria de cada pueblo. Lo peor eran las condiciones de trabajo, donde los pobres servían a los patrones de fundo, quienes eran dueños de la tierra.
—La vida campesina era muy complicada. La viví con mis padres hasta los 15 años y después cuando me fui a la Escuela Agrícola de Linares. El patrón quería que yo fuera el reemplazante de mi papá en el fundo. Y cuando me fui a estudiar, el patrón echó a mi papa del fundo. Ellos, los terratenientes, querían que todos los hijos les sirviéramos a ellos —cuenta Teobaldo Silva, quien es hijo ilustre de Santa Cruz por su trayectoria en Los Huasos Corraleros, un grupo de folclore muy reconocido en la zona.
Teobaldo es alto y tiene una mirada afable. Se viste siempre con chalecos de lana y pantalones de tela. Ha sido varias veces ganador del Festival de Cuecas Inéditas en Santa Cruz y ha recorrido el país con sus canciones.
—Mi mamá cantaba tonadas muy antiguas, pero también cantaba cosas religiosas, para cantarle a los angelitos, a los divinos. Y por el lado de mi papá, él no cantaba, pero su familia estaba ligada al canto. Tenía hermanas y abuelas que eran cantoras—recuerda.
El cantante y compositor vive en una pequeña casa en un barrio residencial de Santa Cruz. La sala más importante es la que reúne casi cincuenta premios y diplomas que ha obtenido en su carrera. Su otra faceta también es reconocida: Tiene un programa de radio con 38 años de trayectoria. “Cultivando las Tradiciones Colchagüinas” se emite todos los días por la Radio Santa Cruz. Ahí entrevista a otros músicos y programa canciones del campo chileno.
—Es una difusión de la música folclore y además es historia. No solamente soy un presentador de música, sino que también cuento relatos de la vida en el campo chileno.
Uno de sus ritos favoritos es la conversación en torno a un fogón. Antes, las casas del campo se reunían en torno a un fuego encendido todo el día. Ahí se juntaban a contar cuentos y a tomar mate. Esa tradición oral es la que Teobaldo quiere rescatar.
—Nosotros, los que trabajamos en radio y hemos vivido en el campo entendemos la tradición. Pero hay gente alrededor nuestro que no lo entiende. No entiende el cariño que nosotros sentimos al escuchar y bailar una cueca.
Hoy está preocupado. No ve interés en los más jóvenes en cuidar la cultura campesina.
—No hay recambio de las personas que hacemos. Todo esto se va a perder—se lamenta.
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Santa Cruz es la ciudad más huasa de Chile. Así lo piensan sus autoridades políticas y varios de sus habitantes. Eso, para quien viene de afuera, se puede notar con facilidad. En sus tiendas de sombreros en el centro, en las casas de adobe y los múltiples eventos relacionados a la cueca que realizan durante todo el año.
La ciudad se mueve en un eterno domingo por la tarde. La gente se saluda en la vereda, estaciona los autos en la calle y saca los celulares sin preocuparse de los motochorros. En la tarde se juntan tomar helado en la plaza. Acá casi no se ven estudiantes universitarios. La mayoría se va de la comuna tras salir del colegio, a lugares más grandes, como Santiago, Valparaíso o Concepción. En esas ciudades, se encargan de decir lo que piensan del lugar que habitaron y de sus exvecinos:
—Puros viejos fachos en Santa Cruz —dice un estudiante de ingeniería que se fue del pueblo a la capital.
En junio de 2019, el alcalde Williams Arevalo hizo un llamado público para sancionar a las personas que utilizaran la palabra “paco” en referencia a Carabineros. Y en octubre del 2022, tras la muerte del sargento Carlos Retamal, un grupo de vecinos organizó una marcha por el centro para apoyar a la institución. La convocatoria incluyó un homenaje afuera de la Comisaría y entonaciones del himno nacional.
La comuna también es conocida por Carlos Cardoen, el empresario chileno que exportaba ilegalmente material utilizado para la fabricación de bombas de racimo en Estados Unidos y que luego vendió al régimen de Saddam Hussein. En Santa Cruz es dueño del casino y una de las viñas más importantes de todo el país.
Para sus habitantes, la comuna es mucho más que eso.
