Tengo la impresión y es un hecho
consumado afirmar que resulta mucho
más fácil escribir una obra literaria
que explicarla
Alfonso Alcalde
Valle del Elqui es algo sobrenatural. Cristian Geisse también, por eso se siente cómodo aquí. Sentado junto al fuego toma una cerveza. Puede ser la primera. O la séptima. O la decimocuarta. La verdad, perdió la cuenta hace rato. Pasará la noche acá, en Uchumí, una quebrada al interior del interior de la montaña. Adentro, donde el silencio es absoluto. Sólo el sonido de las llamas repica hondo. Una carcajada ronca y marchita. Es la risa del diablo.
Geisse lo escucha.
—Yo conocí al diablo —dice, con el fulgor de la fogata iluminando su rostro moreno—. Es una manera de vivir echao a perder. Sin escapatoria. Aguantando entre las cuerdas. Por eso importa conocerlo y saber que está ahí. Porque basta un pequeño descuido para caer después a la misma hueá.
Nacho, su primo, lo acompaña. Como siempre y desde siempre. Su mejor amigo. Un tipo elocuente, de bigote tupido y ensortijado en las puntas. Sesea historias sobre las rutas y caminatas de las colinas, que, a esta hora, son colosos negros que sostienen el firmamento. Geisse escucha con atención. Los relatos de Nacho siempre le dan material para sus libros.
—Años atrás aquí venían familias completas a sacar mineral de los piques —dice, mientras acomoda las brasas de la leña—. Y, mucho antes, el llamado pueblo diaguita. O quienes lo conquistaron.
Llevan tiempo subiendo cerros como entrenamiento. Se preparan para una expedición al Cerro Tórtola, un santuario incaico de más de seis mil metros de altura, con el objetivo de inaugurar la biblioteca a mayor altura de Chile. Nacho se volvió devoto del montañismo. Cristian Geisse no, pero lo acompaña. Como siempre y desde siempre. Su primo trajo todo lo esencial. Fuego, luz, herramientas. Geisse, en tanto, olvidó llevar agua. En su mochila sólo empacó un saco de dormir y latas de cerveza. Las mismas que ahora que se apilan vacías a su lado y que hidratan sus labios sonrientes.
Geisse también es profesor de un colegio en Vicuña; el mismo lugar en que nació —allá por 1977— y en la misma escuela que lo formó. Le encantan muchas cosas de su trabajo, pero, principalmente, las vacaciones. Casi tres meses al año que dispone para subir cerros con Nacho, pasar la caña tranquilo y dedicarle tiempo a su carrera.
—Pago esta adicción culiá de escribir y ser escritor con el trabajo que tengo —cuenta, mientras las llamas siguen riendo—. El próximo año voy a pedir menos horas de profe, para tener una disciplina diaria. Tiempo. Porque ahora parece más un hobby y me gustaría que sea más como un trabajo.
Nacho llega con más ramas secas. De su bolsillo saca una botella en miniatura de pisco. Bebe un sorbo y le ofrece a su primo. Él le hace el quite. Sabe cómo se pone con el destilado, prefiere siempre la cerveza. Geisse arroja la leña y el fuego renace vigoroso ante sus ojos.
—¿Qué te estaba diciendo antes? —pregunta, con la lengua enredada—. Entonces, cuando estás frente a un hueón que ha estado con el diablo es como mirar un color. Un color oscuro. Ese es el brillo que tiene y por eso escribí sobre él mis primeros libros. Ahora estoy en un nuevo proyecto que trata sobre el ser humano. El arte, la animalidad, la comprensión del mundo, los científicos y la literatura. Y finalmente…
Geisse mira al cielo y canta, con su voz de violín de cuerdas oxidadas.
—Oooooooh, Jehováaaaaaa —entona, antes de soltar una carcajada—. Sí, escribir sobre Dios. Quiero explorar esa hueá. Me he dado cuenta que la búsqueda de Dios es parte del ser humano. Pero no sé…
Deja otra lata vacía en el suelo y agacha la mirada.
—No sé si es una confusión, pero me parece ridículo. Esto de creerse escritor, artista, Alfonso Alcalde. Es como una pretensión de adolescente…
—Ya pero estai un poco delirante —interrumpe Nacho—. Todos los colores hacen el arcoiris, todas las plantas hacen el bioma…
—¿A qué te referí?
—Que esa pretensión ridícula que decí tú, no es tan compleja ni pretenciosa. Es la necesidad de que haya gente que se crea el cuento. La fama es efímera. El prestigio se gana.
Geisse asiente vacilante y recoge la botellita de pisco.
—¿Y qué pasa después de que conozcas a Dios?
—Morir no más —responde, tomando un trago largo—. Morir contento.
***
En esta ciudad todas las distancias son caminables. La terminal de buses está a solo una cuadra del San Luis, una cantina clásica de Vicuña. Geisse da pasos relajados por las calles color sepia. Mastica un chicle que a ratos se asoma entre sus dientes blancos que resaltan bajo sus lentes de sol.
—¿Cómo es tu relación con tu padre? —me pregunta, antes de entrar al bar—. Es que creo que con esa respuesta uno puede sacarle la foto de entrada a una persona.
Es mediodía y bajo la sombra de una parra Cristian Geisse se toma un schop para exorcizar el calor del valle, que rebota en el suelo de concreto. Se lo sirve el dueño del lugar, apodado Cabezón, quien lo atiende como se atiende a los amigos. Geisse es un parroquiano del San Luis. En la mesa contigua, unos viejos conversan muertos de la risa alrededor de las botellas desechables, como un ritual pagano avivado por la cerveza fría. Lo saludan con afecto y le cuentan con detalles cómo uno de los ancianos perdió un par de dientes en una pelea a las manos por meterse con una mujer casada. Cristian Alberto sufre la maldición del escritor. Todo el mundo quiere contarle su historia para que en un futuro él escriba sobre ella en alguno de sus libros.
«En Vicuña todos hablan en idioma historia», dice Geisse.
Él también domina esa lengua. Con ceremoniosidad recuerda escenas de su infancia, cuando la luz se cortaba en todo Chile. Los miristas otra vez habían bombardeado el tendido eléctrico y dejaban ciudades enteras en la oscuridad. Vicuña, ciudad pequeña, no era la excepción. Cristian Geisse padre, criado en una familia de arrieros, prendía una vela en su casa en calle Chacabuco y se sentaba a leer. «Costumbristas, criollistas, best seller. Lo que encontraba a mano», recuerda.
