–Dios me ama –dice con los ojos llenos de lágrimas la señora Luz, en la punta del cerro Achupallas de Viña del Mar el 4 de febrero.
Han pasado 24 horas desde que el fuego se apagó. La tierra aún humea y los rostros están tiznados con cenizas. La panorámica a diestra y siniestra es una verdadera catástrofe. Todo lo fue: su vivienda y las vecinas casas de su hermana, madre e hijos. Desaparecieron con espantosa precisión debido al mega incendio que se apoderó de amplios sectores urbanos de Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana durante el primer fin de semana de febrero.
Luz se siente afortunada. Cuenta que llegando de comprar empezó el fuego, que apenas alcanzó a ponerse zapatos y tuvo que escapar.
–Toda mi familia está viva afortunadamente –comenta y sonríe con los ojos emocionados. Las sensibilidades están a flor de piel mientras el trabajo de limpieza de toneladas de escombros se convierte en la mejor manera de acostumbrarse a esta nueva realidad –No nos quedó nada, perdimos todo –explica.
Y es la más pura verdad. En esta parte del cerro llamada campamento Manuel Bustos no hay más casas sino escombros. Parece un set de guerra.
Las historias que por décadas hubo tras cada una de las casas que componían este sector son ahora toneladas de latones, muebles hechos cenizas, centenares de automóviles y árboles carbonizados con cables eléctricos convertidos en negras serpentinas inundando el cielo. Como si una bomba atómica hubiera arrasado todo de una vez, pero no.
–Todos acá sabemos que fue intencional –dice Carlos, de 35 años.
Él es uno de los hijos de Luz que escapó en auto junto con su niño de 12 años y sus mascotas.
–Tuve que bajar uno de los perros para darle el asiento a mi vecino que tiene una prótesis en la pierna. Era él o mi perro. Por suerte un vecino lo rescató y nos pudimos salvar todos –comenta.
Cuenta que el fuego vino volando en chispas que viajaban en rachas de 50 kilómetros por hora. Eran como las 19:00 del viernes 2 de febrero cuando tuvieron que arrancar envueltos en una inmensa humareda.
–Pude salvarle a mi hijo el computador, unos zapatos para el colegio y no mucho más. Él lloraba por el televisor, pero yo le decía que eso era material y que lo podíamos recuperar.
No le quedaron más recuerdos. Se fueron con lo puesto por las empinadas calles del cerro que estaban convertidas en túneles de hogueras.
–Al salir vimos a un vecino con su hijo pequeño acá afuera abrazados esperando lo peor. Su cabro es asmático y no podía respirar más. Le preguntamos si sabía manejar, dijo que sí y le dimos las llaves de una camioneta nuestra cargada con cosas de la feria. La otra hija del vecino, de ocho años, se le había perdido en el siniestro –recuerda Carlos.
A una semana del inicio del desastre, aún hay oficialmente 14 personas desparecidas y murieron 131. Un récord negro, que lo convirtió en el segundo peor incendio a nivel mundial del siglo XXI y en la peor tragedia nacional desde el terremoto y tsunami del año 2010.
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–Yo vi cómo las llamas iban saltando de un cerro hacia el otro y de pronto agarró los árboles de la quebrada. Salvé a mi madre de 90 años –dice Patricio desde lo que fue la terraza de una casa de dos pisos de la cual solo quedan unas murallas que hacen de centro de operaciones de su sobrevivencia.
Con más de sesenta años en el cuerpo, de día limpia los escombros y de noche hace guardia de su terreno en la villa Independencia, a 1500 metros de distancia más abajo de la casa de la señora Luz.
–Acá tenía un parrón. Por allá unas gallinas que no pude salvar. Por acá unas cabras –indica una persona que no quiso identificarse mostrando sitios en que hay tierra carbonizada. Aparte de la vida de su mamá, no le quedó mucho más. Un auto quemado en la entrada de lo que fue su casa y unas monedas que no se fundieron totalmente con el calor del fuego. –A mi mamá se le quemaron unas joyas de oro que guardaba y plata en efectivo.
