Como una suerte de tercer ojo. Un exceso de lucidez que se pone en marcha, algo que la mantiene continuamente en alerta: Verónica es de las que piensa que en cualquier momento la realidad se dobla. Y entonces puede ocurrir lo peor.
Se reconoce como “catastrofista”. Dice que en su vida ha sufrido una temprana pérdida de la inocencia. La certeza de que “el mundo no es como parece que es” la siente quebrada desde niña. Así, un cigarrillo no es algo para fumar sino un instrumento para torturar, o un perro no es un animal cariñoso sino algo entrenado para violar mujeres.
“Me llamo Verónica Estay Stange, soy hija de exiliados políticos sobrevivientes de la dictadura chilena. Me tomó alrededor de diez años poder expresarlo abiertamente. Y soy también la sobrina de un responsable de crímenes de lesa humanidad, y me llevó veinte años aceptarlo”, se presentó en agosto de 2023 en el auditorio de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, en Argentina.
Allí viajó para exponer sobre su último libro La resaca de la memoria, en una mesa que compartió junto al director del Centro de Estudios sobre Genocidio (CEG- UNTREF), Daniel Feierstein, y a Analía Kalinec, integrante del colectivo “Historias desobedientes. Familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”. El mismo colectivo que se destapó en la Argentina a partir de 2017 con la historia de Mariana Dopazo, la ex hija del represor argentino Miguel Etchecolatz, y el cual se expandió a nivel internacional comprendiendo a la Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay, El Salvador y España, siendo una experiencia única en el mundo.
El tercer ojo: un aura de alerta y defensa. Y una doble condición, la de hija y sobrina, querella interna de una familia partida en dos.
De una familia y de un país, Chile, que en materia de memoria sigue siendo quebrado en mitades.
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En el libro Voces inéditas de los Hijxs, a 50 años del golpe de Estado, editado por la antropóloga Adriana Goñi, el testimonio de Verónica Estay Stange fue motivo de intensos debates.
Hubo quienes se preguntaban si sería pertinente -e incluso ético- incluir el relato de una persona que no sólo es hija de ex presos políticos exiliados, sino también sobrina de un responsable de crímenes de lesa humanidad. Algunos sostuvieron que sí, lo era, en la medida en que esto no anulaba lo anterior. Otros creyeron que no, considerando que esa “mezcolanza” podría acarrear graves consecuencias políticas, sobre todo las que favorecerían a la derecha en su búsqueda de una pretendida reconciliación. Otros más afirmaron que era una aberración haberlos sumado a un grupo de WhatsApp sin avisarles que entre ellos se encontraba una mujer que cargaba con semejante apellido.
En definitiva, fue incluido. De esta forma Verónica escribió sobre sus padres y familiares:
“Mis padres eran militantes de las Juventudes Comunistas, y en esa línea siguieron trabajando después del golpe de Estado. En eso estaban cuando cayeron presos, en 1976. Mi abuelo paterno, director del hospital psiquiátrico de Santiago, había salido al exilio en el 73. Por lo que supe a través de relatos que me fueron transmitidos desde muy pequeña, había saltado el muro de la embajada de México porque su nombre figuraba en una lista negra. Poco después, su hija (mi tía) salió del país con el mismo destino”.
“De lo ocurrido con mis padres tengo imágenes fragmentarias, recuerdos que no son míos pero que, durante mi infancia y adolescencia, con frecuencia me volvían a la mente de modo casi más vívido que mis propios recuerdos: su detención por parte de agentes del Comando Conjunto en el marco de una trampa urdida (o no) por el hermano de mi padre, militante comunista más tarde convertido en traidor; los ojos vendados, las manos atadas; la tortura, no sé cuál, no sé cómo (o no quiero saberlo, o no quiero acordarme); los rostros de los torturadores que mi madre podía ver cuando le sacaban la venda; los interrogatorios, los gritos, los aullidos (no me lo contaron, pero lo imagino); el dolor, constante, punzante (tampoco me lo contaron, pero también lo imagino)”.