Su hijo del mismo nombre lo veía.
No le decía nada. Papá era de pocas palabras y él no quería volver a decepcionarlo. Hace un tiempo había hecho un escándalo porque quería unas bolitas para jugar. Cuando se las trajeron, no detuvo su llanto pendejo. Le preguntaron por qué, si ya tenía lo que pidió. Respondió entre sollozos que temía perderlas. Pensaba que su padre creía que era un cobarde. Un jodido. No fue hasta muchos años después que supo que lloraba más que él.
Geisse también quería leer. Hizo sus primeros esfuerzos ojeando unas historietas del Pato Donald y Goofy, pero no entendía nada. Antonieta, su madre, —cajera en un banco, ocho hermanos— le había explicado cómo suenan las letras cuando se juntan. Sin embargo, nadie le enseñó que se lee hacia el lado, no de arriba a abajo. Se sentía tonto.
En el colegio Antonio Varas, la profesora Carmen Magna finalmente le enseñó a leer. También a escribir. Geisse redactaba cartas a su abuela Elba, mamá de su mamá, que vivía lejos. La quería tanto. Siempre le dijo que debía ser bueno y estudiar. «La educación lo va a salvar», le repetía. En sus cartas de respuesta, ella escribía con palabras a medias, terminadas en rayas. Era semianalfabeta. Hizo caso. Era un niño de buenas notas, pero solitario. En la escuela le decían que era feo, frentón, ojeroso. Él les encontraba la razón. A veces tenía ataques de rabia y se pegaba combos a sí mismo. Creció dolido. Dañado.
Preguntaron a los niños qué querían ser de grandes. Él dibujó un científico. Desde chico le llamó la atención el arte y la cultura. Le atraía la posibilidad de ser un sabio, un hombre culto, un mago. Repetía que no tenía talento, pero admiraba tanto la posibilidad de convertirse en algo así, que él también quiso. Empezó a escribir poemas. Todo el mundo lo estimuló a seguir. Su vecino dentista los guardó para el futuro y la profesora los mecanografió. Quería ser un artista, un genio. Como los científicos. Como la Gabriela Mistral, que todos en Vicuña idolatran en algún momento de sus vidas. Si ella pudo triunfar desde este pueblo de mierda, nosotros también.
***
Cristian Geisse pide ayuda para enrolar un cigarro. No es un buen fumador, pero una que otra vez acepta. Sentado en una banca de la plaza de Vicuña no logra pasar desapercibido. «¡Buena, profe», le gritan. Saluda tímida, pero cálidamente. En esta ciudad pequeña la mayoría lo reconoce y sabe que es escritor. Estacionadores de autos, artesanos, cajeras de la verdulería y lugareños. Lo llaman así porque hace clases a terceros y cuartos medios.
—Antes me decían poeta y me molestaba —dice, con el papel del tabaco quemándole los dedos morenos—No quiero ser ese hueón que se cree artista. Por eso que me digan profe me hace sentir más cómodo.
Geisse no siempre estuvo impregnado de la falta de cariño de Chile con sus artistas. Recuerda que cuando estudió en la universidad fue cuando más seguro y decidido estaba de que sería un poeta. Rimbaud, Mistral, Baudelaire, Neruda, esa era su vara. En sus primeros años en la carrera de Letras en la Universidad Católica se comportaba como un artista. Negado a aprender y sin tomarse en serio sus ramos. «Había leído un montón de cosas sin haberlas entendido bien y creía que tenía un terreno ganado frente a otros. Era buen alumno, pero había muchas evidencias de que yo no tenía mucho talento», dice.
La poca valoración que Geisse tiene de su propio intelecto contrasta con los recuerdos de Ignacio Álvarez, compañero de carrera, con quien compartió algunos ramos. «Era uno de los pocos estudiantes de Letras que vivía intensamente la literatura», dice. No olvida un trabajo que hizo sobre Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima, que lució por su compromiso, profundidad y creatividad. Lo sorprendió. No entendía cómo este sujeto intenso en la vida, bueno para el carrete y el trago, tuviese un interés tan genuino en la literatura, incluso en sus partes más técnicas.
«En Vicuña todos hablan en idioma historia», dice Geisse.
Recuerda cuando estaban estudiando una de las aventuras del Barón de Münchhausen, en la cual este caminaba con su caballo por la nieve. Perdido, decidió amarrarlo a un palo para pasar la noche y cuando despertó, el animal estaba colgando del campanario de una iglesia porque toda la nieve se había derretido. Geisse le dijo a Álvarez que no podía ser. Él conocía esa historia, le había pasado a un guardia de discoteca en Vicuña y que su caballo fue el que había amanecido amarrado a la punta de la iglesia de la ciudad. Pensó en las historias que le contaba su tía Marta cuando era niño, como la de las alas angelicales que se asomaban en las aureolas de la luz de los faroles, la del burro que se alarga o la de los demonios que jugaban naipes.
Se dio cuenta que los cuentos del Barón se repetían con los cuentos de Vicuña. La mentira comenzó a resultarle fascinante. «Eran historias graciosas, hiperbólicas, fantásticas. Y esa era toda la hueá que yo quería escribir», dice Geisse. Le contó a Álvarez que le pediría a los viejos de su pueblo que relataran con detalle las historias que ellos se creían para recolectarlas. Finalmente, medio en serio, medio en broma, le dijo que escribiría una antología con las mejores mentiras que había escuchado en su vida. «Yo tengo parientes en Chimbarongo y habría encontrado aburridísimo hablar con ellos. En cambio, el Cristian le supo dar esa vuelta. Era como un ácido y eso es bacán», dice Álvarez.
Preso de su propia inseguridad, este y otros proyectos no prosperaron. Jamás ganó becas, concursos o fondos; mucho menos, consiguió hacerse amigo de algún profesor que le diera una mano. Esto solo reforzó la poca confianza en sí mismo. Por ejemplo, a pesar de que Ignacio Álvarez asegura que «era buen mozo y dejaba la escoba entre mis compañeras», él nunca se sintió atractivo para las mujeres. Sin falsa modestia, reconoce que «soy torpe a un extremo que me hace sentir vergüenza. Inseguro, como Alfonso Alcalde. Incluso cuando alguien me gusta me cuesta mucho darlo a entender, porque no sé hablar, soy de los que esconde la vista. No sé jotear. Por eso creo que el alcohol es una forma de no sentirme incómodo frente a la gente». Alicia, su pareja actual —profesora de inglés, hoy dedicada a la venta de plantas de interior— una mujer alta de ojos resplandecientes, lo conoció así mismo: titubeante y temeroso. Y aun así, se enamoró de él.
