Días atrás leí una noticia: “Jennifer Aniston ha tomado la valiente decisión de no tener hijos”. Había dos palabras en esa frase, no sé si exacta, que me hicieron ruido. Una no textual, pero sí implícita. Como formada periodista para mí esto no era una noticia, no había novedad en la información y me parecía casi irrelevante. Sin embargo, valiente me retumbó en la cabeza como un dolor punzante en el cerebro. ¿Era realmente valiente Jennifer Aniston? ¿Se podría comparar su valentía con sobrevivientes de tragedias aéreas o migrantes que cruzan la frontera a pie? ¿Sería lo mismo a interponerse ante el cañón de un arma para salvar a millones? ¿Era valiente tomar la decisión, a partir de su libertad, de no ser madre? ¿Así se veía Jennifer o una vez más le estábamos atribuyendo adjetivos a las mujeres sin su consentimiento?
Me enfrenté a lo primero que hace cualquier persona ante una disyuntiva en las redes sociales: leer los comentarios. Noté que no era la única a la que le molestaba, pero tampoco formaba parte de la mayoría. Algo que sí esperaba que sucediera porque estoy constantemente inmersa en mi pequeña burbuja en la que creo, dentro de su confortable comodidad y aire seguro, que todos y todas piensan como yo. Una vez más me vi enfrentada a la realidad: no es así.
Como mujer adulta, aunque a veces se me tome de niña (no así para pagar cuentas o trabajar en un cubículo de oficina), he decidido no tener hijos o hijas. A lo largo del tiempo lo he compartido en contra de mi voluntad porque se me ha emplazado a ello o porque se ha dado el tema en una conversación, y recibo la misma frase: ya vas a querer, eres muy joven, no seas egoísta. Tengo 31 años y para mí el ahora es el nunca. No un podría ser. Veo pasar mi vida más rápido de lo que me gustaría, he tomado labores forzadas para ganar un sueldo, he intentado dedicarme a la escritura sin éxito porque Chile no es un país hecho para el arte. Y me he dado cuenta de lo mucho que disfruto de mi tiempo sola, con mis libros, escribiendo, con mi perro o mi pareja. No necesito nada más, nadie que me cuide, que proyecte mis faltas o atributos. No quiero cuidar de otro ser humano ni criarle, estoy bien así. Si me preguntaran en qué momento lo decidí no sabría contestar cuándo ni dónde. Jugué con muñecas como cualquiera, inventé historias donde formaban familias y tenían sus propios hijos. Quizás debí darme cuenta cuando ya era momento de enternecerme ante los bebés y yo, tiesa, evitaba sus miradas. O mi molestia al no poder comunicarme con niños y tener que agudizar el tono de voz debió levantar alarmas. Quizás las películas y series de Hollywood en las que periodistas exitosas vivían en Nueva York escribiendo y saliendo por las noches tuvieron su cuota de influencia. Pero lo cierto es que no existió tal momento decisivo. Quienes me conocen, saben la resolución y quienes no, no terminan de sorprenderse.
Luego de años en los que presencio estas reacciones, las entiendo. Digo las, porque excluiré a los hombres de este escrito. No reciben la misma presión por reproducirse, por levantar la tasa de natalidad o para casarse. No entran en la misma categoría. Si no están de acuerdo, nómbrenme una noticia parecida a la de Aniston en versión masculina. Esperaré sentada.
Retomo: las entiendo. Porque Chile nos obliga a tener hijos e hijas. Revisemos cuidadosamente las políticas en las empresas, en los lugares de trabajo. Los beneficios que apuntan a quienes tienen lactantes o pequeños a su cuidado, que se han luchado durante años, sí. El teletrabajo suele ser solo para quienes cuidan, maternan, como lo dice la ley 21.526 despachada el 20 de diciembre 2023 en Chile. Días libres u horas menos para madres. Días hábiles de vacaciones por matrimonio (ley 20.764), la etapa previa, ¿no? Durante la pandemia quienes no tenían menores a su cuidado debían ir a las oficinas, la mayoría de las veces, a pesar de que su salud o su tiempo personal estuviese en riesgo. Porque se suele concebir a quienes no tienen hijos o hijas, como si pudieran tomar todo el peso del mundo en sus manos mientras el resto se los va depositando sin mirar atrás. Tienen tiempo, que lo tomen ellas.