Luego su liberación, en un terreno baldío; el retorno a casa, la decisión de salir de Chile lo más pronto posible, la boda apresurada al día siguiente, la partida hacia una “luna de miel” que nunca terminaría. Destino del viaje: Argentina. Golpe de Estado también allá. Después, Ecuador. El calor sofocante de Guayaquil. Una pieza con las paredes pintadas de amarillo. La dificultad para caminar –tan flacos estaban–: una salida diaria, tres metros primero, luego cuatro, luego cinco, para que las piernas se vayan acostumbrando. Por fin, México, donde se encontraron con mi abuelo y mi tía en esa ciudad que se llama Puebla.
Como muchos exiliados, durante varios años mantuvieron la esperanza del retorno. “Yo nací en 1980 en México, cuando las maletas todavía estaban listas para volver. Por eso, supongo, mamé la nostalgia. No así mi hermano, nacido cuatro años después”.
La bautizaron “Verónica” porque empezaba con “V”, como el nombre de un amigo de sus padres que cayó al mismo tiempo que ellos y más tarde desapareció. Fue arrullada bajo las canciones de la Nueva Trova, la voz de Víctor Jara, de Violeta Parra, los ritmos de Inti Illimani y de Quilapayún. Cuando veía pasar una estrella fugaz, invocaba el mismo deseo: volver a Chile. Imitaba el acento chileno –nunca, confiesa, le salió bien-, inventaba canciones cursis dedicadas a “ese país largo como una lágrima que nunca termina de caer”; les escribía cartas a tías y primos que tanto extrañaba sin conocerlos; de tanto en tanto, les preguntaba a sus padres “cuándo volvemos”, y sus miradas -y su silencio- no le hacían bien.
Esa es -o esa fue- la hija. Esa que de grande quería ser guerrillera, y que pensaba que la “V” de su nombre era una deuda, o una promesa, y que llegado el momento debía dar su vida por una causa, “por la causa, compañeros”. Esa que, más tarde, forastera en todos lados, se fue a vivir a Francia asumiendo plenamente una condición insoslayable: su extranjería.
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Del otro lado, el traidor.
El tío Miguel “El Fanta” Estay, al que Verónica nunca conoció, el que era hermano de su padre. Ese hombre que, habiendo traicionado a todos sus camaradas del Partido Comunista -partido en el que militó fervientemente-, participaría más tarde en uno de los crímenes más emblemáticos de la dictadura, el llamado Caso Degollados -el secuestro, tortura y asesinato, en 1985, de los militantes comunistas Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino-. Ese hombre que murió por Covid en 2021, a los 68 años. Cumplía cadena perpetua en la cárcel de Punta Peuco. Juzgado y condenado, el verdugo no expresó arrepentimiento y nunca dio informaciones sobre los crímenes en los cuales participó.
Durante muchos años Verónica Estay Stange guardó silencio, temerosa de revelar su identidad. Por ella, por la sobrina, se callaba también la hija.
Curiosamente, fue la sobrina la que “tomó el toro por los cuernos”, como gusta llamarle. Se encontró con otros descendientes de victimarios, y fundó con ellos el brazo chileno del colectivo “Historias desobedientes. Familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”. Para su sorpresa, a los pocos meses se vio a sí misma transformada en la vocera. Se escuchó a sí misma decir en las primeras reuniones y frente a personas desconocidas, que “sí, soy la sobrina de tal, y condeno sus actos, y me sumo a la defensa de los derechos humanos”.
Con ese apellido, sí; con esa historia, sí; con esos ojos y esa boca y esa cara de sobrina de criminal. Se vio a sí misma encontrarse con las víctimas de su tío, y abrazarlas. Otro acto totalmente inesperado. “¿Reconciliación…?”. No. “No nos reconciliamos”, es uno de los lemas de los desobedientes. Que no venga la derecha a imponernos sus transacciones, suelen decir.
“Pero sí, quizás, reparación; íntima reparación mutua de personas marcadas, cada cual a su manera, por el sello implacable de la Historia”, escribe Verónica en su libro La resaca de la memoria.
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Tímidamente, la hija se animó entonces a alzar la voz. Recién lo hizo en 2018. “No hay nada que pueda explicar la violencia de ciertas emociones largamente silenciadas”, escribió en aquel momento. Hoy piensa que el estigma del crimen es más fuerte que el hecho de ser hija de sobrevivientes.