Cristian Geisse, hasta hoy, siente que le ocurren cosas buenas que no cree merecer.
Siempre ha sido arisco a sentirse en una posición de privilegio. Por ejemplo, cuando don Cristian y Antonieta lo cambiaron al Colegio Inglés de la ciudad de La Serena. Un lugar pituco, donde se codeó con la élite de la Cuarta Región, pero Cristian Alberto no se halló. En Vicuña, su familia le estampó el culto a la humildad. Un deseo verdadero de ser buena persona. Nunca fue buen cristiano, pero incluso por un momento pensó en ser cura, algo que él sentía como la demostración máxima de que quería ser bueno. Tiene un amor por ese mundo más auténtico, real y menos pretencioso. La Serena era todo lo contrario y no le gustaba sentirse parte de eso. Se portó mal con la gente que lo quiso en el nuevo colegio, al punto que fingió una depresión para volver a Vicuña.
Geisse no siempre estuvo impregnado de la falta de cariño de Chile con sus artistas.
Ese caldo de cultivo de inseguridades lo obligó a entregarse por completo a su sueño de ser escritor. Sintió que debía trabajar el doble. Esforzarse el doble. Diseñó un proyecto literario fiel a su tierra y los personajes que la habitan.
Cristian Geisse tuvo que inventarse un espacio en el mundo para que su mundo cupiera.
Muchos años después, Ignacio Álvarez se convirtió en doctor en Literatura y profesor de la Universidad de Chile. Una vez un estudiante le recomendó un libro con un dibujo del diablo vestido de traje emborrachándose con un líquido negro en la portada. Era En el regazo de Belcebú, la primera antología de cuentos de Geisse, publicada en Valparaíso. Recuerda que «fue una alegría encontrarme con que además de ser un gallo bacán, era un escritor bacán. Siempre me pregunté cómo aguantó esos cuatro años en la UC de los noventa, con profesores enamorados del boom y con compañeros que éramos cuicos. Y que el Cristian haya estado rondando por ahí, engendrando un proyecto tan original, radical, moderno y honesto, me parece heavy. Para mí es el escritor más importante de su generación».
***
El canto rayado de los loros tricahue escolta la tarde mientras bebe cerveza de una taza de té. La toma con hielo, para que el alcohol no lo traicione tan rápido. Los muebles, libros, cuadros, adornos y un piano juntan polvo en su living. Duermen bajo una luz gris y solitaria que recorre los altos pasillos de adobe y madera. La casa de Geisse es como un recuerdo que cada día se hace más y más borroso. Allí vive hace años, solo, con su padre.
En el patio, mientras sus árboles recortan los rayos de sol del norte chico, una de sus gallinas camina a duras penas. Machucada. Herida.
—Ese pollo fue rechazado por su propio gallinero, está cojo porque lo maltrataron ayer y hasta su propia madre ya dejó de cuidarlo. Yo espero que se haga fuerte —dice, mientras da un sorbo pausado—. Así es la vida a veces.
Ocurre un milagro: la lluvia del invierno elquino escurrió desde las alturas del valle hasta Vicuña y la acequia que atraviesa su jardín se desborda, contra la resequedad a la que ya está acostumbrada.
—Échame una mano, Tambe —dice el padre de Geisse, con su voz áspera.
Todos lo llaman Tambe. Tan bellaco.
Cristian Alberto, de cuarenta y seis años, se convierte en un niño. Su papá intenta hacer funcionar una bomba vieja y oxidada para rescatar algo del agua que corre rebelde. Su hijo deja la cerveza sobre la mesa, se acerca rápido, hace como que entiende lo que le piden y da un esfuerzo cohibido por encender la bomba. Los ojos zafíreos de Geisse padre lo observan de soslayo. Una idea muda asoma de su hijo, que intenta encontrar las palabras para decirle que está equivocado, que la bomba funcionará de otra forma. Su papá, en su esquiva terquedad, no se toma en serio la propuesta. Acuerdan comprar una nueva.
El resto de la tarde el Tambe se la pasa conversando. Es de risa fácil y habla con devoción de la gente que admira, como sus amigos de Valparaíso, su abuela Elba o su primo Nacho, al que invita a su casa por teléfono. Geisse le cuenta que entre sus próximos proyectos literarios está uno que lo tiene especialmente emocionado. Desde su oficina trae una carpeta con un montón de papeles envejecidos con el color del tiempo.
—Esto es El salitre, original de Alfonso Alcalde, uno de sus reportajes que nunca ha visto la luz —cuenta, poseído por la emoción—. Es bellísimo.
No es la primera obra de Alcalde que Geisse va a transcribir. Lleva años obsesionado con el escritor y divulgando su trabajo. Dice que lo conoció antes de conocerlo, porque se le aparecía en distintas escenas de su vida, pero nunca le tomó el peso, hasta que una vez, años atrás, Nacho le prestó un ejemplar del libro Las aventuras del Salustio y el Trúbico, roñoso, con las hojas sueltas y leyó el cuento Cuando son contratados para cambiarles el color a los congrios negros en el galpón de La Cicatriz con Eco en el puerto de San Vicente. «Qué es esta maravilla de Dios, dije yo, qué lindo cómo se va en un delirio, se deja llevar, sin parar, donde hay vino, donde hay chiste, donde hay locura. Era más o menos todo lo que estaba viendo a mi alrededor», recuerda el Tambe.
Se sintió reflejado en el trabajo y la historia de Alcalde. Ese talante de dejarlo todo por su arte, de rescatar las historias de los más marginados, de emborracharse con la vida, de decidir no muñequear para hacerse un espacio entre el amiguismo editorial.
Uno de sus tantos homenajes ocurrió en 2003, cuando Geisse publicó Calabriadas, su ópera prima, llamado así por el nombre del trago que resulta de la mezcla entre vino tinto y vino blanco. Era un pequeño libro de poemas que terminó detestando. Avergonzado y seguro de que era un mal trabajo, le dijo a sus amigos que no descansaría hasta reunir los ciento cincuenta ejemplares y que los quemaría hasta las cenizas. «Hizo eso para copiarle a Alcalde. Yo tengo uno en mi casa y no se lo voy a devolver ni cagando», dice el poeta Daniel Tapia, un sujeto de baja estatura y un moño que ata su pelo largo. En efecto, la primera publicación de Alfonso Alcalde, el poemario Balada para la ciudad muerta, que contó incluso con el prólogo de Pablo Neruda, nunca lo llenó del todo y esa insatisfacción lo llevó a quemar los casi quinientos ejemplares —guardó uno para él—, mientras se emborrachaba con sus amigos. Neruda le terminaría quitando el saludo por siempre.