—La gente de acá es muy sencilla, es muy cariñosa. Tiene su encanto propio de campesino. Con los valores que nuestros ancestros nos han dejado, que tienen un significado que es incomparable —dice Juanita Muñoz, una artesana que trabaja frente a la Plaza de Armas. Su trayectoria es inmensa: ha sido reconocida con tres sellos de excelencia de la Unesco, como la mejor artesana nacional por la Universidad Católica de Chile y es hija ilustre de la ciudad.
Ella nació en La Lajuela y se especializa en el trabajo con la teatina, una paja fina, que se utiliza tradicionalmente para confeccionar chupallas de huaso. En su tienda vende ponchos, sombreros, imágenes religiosas y todo lo que un turista pueda imaginar.
Su arte es el un legado que se ha transmitido por cinco generaciones.
—Mi mamá siempre me fue corrigiendo, para que mis piezas quedaran bien terminadas. Eso es lo que recuerdo. Le importaba mucho la identidad de nuestra artesanía.
En el campo las mujeres trabajaban en la casa y preparaban la comida para los hombres que trabajaban en las trillas. Las confecciones de sombreros eran apenas un pequeño soporte económico en tiempos donde el dinero no sobraba.
—Nuestra vida era durísima. No podíamos vivir de la pura artesanía. El hombre salía a trabajar y esto era solo era un apoyo. Mi papá compraba frutos del país y los iba a vender a Santiago. Se compró un camioncito, yo tenía 12 años y ahí hice mi primera miniatura y se la regalé para sus viajes.
La artesanía con la teatina es delicada y minuciosa. Juanita ha perfeccionado su técnica hasta poder realizar casi cualquier figura. Sus manos se mueven con destreza, sin importar el dolor ni las largas horas de trabajo. Una de sus últimas obras fue una réplica de la Virgen del Carmen, por la que ganó el Premio de Maestra Artesana Tradicional otorgado por el Indap.
—Nosotros, los artesanos, sabemos que el Estado tiene una deuda histórica con nosotros. Y el Estado también lo sabe. Nunca se han preocupado de que tengamos una ley que nos proteja, que diga que vamos a tener derecho a la salud, una pensión digna. Nosotros hemos entregado valores, identidad y cultura.
Ahora, hay dudas sobre qué pasará en el nuevo plebiscito. Se mira con desconfianza las tomas de decisiones que se hacen en la capital. La incomprensión y los estereotipos que se tienen del Chile profundo.
Juanita es una defensora de las tradiciones de la zona central del país. Confiesa que ha visto la discusión sobre la nueva Constitución con enojo. No entiende cómo desde Santiago hay gente que crítica sus tradiciones sin conocerlas realmente.
—Lo que hacemos es muy importante para muchas personas. Hay artesanos que hacen los ponchos, otros las mantas y otros los sombreros. Acá se ve nuestra identidad, nuestras tradiciones. No es justo que esto se pierda.
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Juanita también es Santiguadora. La artesana obtuvo ese conocimiento de manera casual. Pensaba que eran brujerías y no le interesaba. Hasta que un día conversó con una mujer de La Alajeula. Ella le dijo que todo se trataba de tener fe.
Santiguar es uno de los ritos más misteriosos de la cultura popular chilena. Era un don que tenían algunas mujeres en el campo, las mayores y con más conocimientos.
Juanita una vez sanó a un niño que no conocía. La llamaron un día de un número desconocido. La buscaban de Lolol.
—Una vez me llamaron de un número desconocido. Fue una señora de Lolol que me contó que venían viajando para la costa cuando su nieto se enfermó. Lo tuvieron que pasar a una clínica en Santiago y no le encontraban nada. Me pidió si lo podía santiguar.
Ella aceptó y rezó con fuerza por el niño desconocido. Media hora después volvió a recibir un llamado: Había tomado un poco de leche y estaba reaccionando.
—No me dé gracias a mí, dele gracias a Dios —le dijo.
También la religión es un factor que difiere el mundo rural del urbano. Un estudio de la Universidad Católica del Norte reveló que la no creencia en Dios es “básicamente urbana”. Aun así, el 76% de los chilenos cree en un espíritu superior y más de la mitad profesa alguna religión, lo cual tiene importantes consecuencias en el aspecto electoral. Al identificarse con alguna religión, explica Pablo Alvarado, de Ipsos, las personas definen un conjunto de valores y creencias a seguir: “Cualquier interpretación del comportamiento electoral de los chilenos no puede pasar por alto las creencias, dado que todavía existe una importante influencia de la religión cristiana y de los valores que lo componen”.
Fotos: Migrar Photo, Ruber Osorio - Cañete, Provincia de Arauco