Al preguntársele por el inicio de las llamas prefiere no hablar más. Sus ojos se inundan de una emoción que no tiene forma de ser comprendida por quien no vivió el real infierno que le tocó a él.
–Pero aquí estamos poniéndole pa´ delante –dice como si fuera un mantra de sobrevivencia. Una especie de antídoto para evadir lo irreversible.
Su ex vivienda estaba en una quebrada. Metros abajo corre un chorrillo de agua en medio de un valle de cenizas. Patricio vivió acá más de 35 años. Su hija y vecina también perdió todo.
–De a poco vamos a ir reconstruyendo todo –cuenta el hombre mientras la imagen de un poster de Jesús milagrosamente sobrevive a su espalda– Al menos estamos con vida y eso es lo más importante
Las banderas chilenas emergen entre los escombros como un símbolo de resiliencia. En este país acostumbrado a terremotos, maremotos y erupciones, resistir es parte del ADN.
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Villa Independencia, Villa Dulce, Canal Beagle, El Olivar, Pompeya Norte, Pompeya Sur, población Argentina, alto Miraflores, alto Chorrillos, Naciones Unidas, el Salto. Nombres de los barrios afectados que se repiten a diario solicitando ayuda a través de las radios. Cada día cientos de voluntarios anónimos suben con palas y picotas. La mayoría jóvenes que ayudan porque les nace. Son amigos de amigos, gente de otras ciudades, organizaciones civiles y hasta afectados por las inundaciones en Licantén –a mediados del 2023 en la región del Maule–, cuyo pueblo fue destruido completamente por los desbordes del río Mataquito. Cada tarde los voluntarios bajan como si saliesen de la jornada en una mina de carbón.
Hay pocas mascarillas. Las cenizas vuelan, se inhalan y todo huele a quemado. La sombra casi no existe y los bloqueadores solares nunca aparecen en las bolsas de mercaderías que se trae gente equis a pie o en autos. Con las calles llenas de chamuscados escombros llegar a un punto de acopio puede demorar hasta dos horas desde el centro de Viña, en una congestión hipnótica.
Para este fin de semana, el segundo de febrero, hay más de 10 mil personas inscritas para trabajar en lo que sea. Durante las noches hay toques de queda y patrullas de vecinos vigilan la geografía desnuda de los cerros quemados procurando indicios de pirómanos NN. Las redes sociales muestran a gente que, dicen, han pillado provocando fuego y han sido perseguidos o linchados. Hasta ahorcados, cuentan algunos damnificados. Este tipo de desgracias se convierte en un espejo que revela extremos de nuestra humanidad.
–Apenas terminó el incendio, la vecina le dijo a mi tía que por qué no corría un metrito la reja del terreno –cuenta Ignacio a un costado del cerro Achupallas. Su pariente lo había perdido todo, mientras que la vecina había quedado con la casa intacta.
El fuego es un dios cabrón que reparte la suerte sin sentido: solo una vivienda quedó en pie en Pompeya Sur, su dueña tiene discapacidad y ahora le dicen la casa “milagro”. En cambio, en La Cantera, una toma a pocos metros al poniente del barrio El Salto de Viña del Mar, la extrema pobreza carcome a una medio centenar de personas. De sus casas no quedan más que indicios. Hay algunos chanchos y sus crías alimentándose con basura, los perros persiguen un ratón y un anciano mira el mundo sentado extraviado en la tristeza.
–Se murieron mis 14 cabras –relata con infinita pena– al menos pude salvar a mi mamá de 93 años en el auto amarillo ese –dice apuntando un destartalado Chevrolet Monza.
Duerme junto a su mujer en un viejo contenedor al costado de la moderna carretera que une a Viña con Quilpué. Los montes costeros a norte y sur están completamente quemados. Tras una semana, acá aún sale humo de la tierra.