“Esa hija que también soy yo -dice Verónica, doctora en Lengua y Literatura Francesa, docente y prestigiosa académica en París, donde vive-. En Francia me acerqué a los miembros de la Asociación de ex presos políticos chilenos. Les dije quién era, les advertí que la otra, la sobrina, estaba ahí también. Ellos entendieron, me recibieron como a una “hija” más. Me propusieron sumarme a la Asociación, me invitaron a ser su vicepresidenta. Con el mismo ímpetu de guerrillera malograda que me acompañó durante mis años mozos, me escuché a mí misma llamarlos “compañeros”. Como si ya los conociera, me escuché cantar junto a ellos las canciones de Víctor Jara, Violeta Parra, Inti Illimani, Quilapayún. Me vi a mí misma participar en manifestaciones y conmemoraciones ya sin temor, ya sin vergüenza”.
Dos personas en una y bajo el influjo de una memoria aún inconclusa, una memoria joven, la de los familiares desobedientes. Escribe Verónica: “¿Cómo termina esta historia? En realidad no termina, o no ha terminado, como el debate que ha generado y que aún suscitará. Pero ya que es preciso ponerle un punto final a este relato-testimonio, con el toque cursi de las canciones que componía en mi infancia, concluiré con la imagen de la hija y la sobrina fundidas en un abrazo, y en una misma identidad. Ahí donde sus caminos se cruzan, en ese punto preciso de la historia –y de la Historia– en que ambas descubren que el olvido no existe, que el cuerpo también recuerda y seguirá recordando esas reminiscencias adheridas a la piel.
Ahí están las dos, convertidas en una sola”.
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Verónica Estay Stange se reconoce hiperactiva. Escribe, escribe, no para de escribir. Además coordina talleres literarios en el colectivo Historias Desobedientes –cuyo brazo chileno nació en 2019-, participa en congresos, da clases y está por sacar un nuevo libro. En este, dobla radicalmente la apuesta. El título, en rigor, causa desconcierto: Papudo, de cara al horror. Autobiografía de Andrés Valenzuela Morales.
Andrés Valenzuela, alias “Papudo”: personaje controvertido, ex agente de inteligencia que desertó de las Fuerzas Armadas en 1984. Se trata del único miembro de la represión en Chile que, en plena dictadura, denunció a través de una entrevista con la periodista Mónica González los crímenes cometidos por el grupo del cual formaba parte: el “Comando Conjunto”. Algo que terminó en una fatalidad. La publicación imprevista de las declaraciones de Valenzuela provocó en 1985 el asesinato de los tres militantes comunistas en el emblemático Caso Degollados. La historia del Papudo y El Fanta, tío de Verónica, se cruzan inevitablemente.
Curiosamente, fue la sobrina la que “tomó el toro por los cuernos”, como gusta llamarle. Se encontró con otros descendientes de victimarios, y fundó con ellos el brazo chileno del colectivo “Historias desobedientes. Familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”.
Fue en diciembre de 2019. El primer contacto de Verónica con el represor había sido por Facebook: para su sorpresa, Andrés Valenzuela se paseaba por las redes sociales “a rostro descubierto”, usando su verdadero nombre. Después de mucho pensarlo, le envió un mensaje claro y directo: “Hola Andrés, me llamo Verónica. Verónica Estay Stange; seguramente ubicas mis apellidos… Soy la sobrina del ‘Fanta’, la hija del ‘Fanta chico’. Vivo en París. Estoy tratando de reconstruir la historia quebrada de mi familia, y creo que podría ayudarme conversar algún día contigo, si tú lo deseas, y si te parece posible”. La sorpresa fue aún más grande cuando Papudo respondió: “Hola Verónica, me agradaría mucho poder hablar contigo; creo que nos haría bien a ambos. Hay episodios de la Historia que cambian según la persona que los cuenta y según el bando al que pertenecía en esa época. Quedo a tu disposición”.
Tuvieron una primera conversación telefónica, más bien breve. Acordaron encontrarse en la ciudad de Francia donde él vive. Así lo escribe Verónica: “Debo decir que mi deseo de encontrarme con ese hombre obedecía a otros motivos, de orden personal. En 1976, Andrés Valenzuela era uno de los guardias de la prisión donde estuvieron detenidos mis padres. Más aún, por esa misma época y durante varios años, trabajó junto con el hermano de mi padre (mi “tío” por consiguiente, si bien la designación me suena extraña). “El Fanta”, era el apodo de este último: un militante del Partido Comunista que, primero bajo tortura y luego por convicción, participó en la represión de sus antiguos compañeros”.