Los establecimientos escolares nos muestran imágenes de madres con hijos desde prekínder y jugamos con bebés de plástico, a diferencia de los niños. Ellos tienen camiones, autos, responsabilidades de hombre. Nosotras tomamos escobas y pañales sin antes saber pronunciarlos. Es lo que debemos hacer: reproducirnos. Es lo que nos dice el Estado: reprodúcete. ¿Por qué deberíamos pensar distinto?
Chile nos obliga y luego abandona. Hace unos meses atrás la noticia de que la tasa de natalidad, según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), había caído a un 1,3 hijos por mujer alarmó a la clase política. Se iniciaron inmediatas conversaciones en la Cámara de Diputados y Diputadas para revertir la cifra, entre ellas pagar el trabajo de hogar a dueñas de casa y enfocar los recursos fiscales a la educación escolar y preescolar.
En El segundo sexo de Simone de Beauvoir, se plantea la idea del poder que ejerce la sociedad sobre las mujeres por la constante responsabilidad que se les impone sobre los hijos e hijas. Un valor atribuido como “inferioridad”, como la femineidad subordinada a ser madres. Idea que se desarrolla en la literatura en novelas como “La hija única”, de Guadalupe Nettel, con Laura constantemente argumentando sobre esto y otros temas para que sus amigas le comprendan: no les favorece maternar. “Además, la sociedad está diseñada para que seamos nosotras, y no los hombres, quienes se encarguen de cuidar a los hijos, y eso implica muchas veces sacrificar la carrera, las actividades solitarias, el erotismo y en ocasiones la pareja… ¿Vale realmente la pena?”.
Pero, pongámonos serios, si le hiciéramos caso al Estado de Chile y decidiéramos ser madres ¿a cuántos bonos podríamos acceder?
Está el conocido Bono por Hijo que se atribuye a mujeres mayores de 65 años por cada hijo nacido, el Bono Familiar entregado a quienes no puedan solventar los gastos familiares, Subsidio Maternal entregado a madres con licencia médica y sin renta, Asignación Familiar para trabajadores embarazadas desde el quinto mes, Bono Recién Nacido y otros a nivel global, pero con prioridad a madres. Si nos ponemos en la situación hipotética de calificar para estos bonos, y descontamos aquellos a los que no podríamos acceder por situaciones obvias (no tenemos más de 65 años y no estamos bajo licencia), recibiríamos $75.152 pesos chilenos mensuales. Alcanza para diez paquetes de 20 unidades de pañales de recién nacido. Bebés que, en promedio, utilizan 10 diarios. Según un informe del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec), para cuidar a un menor de un año se necesitan mínimo $98.339 pesos chilenos. Si el niño o niña tiene entre 1 a 3 años, el mínimo es de $116.050. Tanto madres como padres podrían debatir esto. ¿Es realmente ese el monto final?
¿Qué pasa si hacemos el ejercicio contrario? Hemos decidido no tener hijos. ¿Qué podemos hacer con $75.152? Hago la simulación de una compra mensual de supermercado para dos personas y por ese monto puedo llevarme toalla nova, confort, servilletas, cuatro leches vegetales, choclo congelado, margarina, una caja de granola, 500 gramos de sal, dos tarros de garbanzos, seis de atún, un kilo de arroz, cuatro paquetes de tallarines y una lechuga y me sobran cerca de 5.000 pesos.
Como decía Lina Meruane en Contra los hijos, no escribo en contra de la industria filial, ni de las madres que sí desean serlo. Citándola una vez más y utilizando sus maneras, es en contra de Chile que escribo estas páginas, porque “aunque no he experimentado nunca por los niños ninguna índole de devoción, tampoco estoy en contra de la niñez”. Se ha señalado antes en la literatura, no estoy inventando la rueda: el estado latinoamericano le da la responsabilidad social, económica y de los cuidados a las madres (Rodríguez y Pautassi, 2014; Rodríguez 2015), a las familias, abandonándoles.
Chile me obliga a tener hijos y luego me abandona. Ahora yo te hago la pregunta: ¿es valiente no querer? ¿O lo es decir que sí?