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Según la alcaldesa de Viña del Mar, Macarena Ripamonti, hay más de 6.000 casas destruidas y cerca de 30 mil damnificados. Los montos necesarios para una potencial reconstrucción ya se empinan por sobre los 1.500 millones de dólares. Hay cosas irrecuperables: el Jardín Botánico, con más de un siglo de vida, fue afectado en un 90% y en su interior murió una de sus trabajadoras, dos nietos y su madre de 92 años. Además de la vida, hay otras cosas perdidas como libros, fotos, cuadernos, archivos que se fundieron en las computadoras, colecciones de revistas, recuerdos de otros lugares, diplomas de cualquier cosa.
La dimensión real de la tragedia tardará meses o años en entenderse a cabalidad. Por ahora cada territorio siniestrado parece un hormiguero frenético. Asociaciones internacionales, ONG`s y fundaciones, voluntarios organizados o solitarios, militares, policías, compañías de electricidad, agencias de gobiernos, ollas comunes y food trucks o gente con fotografías de sus mascotas perdidas se encuentran con otros que reparten sándwiches o aguas embotelladas pululando por arterias cenicientas. Todo mientras pocas cuadras más abajo, rumbo al océano y a las playas la vida transcurre como si nada hubiera sucedido a pesar de que la devastación llegó prácticamente a las puertas de la ciudad jardín. Un espejismo que se diluye con solo prestar oído a las conversaciones callejeras en que el tema “incendio” resuena una y otra vez.
En los cerros calcinados no hay luz eléctrica, el agua potable está cortada, amplias zonas no tienen cobertura celular ni de internet. Entre limpieza de terrenos e infatigables palas que no dejan de sacar escombros, pocos supieron de la muerte del ex Presidente Piñera del martes 6 de febrero y mucho menos del revuelo mediático que ha dejado en segundo plano a la emergencia regional durante estos días. Simpatizantes o no, la lucha acá sigue por los vivos. Las divisiones de las redes sociales y la polarización ideológica no tienen cabida mientras se sacan latones guateados. Gente con camisetas del seleccionado de Chile o clubes de fútbol archirrivales trabajan de igual a igual demostrando solidaridad, tal vez el gran patrimonio de los seres humanos en esta tierra con terribles postales que recuerdan más al infierno de la pintura “El Jardín de las Delicias” del Bosco.
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La señora Luz que le agradece tanto a Dios por estar viva, se ha encargado de recibir la ayuda que llega a esta zona del campamento Manuel Bustos. Su desaparecida casa es ahora un sector de toldos azules que le dan un poco de sombra a vecinos más viejos y en que se reparte de manera equitativa bidones de aguas, alimentos no perecibles, platos de comida que llegan milagrosamente calientes provenientes de la ONG World Central Kitchen, juguetes para niños, panes frescos y un largo etcétera.
Sonriente, recibe abrazos, da cariños y grita órdenes para que la marea incesante de personas que llegan a lo que fue su hogar estén lo menos incómodas posibles. Está feliz porque su familia está completa y porque otro de sus hijos salvó a otra familia completa del incendio arriesgando su propia vida.
–Sí, además salvó a una joven que ya se entregaba a no salir de la casa. Mi hermano anda todo el día fuera ayudando –dice Carlos.
–¿Ves la camioneta que está afuera? Volvió hace dos días intacta. Nosotros ya pensábamos que cuando se la pasamos a ese señor con su hijo asmático ya la habíamos perdido. Pero volvieron. Nos contaron que, en medio de toda la humareda, escaparon manejando hasta la playa. Justo cuando se detuvieron allá encontraron a la hija chica que se había perdido, esa de ocho años. ¿Cómo no va a ser un milagro? – revela despidiéndose para seguir ayudando en algo, en lo que sea.
Aún no es tiempo de hacer el duelo por lo perdido por los 25 años vividos en una de las zonas más altas de Viña del Mar y de la cual no ha quedado palo parado en la severa prolijidad que solo el fuego puede causar. Ese que, según informaciones formales e informales, fue originado de manera intencional y cuyos culpables aún no han sido encontrados.
Fotos Jorge López Orozco