“No soy periodista ni historiadora ni socióloga, pero siempre he sido una fisgona de mierda”, confiesa Verónica. Hasta el punto de disponerse a entrevistar al carcelero de sus padres. Sabiendo que Valenzuela, en tanto desertor de la Fuerza Aérea de Chile, había vivido varios años bajo protección judicial, puso al tanto de su viaje a algunas personas cercanas. “No obtuve más informaciones de las que yo ya tenía: que mi tío, considerado como uno de los más grandes traidores de Chile, entregó a todos sus compañeros después de haberse dado vuelta por razones que se pueden entender –o no–. Que yo misma soy el fruto de la traición –o no–. Que, por varias generaciones, mi apellido llevará el estigma del crimen –o no-.”, escribe en su nuevo libro, a publicarse en diciembre.
Por qué, Papudo, por qué, se pregunta Verónica compulsivamente. Tuvo que aceptar la realidad del “no sé”. Tuvo que entender que, a los diecinueve años, Andrés Valenzuela no era más que un conscripto en la Fuerza Aérea, que su margen de acción se limitaba a las tareas que le eran asignadas, que el panorama global de lo que estaba ocurriendo escapaba a su propio campo de visión. Que más adelante fue testigo y partícipe del horror, y que para entonces se había convertido en un autómata, sin poder de decisión ni siquiera sobre sí mismo. Tuvo que entenderlo, difícilmente. Dolorosamente.
“Confieso que lloré: de pena, de pasmo, de vértigo frente al abismo sobre el cual estábamos tendiendo un puente. ¿Cómo un hombre puede ser arrastrado –o dejarse arrastrar– a formar parte de un sistema criminal que reprime a sus semejantes? ¿Cómo los torturadores pueden ejecutar sus sucias tareas y, paralelamente, llevar una vida de familia “normal”? ¿Por qué algunas personas soportan ese funcionamiento? ¿Por qué te quebraste? ¿Por qué fue en ese momento, y no antes? ¿Por qué tú sí y otros no? Por qué, Papudo, por qué… Ahora pienso, ahora sé, que Andrés Valenzuela se planteaba las mismas preguntas que yo”, narra en otro fragmento.
Papudo había sido acosado por periodistas, documentalistas y cineastas, que le ofrecían gran cantidad de dinero por venderles su historia. En un principio, Verónica temió que el saco le quedara demasiado grande.
“Demasiado grande, digo, ya que son experiencias que rebasan lo humanamente soportable: torturas, asesinatos, desapariciones -continúa escribiendo sobre el Papudo-. Pero, en el fondo, nada de eso me es ajeno: hija de tales, sobrina de tal, conozco esa realidad de cerca, o desde adentro. Acepté pues escribir este libro porque tu historia, Andrés, en algún punto se cruza con la mía: eres el carcelero de mis padres y el ex colega de mi tío criminal. Durante las cincuenta horas de entrevista que condensa este relato, Andrés Valenzuela me contó su historia. Nada de lo que aquí está escrito es literal, pero nada es pura invención mía. Por eso decidí darle al texto la forma de un relato. Un relato que llevaría el subtítulo de “autobiografía” –vaya pretensión la de escribir una autobiografía ajena–. Pero el resultado es eso: la autobiografía de otro, escrita por mí. Heterobiografía, si se quiere, aunque redactada en primera persona”.
Cita el trabajo de Françoise Sironi, psicoanalista que efectuó el peritaje psiquiátrico de Duch, jefe de un campo de exterminación durante el genocidio de los jémeres rojos en Camboya. En ese marco, Sironi observa que los torturadores y sus cómplices deben activar distintos mecanismos psíquicos para hacer frente a la situación extrema que ellos mismos están viviendo. Mecanismos entre los cuales se encuentra el “clivaje”, definido como la disociación de un mismo individuo en dos entidades distintas –por ejemplo, el padre y el represor–.
