No hace mucho la periodista del Faro, Julia Gavarrete - Premio Ortega y Gasset 2023 – explicaba en EL PAIS que tenía sueños violentos sobre su persona, lo que probablemente constituye la máxima expresión del desgaste que supone la intimidación ejercida sobre este periódico con el objetivo de cerrarles la boca, de callarlos. Y no se callan. En ese ejercicio de resistencia está parte de las respuestas a las preguntas con las que iniciaba este artículo.
Resistir. Como en El Faro en El Salvador, los periodistas resisten en muchos países azotados de nuevo por el virus del autoritarismo con la excusa, hoy como ayer, de la Ley y el Orden. Pero también en países que disfrutan de un régimen de libertades públicas ese virus está de vuelta y con un creciente apoyo ciudadano en las urnas.
En Europa tenemos ya los ejemplos inquietantes en Polonia, Hungría o Eslovaquia donde las libertades de expresión y prensa sufren continuo hostigamiento. En todos los casos se trata de poner al periodismo en la diana con las mismas pretensiones intimidatorias de siempre, por más que adornen sus arengas y sus políticas represivas con nuevos argumentarios que se dirigen a rentabilizar los miedos y las incertidumbres de un mundo en cambio.
La era conectada pone a su disposición múltiples canales para dirigirse directamente al “Pueblo” sin someterse al principio de contradicción al que les enfrenta el periodismo.
Por fortuna, el periodismo de calidad resiste, a veces con aliados insospechados: el acoso de Donald Trump a la prensa señaló a muchos ciudadanos el camino para buscar información confiable. La pandemia actuó también como un iluminador de ese camino: cuando estuvo en juego la vida y la muerte, millones de ojos se volvieron hacia los medios que garantizaban la evidencia científica.
El periodismo resiste y la democracia no ha sucumbido, bien al contrario, en este momento no hay pulsión revolucionaria clásica en casi ninguna parte del planeta sino una demanda de más y mejor democracia, mientras que la tentación rupturista la protagonizan los liderazgos reaccionarios que amenazan las lentas conquistas sociales y de libertades públicas de las últimas décadas.
Las mismas herramientas digitales que pretenden recluirnos en burbujas de confort ideológico sin disonancia, sin discrepancias y amoldada de forma venenosa a una visión limitada de una realidad siempre poliédrica, permiten también cuestionar las democracias adocenadas o iliberales y exigir cambios para alumbrar una representación más real y equitativa de sociedades contradictorias, agitadas, sacudidas por identidades, criterios y opiniones dispares, en definitiva, democracias más saludables.
Los periodistas resisten en muchos países azotados de nuevo por el virus del autoritarismo con la excusa, hoy como ayer, de la Ley y el Orden. Pero también en países que disfrutan de un régimen de libertades públicas ese virus está de vuelta y con un creciente apoyo ciudadano en las urnas.
Todo es nuevo y todo es reconocible a la vez. Las burbujas no son hijas de la revolución digital: la inmensa mayoría de la población occidental no tenía acceso a la escritura ni a la lectura hasta hace un siglo y solo muy lentamente los medios de comunicación -y la literatura, y el conjunto de las artes y humanidades- fueron incorporándose a la dieta de consumo de las mayorías sociales desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, con el salto cualitativo de la educación básica como bien primordial. Solo desde entonces la población empezó a escoger el medio con el que informarse, la cadena de radio, el canal de televisión o el periódico. De una masiva e ingente desinformación -o de depender de la información de los tutores sociales: el sacerdote, la familia, la autoridad- millones de personas pasaron a disponer de información que disentía, cuestionaba o demolía la recibida en el propio entorno. Se pinchó entonces una burbuja verdaderamente gigantesca.
¿Era más fácil pinchar una sola burbuja que las múltiples burbujas que atomizan hoy nuestra vida social y lastran el trabajo periodístico por enfrentarlas a los hechos que desactivan el sectarismo?
Los periodistas estamos acostumbrados a defender nuestra independencia frente a todos los poderes. Es un músculo que tenemos bien entrenado a lo largo de la historia porque esa tensión forma parte de la naturaleza de nuestro trabajo desde que se inventó la imprenta. Cuando nos olvidamos de ejercitar ese músculo empiezan nuestros problemas.
Ahora afrontamos viejos y nuevos desafíos para los que la tarea imprescindible es recuperar la confianza ciudadana. El pluralismo político es esencial en una democracia, pero no agota la representación de las sociedades contemporáneas y el periodismo tiene la obligación de salir a la calle – a la calle, sí, hoy como siempre, a la calle - al encuentro de todas esas realidades.
Los ciudadanos tienen que percibir que miramos la realidad desde la altura exacta de sus ojos y reconocerse en nuestro trabajo. A la calle, a tratar de entender a quienes votan soluciones mágicas, disparatadas o retrógradas para problemas complejos. Para identificar en qué esquina de la democracia se quedaron olvidados lo que prefieren gobiernos autoritarios porque nadie resolvió sus seguridades básicas. A investigar, interpelar y exigir a los poderes públicos y privados el respeto real a las instituciones de la democracia.
Nada nuevo en el fondo y todo un mundo por contar.
Este texto fue publicado originalmente en el especial que celebró los 25 años de El Faro, "Democracia bajo fuego", organizado por la directora editorial y Premio Nacional de Periodismo de Chile, Mónica González.