Debido al asesinato de tres carabineros en la Región de La Araucanía –una zona de conflicto y en estado de Emergencia– en Chile se decretó duelo nacional. Los detalles de la tragedia aún están siendo investigados, y el hecho ha conmovido profunda y transversalmente a la opinión pública. Las razones para ello son múltiples: todo indica que se trató de un evento planificado, donde no solo se asesinó a quemarropa y luego incendiando su vehículo a tres policías, sino que además ocurrió en la madrugada del 27 de abril, es decir, cuando se conmemoraba el Día del Carabinero.
Adicionalmente, estos homicidios ocurrieron en medio de un estado de ánimo nacional particularmente encendido, a saber, en un momento donde la ciudadanía está asustada, insegura y percibe la crisis de seguridad como el mayor problema del país. En este contexto, los homicidios, además de tratarse de crímenes indiscutiblemente inaceptables –asesinatos–, tocan una fibra afectiva con un fuerte componente simbólico.
Es cierto que, comparativamente hablando, Chile sigue demostrando números muy por encima del promedio de países vecinos de la región respecto de la seguridad y la violencia. También es correcto que ha habido una baja en los homicidios y delitos violentos a causa de una batería de medidas impulsadas por el gobierno del presidente Gabriel Boric. Con todo, en Chile, no solo en Santiago, las personas tienen miedo y han adoptado un toque de queda autoimpuesto para evitar exponerse a ser vulnerados –se evita salir de noche, los barrios al caer la oscuridad están casi deshabitados o morados por ilegalidades y mercados informales. Y por más que también es efectivo que la percepción de inseguridad parece ir de la mano con la repetición y exposición permanente que de ella hacen grandes medios de comunicación (sean homicidios, encerronas, peleas, etc.), no es cierto, y en ello los datos hablan por sí solos, que esto sea su invento o creación. No se puede tapar el sol con la mano.
Así las cosas, la conmoción es comprensible. Pero, y aquí es muy importante hacer algunas distinciones para que estos sucesos no sean utilizados ni para oportunismos políticos o electorales, ni para caer en trampas “buenistas”, conspirativas o desmemoriadas. Pues, además del contexto ya señalado, los homicidios a carabineros se enmarcan también en un momento donde el país muestra índices bajísimos respecto de la confianza hacia una serie de instituciones gubernamentales. Carabineros de Chile en particular es una institución que debido a una serie de hechos ha sido cuestionada y ha perdido legitimidad para buena parte de la población –de hecho, el propio general de carabineros, Ricardo Yañez, está ad portas de ser formalizado para enfrentar a la justicia por cargos de mando y omisión de responsabilidad en apremios ilegítimos ocurridos durante el estallido social del 18 de octubre del 2019.
Como ha señalado en varias oportunidades el periodista Daniel Matamala, la escalada de violencia o la intención de mejorar la seguridad no pasa por el apoyo ciego a Carabineros. Tampoco la situación de inseguridad es ocasionada por quienes han sido críticos de la institución. Si bien fue Carabineros por muchos años la institución más confiable del país, aquella confianza paulatinamente fue cayendo -antes del estallido social- por diversas razones: la corrupción (se supo de un fraude contra el patrimonio fiscal de 26 mil millones de pesos), mentiras y montajes (como en la Operación Huracán y el caso Catrillanca), y violaciones a los derechos humanos durante el estallido social. Todas estas son legítimas razones para comprender que la institución haya dejado de ser considerada ejemplo de probidad y reciba críticas. Por su parte, hay que decir, que gritar en todas partes “paco bueno, paco muerto” o “paco asesino” a destajo, también iconizar lemas del “mata pacos” durante el estallido social, nunca fueron las formas apropiadas ni justas para hacer estas críticas –y por eso, no lo hice jamás (sí, confieso y tengo razones, saltar en marchas en el colectivo “el que no salta es paco”).
No obstante, y quizás esto es lo más importante de atender, es que todas las exposiciones y críticas hacia la institución de carabineros, incluyendo las voces que defendían la necesidad de reformar o hasta “refundar” las fuerzas del orden y la seguridad, más que seguir voluntades anárquicas, anómicas o revolucionaras, lo que intentaban señalar era la necesidad de contar con una “buena policía”.
Chile jamás ha sido un país sin crímenes o delitos, por “oasis” y particular que haya sido considerado, o en el que sensatamente podría esperarse que no contara con fuerzas de orden estatal. Como tantos otros países, requiere de ellas –y quizás hoy más que nunca cuando la criminalidad y sus formas se han vuelto más violentas, más organizadas y más despiadadas que antes. Así, toda crítica y denuncia fundada que exponga públicamente y ante la justicia posibles errores y, más aún, delitos de la institución son precisamente los caminos necesarios para que la policía en Chile mejore y esté a la altura de las necesidades ciudadanas y del mandato de resguardar el orden y la seguridad de un país. Pero no es, ni puede ser, apoyo a carabineros silenciar o encubrir errores, menos delitos, tanto menos como defender dogmáticamente a la institución, sino precisamente recalcar la importancia de su labor para todo el país. Exactamente por tratarse de quienes están a cargo del uso legítimo de la fuerza y las armas, deben siempre, y en todo momento, hacerlo en total apego de la Constitución y las leyes, al Estado de derecho y en el marco de las atribuciones de su cargo.
La escalada de violencia o la intención de mejorar la seguridad no pasa por el apoyo ciego a Carabineros. Tampoco la situación de inseguridad es ocasionada por quienes han sido críticos de la institución.