En el prólogo de Papudo, de cara al horror. Autobiografía de Andrés Valenzuela Morales la prosa de Verónica no deja de asombrarse: “En el relato que aquí presento, el prototipo por excelencia es el “Wally”, que podía torturar y luego ir a jugar fútbol con sus colegas como si nada hubiera pasado. En Andrés Valenzuela, el clivaje no funcionó –por suerte–. Esta “autobiografía” narra la historia de un hombre que, mal que bien, logró mantenerse entero. Un hombre que, tarde o temprano, tuvo que volver a sí mismo. Por qué, Papudo, por qué. Por qué tú sí y otros no. Por qué. Nunca lo sabremos”.
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“Todo es herencia”, dijo el escritor británico M. John Harrison en una entrevista de 2019. “Te guste o no. Y si tenés una cierta inclinación política, no querés que sea herencia -se explayó el autor de La invocación y otras historias-. Pero lo es. Todo es herencia, todo empezó en el pasado. Algo de eso todavía está ahí, entre nosotros”.
Parte de la segunda generación de latinoamericanos que nació tras los golpes de Estado, Verónica habla de “resaca de la memoria” como aquellos restos dejados por las olas de una historia en retirada. “Lo que constituye el mal de toda una generación dañada por la violencia”, enfatiza la académica y escritora de 43 años, que vive hace 15 años con su compañero Denis.
Devota de la literatura francesa del siglo XX tanto como del arte contemporáneo, cambió su objeto de estudio por analizar casi la propia vida. “Lo siento como una militancia. Mi tema es la herencia de la violencia dictatorial en la segunda y tercera generación. Estudio la semiótica, obras literarias”. Sus referentes son los poetas malditos, las películas policíacas, los documentales sobre criminales de masa. Cita recurrentemente a León Felipe, Baudelaire y libros como Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez.
Para Analía Kalinec, una de las fundadoras de Historias Desobedientes en Argentina, Verónica es una suerte de cerebro en movimiento, un cuadro político que pasó de la mera curiosidad a ser la creadora del espacio en Chile. “Por su don con la palabra, ella empezó a ser receptáculo de todos nosotros -dice Analía, cuyo padre fue un temerario torturador en los centros clandestinos de detención, conocido por las víctimas como Doctor K-. Nos corrige, nos edita, compila los textos. Es amorosa en los intercambios y además propone una reflexión teórica en la circulación de la palabra. Ella siempre habla de romper los mandatos de silencio al interior de nuestras familias, de sobrevivir a las sobrevivencias”.
No se puede escindir -piensa Verónica- el interés intelectual y teórico del compromiso político. “Los desobedientes queremos aportar algo en la construcción de la memoria”, aclara y explica que se zambulle en los grandes traumas colectivos más que en los tránsitos individuales. Habla del concepto de “posmemoria”: cómo alguien está atravesado por recuerdos ajenos, por afectos que no le pertenecen. Como hija del exilio, explora la mitología de los aeropuertos, los cassettes, las cartas.
Del otro lado, se ocupa también del tío malo del que no se hablaba en la familia. De los sentimientos que suelen acosar a todo torturador: la culpa, la vergüenza, la omisión.
Así, estallada de relatos, Verónica dice que se siente atravesada de historia, de Historias. Como si otras personas, muertas o vivas, irrumpieran en su pensamiento, en sus sueños o recuerdos, cuando menos se lo espera.
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Es inconcebible, subraya Verónica en charla telefónica desde París, que en Chile una gran porción de los habitantes sigan en el negacionismo de la dictadura de Pinochet. Para ellos los documentos no son tales, los testimonios parecer no significar nada. Como escribió recientemente Álvaro Bisama: “No ocurrió. En Chile ninguna cosa ocurre. Las víctimas deberían pedirle perdón a los victimarios. Los torturados, a sus torturadores. Los fantasmas de los cuerpos insepultos, a sus asesinos. Toda la historia de Chile no es más que una leyenda urbana. No hubo dictadura. No fue una dictadura. No duró 17 años. Nunca pasó nada”.