Para Geisse se convirtió en su amigo invisible, una suerte de padrino o maestro fantasma al que abrazó con cariño y que también, con sus luces y sombras, le dio las coordenadas del escritor que quería ser.
Alfonso Alcalde, quebrado económicamente, siempre inseguro de su talento, depresivo por la falta de reconocimiento y abrumado por considerarse un fracaso, se ahorcó en la pensión en la que vivía, el 5 de mayo de 1992 en la ciudad de Tomé.
Años después, Cristian Alberto compiló parte de su obra y la relanzó en tres volúmenes: Cuentos Reunidos 1967-1973; El panorama ante nosotros; y La consagración de la pobreza. En el prólogo de la colección escribió: «Su existencia cargada de excesos y contenciones, de huidas y recogimientos, se expresa notablemente en sus trabajos literarios, igualmente versátiles y desasosegados, algunas veces irregulares y confusos, donde se marcan el dolor y el abandono, la angustia y el vacío; pero también una impetuosa vitalidad, alegrías arrolladoras y un profundo y avasallador amor por la vida y la gente».
***
Al fondo del patio de su casa hay una pared llena de ilustraciones. Las imágenes, que él mismo diseña en su computador, son una colección de ritos y personajes que componen unas tarjetas de lotería que prepara hace años. Sueña con que algún día sus vecinos del valle pasen noches de fiesta jugando con ella. Los diseños van desde la Gabriela Mistral con un tercer ojo, pasando por una cabra con piel de estrellas, hasta un jugador de fútbol con fuego en vez de pelo, vistiendo la camiseta del club de barrio de su padre, la Juventus.
La composición de colores tornasoles invita a sumergirse dentro de su propio multiverso, que palpita fuerte ante nosotros. Una de las tarjetas es El Cristo de Elqui, inspirada en el profeta de Vicuña que anunciaba el fin del mundo hace casi un siglo. Nicanor Parra lo inmortalizaría en uno de sus libros tiempo después. Como muchas figuras, tiene un significado especial para Geisse. El personaje también fue protagonista de la última presentación de El Teatro Pobre de Matusalem, la compañía de títeres itinerante que tuvo junto a Nacho, hasta 2009. Un intento rudimentario que encontró de hacer arte.
—Los esculpíamos con restos de colchones zorreados. Mientras más vieja era la esponja, los monos quedaban mejor.
—¡Títeres, hueón, y la boca te queda donde mismo! —lo interrumpe Nacho.
—¿Y por qué se enojan que les digan monos? —responde Geisse, entre risas.
—Ni mono, ni muñeco, ¡títere!
Trabajaron con actrices, artistas plásticos y músicos. En el clímax de la presentación, representaron una escena real del Cristo de Elqui, cuando subió a un árbol y afirmó que, si Dios y Jesús lo decidían, él podría volar e irse al cielo.
—Y ahí saltaba el títere, en cámara lenta, mientras sonaba una canción que decía «volaaaaar no es caeeeer» —dice Geisse, mirando al vacío, como si ese recuerdo se estuviera proyectando ante sus ojos—. A pesar de que era humor, era emocionante la hueá. El Nacho a veces lloraba.
Los títeres le permitían a Geisse ser otro. Una máscara. Un trance. «La ilusión de desaparecer, pero seguir existiendo», escribiría tiempo después.
En 2011, el profesor de la Universidad de Viadrina en Frankfurt, Leonidas Lahm, publicó Los hijos suicidas de Gabriela Mistral. Una antología de poetas jóvenes del Valle del Elqui, como Juan Manuel Godoy, Fernando Navarro, Alfonso Pinto y Pedro Álvarez. Recopiló detalles de sus vidas y los mismos poetas describieron la inspiración de sus estilos, todos distintos entre sí. La búsqueda de lo divino, los pecados de juventud, el miedo a la muerte o el nihilismo insoportable. El profesor Lahm nunca pudo ver el libro hecho realidad. Se suicidó de un tiro en la cabeza dos años antes de la publicación. Por esto, Fernando Navarro, uno de los poetas, recopiló la investigación y la publicó póstumamente.
Una historia de mentira que engendró Cristian Geisse, el titiritero de este espejismo. Con Lahm, Navarro y los poetas como sus títeres. Los heterónimos le permitieron soportar la vergüenza que le generaba publicar su poesía. Prefirió escribir a través de la pluma de otro, antes que cargar con la inseguridad del resultado.
La ilusión de desaparecer, pero seguir existiendo.
«Fernando Navarro Geisse es como yo, pero más valiente y comprometido. Sabe que ya no es poeta, pero sigue amando la poesía. Tiene menos culpa», dice.
Como ese libro de heterónimos, también publicó Los nortes que hay en el norte, El pequeño odioso y Tres Poemas. Todos con personajes, historias e incluso referencias bibliográficas inventadas.
Siente que los poemas que mejor le quedaron fueron los de Juan Manuel Godoy. Un heterónimo que tiene coincidencia de nombre con el hijo de Gabriela Mistral que se quitó la vida siendo apenas un adolescente. Geisse asegura que son distintos, porque «a diferencia de él, el mío es feliz. Cada vez que hago un poema en su nombre, quiero que sea alguien así. En vez de ser un niño suicida, confundido, con una vida demasiado ajetreada. Es el que más me gusta. Y va a escribir de nuevo».
El poema Miguel tocando fondo, escrito por el títere Juan Manuel Godoy, reza:
siente que su espíritu despierta / nuevamente, / que todo el extravío se vuelve éxtasis, alta locura, / y vuelve a levantarse / y emerge / pues quiere mirar los círculos / el horizonte, la tormenta y la vida cara a cara, / desea elevarse otra vez entre los elementos y / volver a ser uno / con la sortija que nos une a todos con todo, / que nos hace sangre en las palpitantes arterias de / un dios / que no está muerto, / que no está muerto, / que no está muerto, / porque lo habitamos y nos habita / hasta en su más escondido infierno.