Dicho todo esto ¿por qué es tan importante detenerse en la gravedad de este ataque a tres carabineros? No porque se trate “solo” de asesinatos –algo por sí mismo inaceptable, como dije-, ni porque la vida de carabineros valga más que otras vidas. La gravedad de este hecho debe llevarnos a reflexionar no solo en la complejidad de la violencia y conflictos en la macro zona sur, sino en la necesidad de reforzar la inteligencia, preparación, capacidad y dotaciones de las fuerzas del orden y la seguridad nacional. Chile, efectivamente y por desgracia, enfrenta un momento donde requiere no solo de más agentes, sino también de una mejor fuerza policial. Para ello, un estado de derecho cuenta con diversos instrumentos y herramientas: desde militarizar transitoriamente ciertas zonas estratégicas del país en apoyo a la labor de Carabineros, como han propuesto distintas voces y de distintos sectores y colores políticos, pasando por modificaciones de tipo jurídicas e incorporando, como propongo más adelante, medidas que cada uno, como ciudadanos particulares, debe asumir.
Por último, y como de lo que se trata aquí es de pensar formas en las que, sin dogmatismos ni fanatismos, como también lejos de supremacías morales o retóricas condenatorias, persecutorias o autoritarias del simplista más “mano dura” (a la Bukele) contra el delito, o de declaraciones de pésame y repudio nacional contra delitos y crímenes por parte de la sociedad civil, autoridades y de la clase política, parece tiempo de atreverse a cambios con mirada de corto y largo plazo que impliquen el compromiso y la voluntad de todos los actores.
Como dije en otro lugar, quizás son las altas autoridades las que podrían encarnar nuevas alianzas; unas que tanto en lo simbólico como en lo práctico pueden robustecer el mandato primario del Estado de proteger a su ciudadanía contra toda forma de violencia. Quizás el nuevo pacto, ese pendiente no solo desde el estallido social del 2019, sino desde hace 50 años con el quiebre de la democracia y la tracción de la dictadura cívico-militar de Pinochet, puede superarse en vistas de la necesidad de un bien mayor nacional como lo es garantizar la seguridad: la renovación de la alianza entre el ejecutivo, el Gobierno y los militares; la oportunidad de reconciliar la alianza rota entre Allende y Pinochet y que hasta hoy nos pesa y divide. El Presidente Boric y el Comandante en Jefe del Ejército, General Iturriaga, podrían encarnar justamente esta dupla que no sólo nos traería acciones y posibles avances en materia de seguridad a corto plazo, sino quizás más profundamente también, nos traería una renovación épica de confianzas y alianzas ejemplares, una posibilidad de reconciliación, perdón y esperanza institucional inédita, tan necesaria y pendiente en nuestro país.
Pero además de ese nuevo pacto ejecutivo-militar, se precisa también innovar y atreverse a otras medidas. Si la ciudadanía verdaderamente considera que existen múltiples razones para priorizar en la agenda de seguridad y debe ser asumido como el gran desafío del país, entonces todas las fuerzas políticas, pero también cada uno de los ciudadanos, debemos contribuir en lo propio: la clase política ha de concordar más y mejores medidas, legislar con mayor agilidad y asertividad para la prevención, persecución, condena y sanción de delitos, reformar la justicia donde sea necesario, y atreverse a propuestas que incluso puedan tener costos electorales. Si necesitamos más y mejores policías, ¿no deberíamos invertir como país no solo en más armamento y dotaciones, sino también en la formación de más y mejores carabineros? ¿No debería haber una política que incentive la profesión, una que no solo resguarde mejor sus vidas, que proteja a carabineros, sino también que le permita condiciones de vida de calidad, materialmente, pero también de reconcomiendo social? ¿No deberían generarse estrategias donde, como en países como Alemania y España, países en que sus policías y fuerzas de orden y seguridad fueron profundamente renovadas (refundadas podríamos llamar también) por el cuestionamiento legítimo e incuestionable frente a su actuar criminal en los horrores de Hitler y de Franco, y que ser carabineros sea un cargo selecto, honor y privilegio, y no una carga?
Pero nosotros, los “ciudadanos de a pie”: ¿podemos también, en el intertanto, imaginar como sensato, incluir un servicio militar, policial y/o cívico obligatorio, para todos los jóvenes desde terminada la secundaria, sin excepción, que implique y eduque a las generaciones más jóvenes a un compromiso nuevo con el país? Alemania entre 1960 y el 2012 tuvo esta medida (elegir entre servicio militar y civil, no policial) con un importante impacto tanto en la incorporación de jóvenes en el servicio militar, pero por sobre todo en cuestiones eminentemente sociales; por ejemplo, el trabajo como apoyo en hospitales y hogares de ancianos.
En un momento como el nuestro, donde Chile no solo se vive, en el escenario micro, emergente y urgente, una gran crisis de seguridad y el requerimiento por más y mejores policías, sino también –en el escenario más macro y visto en largo plazo– un momento de crisis de la educación, de tensiones profundas y cada vez menos generosas entre las generaciones y los géneros, de aumento de la desconfianza institucional, desconocimiento (a veces solo desprecio) a la(s) autoridad(es) pero gritos por más autoritarismos, falta de sentido de pertenencia y cohesión social y un creciente narcisismo individualista como el estado psíquico de la era, quizás pueden imaginarse medidas que nos obliguen –sin autoritarismos mesiánicos ni in aeternum– a que cada uno ponga de su parte y deponga, por un momento, sus libertades singulares por el bien común en un compromiso también común y con sentido de responsabilidad: contribuir todos y todas a tener un hogar que no solo se critique o padezca, sino que activamente se edifique, donde cada uno sepa su parte en la construcción de más seguridad; para que esta casa común, el país, imperfecta como todas las casas, sea realmente hogar. Y hogar, cual dice la etimología, deriva de focus, de donde hay y se hace el fuego, donde está el calor donde nos cobijamos, nos encontramos y estamos juntos. En nuestro fuego protegidos, no a la merced del fuego ajeno.