Del mismo riñón de la izquierda Verónica también recibe críticas. Tal vez sean las más punzantes. Después del 50 aniversario del golpe, siente estar colapsada por la presentación de su libro La resaca de la memoria, tanto en Chile como en Argentina. A su libro los sectores ortodoxos de la izquierda lo rechazaron por redes sociales por ser sobrina de un torturador. “Pero cuando lo presenté en público, nadie me increpó. Al contrario, recibí emoción, calidez. En una parroquia de Lo Prado que había defendido la Teología de la Liberación en los ‘70 la gente se paró a aplaudir. Fue un trajín muy intenso. Es obvio que mi libro nunca será reseñado en los medios de derecha. La etiqueta de sobrina de torturador pesa mucho, pero cada vez que conocen mi historia, hay un intercambio más humano, más sincero”.
Una cosa son las zonas grises, otra la ambigüedad. Verónica confía en la fuerza colectiva más allá de cada individualidad. Hace unas semanas, por primera vez, los desobedientes protagonizaron una jornada en el Museo Histórico Nacional y también dieron una charla en la Universidad Abierta de Recoleta. “De a poco nos estamos dando a conocer, nos hemos consolidado mucho. Soy la presidenta del colectivo, hoy somos alrededor de 17, y los que estamos activos 6 o 7”.
Verónica Estay Stange se reconoce hiperactiva. Escribe, escribe, no para de escribir. Además coordina talleres literarios en el colectivo Historias Desobedientes –cuyo brazo chileno nació en 2019-, participa en congresos, da clases y está por sacar un nuevo libro. En este, dobla radicalmente la apuesta. El título, en rigor, causa desconcierto: Papudo, de cara al horror. Autobiografía de Andrés Valenzuela Morales.
Nombra algunas películas como “El pacto de Adriana”, dirigida por Lissette Orozco, y “Bastardo: la herencia de un genocida”, de Pepe Rovano, donde se cuentan historias de familiares desobedientes ante el legado de represores. Las cintas cinematográficas fueron entregadas a la justicia chilena.
Verónica Estay Stange es quien suele hacer las entrevistas a los que escriben por Facebook, Instagram o mail, interesados en contar su historia para acercarse al colectivo. Pocos familiares tienen pruebas directas para hablar contra los verdugos, pese a que en Chile no hay una ley que prohíba a los familiares de la dictadura declarar en la justicia, como si ocurre en otros países latinoamericanos. “Nuestro trabajo es más pedagógico, simbólico, en congresos, escuelas, conferencias. Queremos crear un nuevo Nunca Más”, suelta Verónica, y cuenta que en la nueva constitución se rechazó una cláusula que habían propuesto desde el colectivo para estipular el derecho a la desobediencia en los miembros de las Fuerzas Armadas.
En Chile, piensa Verónica, la justicia llega tarde y los responsables de los crímenes tienen beneficios penitenciarios, pocos cumplen prisión efectiva y se privilegian con reducción de penas, aunque celebra la reciente condena de los asesinos de Víctor Jara.
Pero lo que más le preocupa es que los discursos negacionistas circulen tan impunemente en la plaza pública. Lo siente como un alto riesgo para la democracia. “Hay una falta de responsabilidad, en la medida que no se les condene críticamente. Cualquier persona se puede declarar a viva voz como pinochetista y no pasa nada, nadie lo cuestiona. Esa es una parte, que también se alimenta de la teoría de los demonios. Pero también hay otro Chile, como el que resurgió con un trabajo incesante por la memoria de los 50 años del golpe contra Salvador Allende”.
Cierta tarde, hace unas semanas, Verónica Estay Stange tomó un Uber en Santiago de Chile. El conductor escuchaba un programa de radio donde el periodista decía que estaba de acuerdo con la prisión domiciliaria de dos represores porque a los “terroristas”, así los llamaba, se les había amnistiado. Parecía un acto justo, de equilibrio. El periodista concluía: “Le hace falta Dios, a Chile le hace falta la religión”. Verónica se bajó del Uber un tanto espantada.
Joven y vieja: así se ve a sí misma. Mil años de marcas en el cuerpo. “Descendientes de ex presos políticos, de torturados, de detenidos desaparecidos, de exiliados, de neutrales, de victimarios incluso, todos llevamos la muerte o la sobrevivencia a cuestas, llenos y vacíos de una pasado que, en su permanente retirada, no termina de pasar -escribe en La resaca de la memoria-. Yo es también ellos. Y tú, ustedes, nosotros. Aunque nada hemos vivido, tenemos mil años de recuerdos”.
La resaca de la memoria. Ese es nuestro mal, repite Verónica, como un exorcismo.