***
Escenas recortadas y pegoteadas. Flashes. Una cantina de mala muerte. El Loa, se llama. Suena Metallica en la rocola. Unos borrachos con un trofeo en la mesa. Los labios mojados. Escupen risas. Celebran un campeonato de fútbol. No se escucha nada. Una pareja. Usted fue profe de mi hija, le dice. Demasiado ruido. El Tambe no la oye, pero le sonríe. Saca una carta del Tarot. El Rey de Bastos. De ahí buscai qué significa, dice. Peatones por Vicuña. Buena, profe. Grande, profe. Otro bar. El Cevischop. Solo una persona en su interior. Un viejo mexicano. Calvo y de lentes. Rompe los filtros de los puchos para fumar. Tequilazos. Geisse cuenta cuando fue a México. Brujos, frentistas, gitanos. ¿Te conté la vez que hablé por teléfono con el Boric?, pregunta. Le dije que eso del TOC estaba bueno, increíble pa’ la disciplina. Estai loco, es como el hoyo, cuenta que le respondió. La parte de atrás de una camioneta. El mexicano maneja. ¿Quieren merca, cabrón?, nos pregunta. Tamos bien acá, respondemos. Una caja de doce cervezas. La lumbre de la fogata ilumina la terraza. El olor a leña se tuesta en la ropa. Son como nueve personas. Son como catorce personas. ¿Me armai otro pucho?, dice. Sacan una guitarra. Cantan que yo estoy aquí, borracho-y-loco. Nacho apaga tele en un sillón. El espejo del baño. Los bordes imprecisos del rostro. Sí, vámonos contigo, decimos. Suena cumbia en la radio de Vicuña. Llegamos a su casa en calle Chacabuco. Un cuerpo tumbado en la puerta. Amigo, soy yo, el profe, despiértese, váyase para su casa, yo lo ayudo, le dice. Abre confundido sus ojos inyectados. La cara astillada. Sangre seca con tierra. Es el rostro del mismísimo diablo. Se esfuma tambaleando. Al Tambe le cuesta abrir la puerta. Pude haber sido yo, dice. Entra en puntas de pie. Se sienta en una silla de la habitación. Agarra su libro. El cuento se llama ¿Has visto un Dios morir?. Un ojo semiabierto. La lengua atropellada. Su voz eructada y resonante. «Yo tampoco me he olvidado nunca de lo que vi. A veces efectivamente me despierto a la mitad de la noche con esas imágenes acosándome. Pero hay que ser duro. Este es un mundo sucio y hay que ser sucio con él. Aguantárselas todas y seguir de pie», lee.
***
Las estrellas atraviesan el techo del San Luis. Una luz encapotada cae sobre un cartel que dice «santos pocos, borrachos todos». El bar está vacío. Cabezón lo cerró para Geisse, que responde cada pregunta con apertura. Sus ojos negros cargan un relumbre húmedo, tal vez por la malta que se disemina en su cuerpo, tal vez por el ejercicio de profanar la tierra seca de un pasado sepultado. De fondo suena I’m a fool to want you, de la Billie Holiday, que pone los tiempos de la conversación. Pausada. Profunda.
—Yo diría que mi principal defecto es que soy taimado. Lo que algunos llaman amurrado. Me enojo con facilidad, me quedo callado y no sé responder. Y esa hueá me hace perder amigos, oportunidades y tiempo con la gente que más quiero —reflexiona, sereno—. Estoy taimado con Santiago. Estoy taimado con Valparaíso. No me gusta ir, no quiero ir. Es una hueá que no puedo controlar muy bien. Y a medida que voy creciendo espero solucionarlo.
En Valparaíso vivió momentos importantes. Sus amigos lo recuerdan sudando como un chancho, vistiendo un terno comprado en el Fashion’s Park de Avenida Argentina, el día de su examen de grado de magíster en Literatura Hispánica. Su tesis sobre Alfonso Alcalde, que obtuvo la nota más alta, fue tema de conversación obligada en los pasillos de la Universidad Católica de Valparaíso. Para el poeta Mario Verdugo, un tipo de patillas gruesas y cuadradas, el nombre de ese tal Cristian Geisse le resultaba familiar. Lo encontraba seguido en las tarjetas de los libros de la biblioteca. Recuerda que la primera vez que hablaron fue antes de entrar a una clase, cuando ambos ingresaron al doctorado en Literatura. Geisse contaba a un grupo de gente la historia de un profesor de colegio desdichado, agobiado, que lo pasaba mal en su trabajo infame.
Todos lo escuchaban hipnotizados.
Ese mismo día con Verdugo compartieron once cervezas, el prólogo de la amistad más fuerte que el Tambe entablaría en Valparaíso. Él ayudó a que la historia del profesor miserable se extendiera. Recuerda que «Geisse era profe de colegio también. Tenía un curso, digamos, muy variopinto. Era la época de las tribus urbanas, de los pokemones, entonces era duro trabajar ahí. Eran tan diversos que dijimos que lo único que faltaba es que un estudiante sea un perro con chaqueta de mezclilla».
Cristian Alberto hacía clases para encarar la falta de plata. En uno de esos trabajos, en un liceo nocturno, coincidió con su vecina que estaba en la misma que él. Con Lorena habían cruzado miradas a los lejos por un tiempo, las puertas de sus departamentos eran paralelas. Ella vivía junto a Darío, su hijo de cuatro años. Al poco tiempo se emparejaron y ocho meses después los tres se fueron a vivir juntos. «En una de nuestras primeras citas leyó para mí muchos cuentos de Alfonso Alcalde. Fue un tiempo maravilloso, muy creativo. Cristian era muy trabajador, literariamente hablando. Tenía una rutina de lectura e investigación que cumplía a diario y de manera estricta. Éramos muy felices, pero las lucas eran pocas», recuerda Lorena.
Ella leía sus borradores cuando estaban listos. Conversaban mucho de lo que escribía y borraba. De lo que lo inspiraba. Lorena dice que «la buena vida que teníamos era el lado luminoso. Escribió un cuento para mí y otro para Darío, además de pequeños relatos, siempre radiantes, con un vocabulario hermoso, lleno de detalles interesantes. Él y mi hijo eran muy buenos amigos y se tenían mucho cariño».
Geisse nunca se atrevió a decirle a Darío que era como un hijo, «pero si alguna vez yo tuve un rol de padre con alguien, fue con él», cuenta.
Por ese entonces, los problemas del Tambe con el trago se agravaron. Cantinas que lo aspiraban y noches en las que se perdía. «A la mitad del laberinto de mis confusiones, me puse a tomar como si me pagaran plata», escribiría años después. El poeta Daniel Tapia una vez lo rescató, cuando el Tambe deambulaba solo y borracho, entregado a su suerte, por un callejón peligroso de Valparaíso. Se quedó en su casa, le agradeció y comenzaron una amistad cargada de sueños literarios. «Yo creo que se porta bien en general, aunque de repente se mande cagadas y sea muy frenético para tomar, pero es como todas las personas no más. A veces tomai porque estai triste, a veces porque estai contento, y fijo así siempre caen historias de cajón», dice Tapia, con trozos de pescado frito bailando en su boca, en una picada de Valparaíso.
Fue en ese frenesí que Cristian Alberto encontró sus materiales. Sus libros En el regazo de Belcebú, El infierno de los payasos y Ñache, compilados todos en Pobres Diablos -—su obra más exitosa—, reflejan un límite difuso entre su propia personalidad y su universo literario. Lorena dice que «la caña y los demonios culposos eran parte de su oscuridad, que creo que explora bien en los relatos: tipos cercanos al diablo, las artes oscuras y su extensión por Valparaíso subterráneo. Todo eso fundido con la tradición de la tierra, lo huaso y la malignidad humana, directamente relacionada a los excesos. El llanto decadente de quien quiere, pero no puede porque está perdido». Mario Verdugo lo recibió más de una vez en su casa cuando tenía problemas, en unos sillones setenteros, incómodos y poco ergonómicos.
Geisse le presentó sus cuentos sobre el diablo a Cristóbal Gaete, escritor porteño que estaba por lanzar su propia microeditorial, Perro de Puerto. Habla de Gaete con admiración. Dice que fue la primera persona que creyó en él y en su proyecto. «Él le pone color con mi gestión, yo creo que pudo haber sido mucho mejor. Me mandó tres cuentos y cuando leí ¿Has visto un Dios morir? quedé pal pico. Le dije esto hay que hacerlo», recuerda Gaete, ajustando el marco de sus lentes sobre su nariz. Sin plata, pidiendo favores contrabandeados e imprimiendo de noche tras la cortina metálica de un cibercafé, publicaron poco más de cien copias del cuento. Se vendieron rápidamente y la pluma de Geisse se derramó cerro abajo por los laberintos de Valparaíso.
El éxito del cuento lo motivó a doblar la apuesta. Si pudo publicar un cuento colmado de una esencia literaria tan personal, con alucinación, con excesos, con soledad, con temores, podía publicar una antología. «Este hueón me llama por teléfono, me lo propone y yo le dije que era una excelente idea, pero que yo no tenía plata. Y el loco pagó la edición de su bolsillo. Eso es importante decirlo, porque en Chile la autoedición está subvalorada, pero la gente que hace libros en provincia entendemos que es la hueá más normal del mundo», dice el editor.
Pasaron los meses y Gaete no le daba luces de la publicación del libro. En un intento por administrar su ansiedad, lo llamó por teléfono. El proyecto estaba en pausa indefinidamente, le dijo Gaete. Un hombre con el que vivía le había disparado un balazo en la mano y transitaba un lento proceso de recuperación. «Acepté esperar, pensando que un bautizo de plomo y sangre era algo bueno para un libro como el que estábamos haciendo. Antes de él nunca tuve razones reales para creer en mí mismo como escritor. Entonces le dije que ningún problema. Y creo que hice bien», escribiría Geisse años después sobre Cristóbal Gaete. Presentaron En el regazo de Belcebú un día de lluvia, en un galpón a los pies del cerro Polanco. Llegaron seis personas.
Lejos de verlo como un fracaso, Geisse sintió que surfeaba en la cresta del caos, como si ese parto decadente fuera una condición necesaria para la existencia de su libro cargado de desamparos.
Y tuvo razón.
El texto fue bien recibido en todos lados y el nombre de Cristian Geisse comenzó a resonar en ferias del libro, en regiones extremas y en las megápolis editoriales. Su punto más alto como escritor, hasta entonces, caminaba de la mano con el peor momento de su vida. En la misma época, después de mucho intentarlo, terminó su relación con Lorena. Ella recuerda que «nos costó muchísimo dejar de vernos, pero sus demonios y los míos eran parte del paquete. En un momento vi que ya no quería lidiar con ellos».
También tuvo que despedirse de Darío. «Yo lo quería, pero no fui capaz de ser un ejemplo de lo que es ser un padre. Esa es una gran pena mía. En mi último intento en Valparaíso, cuando él tenía como diez años, yo tenía la falsa esperanza de que podía encontrar la forma de volver a ellos. ¿Viste a mí papá o no? Va a cumplir ochenta años y eso es lo que vi toda mi vida. No fue un mal padre, pero no sé, para tener a cargo un niño tienes que ser un ejemplo. Y yo no me sentí capaz. No pude no más», recuerda.
En el bar desolado, cuando Geisse habla, hasta el silencio le presta atención. Y en lo que dura la narración de su propia historia, el tiempo deja de importar.
—Me fui más triste que la chucha, en un bus camino a Vicuña abrazando una mochila con un guatón borracho apoyado en mi hombro, roncando, con una botella de Fanta en la mano. Era mi peor momento, hueón. Una separación, con un niño, yo curao. Teniendo que renunciar al famoso doctorado.
—¿Cómo fue eso?
—Llegué y dije sabe qué, lo siento mucho, pero voy a abandonar el programa. Pero por qué, no es necesario, me contestó. Y le respondí que PORQUE USTEDES VALEN CALLAMPA. TODOS USTEDES. SOBRE TODO TÚ, VIEJO CULIAO, QUE LO ÚNICO QUE HACES ES FUMAR Y MIRAR FEO A LA GENTE, ENGAÑÁNDOLA CON TU FAMOSA LABIA SIN SENTIDO. ¡SON TODOS UNA MIERDA, MENOS YO!
—¿Te fuiste así?
—No, pero lo pensé —dice, largando una carcajada—. Eso tuve que haberles dicho.
Desde entonces vive junto a su padre en Vicuña. Por las mañanas se ducha con agua fría, intenta salir a trotar todos los días y mantiene su rutina de escribir antes de irse al colegio a hacer clases. Daniel Tapia, Mario Verdugo y Cristóbal Gaete a veces lo visitan. Este último asegura que «solo yendo a Vicuña se puede entender del todo la literatura del Cristian. El loco quiere avanzar escribiendo sus libros, sus voladas y si tú te fijai, con el tiempo se van haciendo cada vez más personales».
Cinco años después de su autoexilio de Valparaíso, publicó Ricardo Nixon School, el primero de sus libros que lanzó con editorial Planeta, en su colección emecé Cruz del Sur. Es la historia de un profesor desdichado de un liceo subvencionado en Valparaíso, frustrado por su trabajo mal pagado que lo hace sentir miserable, que no presta atención a su pareja, la única persona que le da un poco de cariño y atención en un mundo lleno de pretensiones, y que tras el arribo de un estudiante llamado Terri a su curso, un perro quiltro con chaqueta de mezclilla, comienza una caída libre emocional dentro de un pozo oscuro, remojada en el exceso de alcohol y el delirio, en la que el protagonista termina perdiéndolo todo. En la dedicatoria se lee: «A Mario Verdugo, el primero que vio al Terri».
Cristian Geisse, a veces, es su propio personaje.
Tras cuatro horas conversando, el Tambe invita a Cabezón a la mesa para compartir una última cerveza.
—Escuché que estaban hablando del diablo —dice el dueño del San Luis.
—Me gusta ese tema, no me aburre, pero tampoco quiero que crean que es todo —responde, seguro de sus palabras—. Hay veces que me dicen «ahí viene el diablo» y me incomoda, porque yo no soy eso. Yo soy un hueón que lo vio en su vida y en la de estos hueones con los que comparto día a día en Vicuña. Pero no todo es oscuridad. No todo es el diablo. Es maravilloso, es atrayente, pero no es toda la vida. La oscuridad, muchas veces, puede tener una belleza que te pega muy fuerte en el espíritu.
***
Geisse piensa en la muerte.
Ve a su padre llegar a casa con una sonrisa que perla su rostro ajado y achina sus ojos radiantes. Don Cristian viste ropa de fútbol. Camiseta, short, calceta y zapato. Abre una cerveza y enrolla hojas de diario, que apila ordenadas sobre una parrilla oxidada. Vamos a celebrar, anuncia. Saluda afectuosamente a Alicia, que viajó de La Serena a quedarse con el Tambe. Vamos a celebrar, repite. Enciende el fuego, que consume lentamente el papel, tan lento, que no alcanza a encender el carbón. Caminando hacia su habitación, a cambiar su ropa sudada, se encuentran de frente. Con una calidez distante, acaricia la nuca de su hijo con su mano corpulenta.
Vamos a celebrar, insiste.
Cristian Alberto queda paralizado. Cruza miradas de asombro con Alicia, quien le devuelve una mueca cómplice, con su sonrisa cándida. Su padre nunca ha sido de demostrar así su cariño. Al regresar al patio, dice que alcanzó jugar diez minutos defendiendo a la Juventus de Vicuña, su club de barrio. Hice una jugada así, la enganché así y después le pegué así, cuenta con vehemencia, sentado junto al asador. «Todos me dijeron que jugué increíble», sigue, mientras enrolla nuevas argollas de papel para volver a prender la parrilla. Poco a poco, su entusiasmo comienza a apagarse. Un humo tímido sale de entre los carbones que, nuevamente, no logran transformarse en brasas. Don Cristian se queda dormido sobre la silla.
El fuego de la parrilla termina por extinguirse por completo.
«Lo que más admiro de él es que está activo, que hace cosas. Le gusta vivir. Yo lo quiero caleta. La hueá buena es que siempre le gustó que fuera escritor», dice Geisse.
Sus padres lo han apoyado incluso en sus decisiones más exóticas. Por ejemplo, antes de Letras, se fue a Valdivia, al sur de Chile, a estudiar Antropología. Recuerda que «desde pequeño intenté entender qué mierda, qué es esto, qué es el ser humano, por qué se comporta así, por qué hay guerras, por qué son tan locos y al mismo tiempo tan bellos». Le atraía la evolución, la primatología, las raíces biológicas de nuestro comportamiento y cómo estas nos ayudan a configurar la realidad. Sin embargo, abandonó Antropología tras un semestre.
El deseo de ser poeta fue más fuerte.
Su obsesión con el ser humano fueron las alas que eligió para sacar a sus textos del inframundo. Juan Manuel Silva, un hombre de rasgos nórdicos y voz azucarada, quien ya había editado Pobres Diablos y Ricardo Nixon School, cumplió la misma labor con dos libros de la nueva etapa de Geisse. Afirma que «yo no leía autores vivos porque los encontraba a todos malos, sobre todo chilenos. Acá hay un desprecio por cómo habla la gente y por cómo vive, pero él hace lo contrario. Eso me gustó. Es un autor muy chileno y a la vez poco frecuente en Chile».
En 2018 publicó Catechi, en el que desentraña el pacto divino entre el hombre y el perro. Entre Geisse y su perro, del mismo nombre del libro. «Se los digo: un perro es un ser perfecto. Se los repito: más allá de cualquier aparente imperfección, un perro es un ser perfecto. Y uno puede conectarse con su espíritu y así convertirlo en un pase mágico, una vida paralela, una forma de autoconocimiento, de conversación con los dioses, de intervención sobre la realidad. Por supuesto, en su propio lenguaje, un perro puede convertir a un hombre en su propio conjuro. Sé que el Catechi lo hizo, ojalá al mismo tiempo que yo», escribió.
Tres años después, lanzó Sapolsky. La historia de un mal poeta de Vicuña que asegura ser el doppelgänger —el doble siniestro— del científico Robert Sapolsky y que, para soportar su propia existencia, necesita encontrarlo y asesinarlo. «Él tenía otra idea de este libro, más arriesgada, con poemas y citas de ciencia. Yo traté de armarlo para que llegara a más gente y creo que salió bien, pero a él no le pareció tanto. Son cosas que pasan», dice Juan Manuel Silva.
El libro es una expresión real del fanatismo del Tambe por el primatólogo, cuyas clases sobre el comportamiento humano se convirtieron en su adicción. Ignacio Álvarez recuerda que «para la presentación de Pobres Diablos me habló largamente de este tipo, como si fuera obvio que yo lo debiese cachar, pero tuve que llegar a mi casa a googlearlo. Es impresionante cómo en la cabeza del Cristian se junta todo con igual importancia».
En su fascinación, escribió al verdadero Sapolsky por correo. La respuesta fue:
Dear Mr Geisse,
Thank you for writing, and I'm sorry that we're not going to get to actually meet --perhaps some other time.
«Al final nunca nos reunimos. De hecho, jamás le hice llegar el libro, en parte porque no sabía qué chucha escribirle en la dedicatoria, pero sobre todo porque existía la posibilidad de que el protagonista efectivamente fuese su döppelganger y, por lo tanto, el anuncio de su muerte, que es lo que menos querría yo, sobre todo en estos tiempos tan confusos», recuerda el Tambe.
Juan Manuel Silva dice que, si bien es una particularidad, existen autores chilenos que se vuelven importantes frente a su obra, como Lemebel, Bolaño o Mistral. Considera que «Geisse está en esa tecla de otra manera, de una bastante menos estridente. Su literatura es exagerada, muy barroca, pero él es muy para adentro. Hoy no hay nadie cómo él. Para mí está solo en ese sentido».
El olor a pan tostado le da vida a su comedor. Geisse lo remoja en el plato de los tomates y luego mastica su corteza crujiente. Toma once con Alicia, mientras don Cristian descansa en su habitación. Pregunta si puede leer una escena de uno de sus próximos libros, Teatro Boncó. El esqueleto de la novela consiste en el rol del arte en la vida del ser humano.
Díganme qué les parece, dice, antes de ponerse a leer.
Su voz de narrador toma por asalto la mesa. Es segura, áspera y dulce a la vez. Magnética. A ratos se ríe de las mismas partes que él escribió, como si fuese la primera vez que las lee. Alicia lo observa con una ternura que desborda las lumbreras que tiene por ojos. Durante veinte minutos, nos sitúa en la selva amazónica. El protagonista tiene una sesión de ayahuasca con unos jóvenes adinerados y rubiecitos, que termina en una alucinación colectiva en medio de la jungla palpitante. Es una trenza que te atrapa un poco más en cada vuelta. Como varios de sus relatos, el corazón de esa historia le ocurrió realmente a Nacho. No es primera vez que escribe a partir de sus cercanos.
El último proyecto en el que está trabajando es muchas cosas. Puede ser una suerte de crónica sobre su experiencia con el Covid-19. También es una declaración de admiración por el trabajo de científicos divulgadores, como Oliver Sacks. Tal vez es un diario íntimo de cómo su vida cambió luego de que su madre enfermara. O bien, trata sobre la relación de Cristian Geisse con la muerte.
Cristian Geisse, a veces, es su propio personaje.
«No sé cómo me gustaría morir. Matarme con mis propias manos como que lo descarté, pero lo había pensado seriamente», cuenta. Piensa harto en cómo será su vida de viejo, sobre todo estos últimos años en los que ha tenido que preocuparse de cuidar a su mamá. Le asusta saber que, cuando tenga su edad, no tendrá un hijo que se haga cargo de él. Ojalá no sea así, dice, ojalá mi cabeza esté bien clara.
Antonieta Navarro tiene alzhéimer. Etapa avanzada.
Cada vez que pueden almuerzan juntos. Como ayer, que la visitó en su casa y compartieron un pastel de choclo con ensalada chilena que preparó María, la señora que se encarga de que la madre del Tambe no quede sola en ningún momento. Porque puede caerse. Golpearse. Porque puede olvidar quién es y dónde está. Antonieta, una anciana pequeña y de cabello color ceniza, motivó un texto que se siente el más personal que ha escrito Geisse, además de ser el primero protagonizado por él mismo. Sin títeres. Sin máscaras.
En él, su mente se desnuda y deja ver las preguntas que lo asaltan. Su futuro como escritor, las inseguridades con las que cargó y con las que lucha hasta hoy, a la caza de certezas. Quiere entender quién es. Descubrir si existe una razón existencial para saber por qué estamos aquí o si sólo somos azares hermosos y que nuestro objetivo no es otro que acrecentar nuestra conciencia. O sea, fortalecer la percepción de quiénes somos y qué es lo que nos rodea. «Si hay que inventarse una razón, esa sería la mía», cuenta.
El libro se llamará Tu enfermedad será mi maestro.
En una página del borrador número seis, se lee: «Escribir extiende mi conciencia, la amplía, crezco de una manera formidable. Para eso escribo. Escribir no me está matando. Escribir no me está esquilmando. Escribir no es autoexplotación. Escribir no es autohumillación. Escribir no es autoflagelación. Escribir me da vida, experiencia, amor».
El manifiesto más íntimo de Geisse, sobre la vida que pasó.
Y la muerte, que está pasando.
***
La carne está en su punto. Cristian Geisse mastica un pedazo con placer. Los jugos salados pintan su barba entrecana y resbalan por sus dedos. Toma sorbos secos de las últimas latas de cerveza que van quedando para poder tragar los trozos que se atascan en su garganta. Nacho está a cargo del asado. Montó el fuego con ramas y una especie de musgo que funcionó como acelerante. En la mitad de la nada, la lumbre de la fogata que cocina la carne roja es la única señal de vida en la quebrada de Uchumí, entre los cerros del Valle del Elqui.
El crujido de las llamas es un recordatorio: el diablo está sentado junto a ellos.
—Estoy pensando en cómo será mi vejez. Ando medio preocupado —dice Geisse, chupándose los dedos—. Yo igual me cuido, dentro de todo…
—Ah, qué bueno que te cuidai, hueón —interrumpe Nacho, seseando la ironía—. Cómo sería si no te cuidarai.
—Pero si hago ejercicio, leo en las mañanas, tengo un trabajo, trato de aprender. Eso lo considero generar nuevos mapas neuronales. Hay que vivir la experiencia hasta el final. Hasta que no sé, the loss of self, hasta desaparecer. Quizás no me queda otra que quedarme acá para siempre. También podría vender mi casa, pero qué crimen sería.
—Yo no te dejaría. Seriai el rey de los hueones.
Nacho y el Tambe dicen que se sienten príncipes viviendo en Vicuña, que tienen una calidad de vida, lejos de la crudeza de la ciudad, que prefieren no cambiar.
—Aunque tú siempre hai estado enamorado de Valparaíso. Puta que te gustaba esa ratonera pasada a pipí —le recuerda Nacho.
Geisse se ríe fuerte. No comparte que publicar lejos de la meca editorial sea un impedimento para su futuro como escritor. Hace años es miembro activo del colectivo Pueblos Abandonados, una organización que reivindica la producción literaria periférica. Un llamado a repensar las formas de representar la provincia. Su forma de participar políticamente. Dice que no le importa el tamaño de la editorial que lo publique, porque al final lo único que cambia es la cantidad de gente a la que llega. Reconoce que ha pasado pellejerías de todas formas.
—Hace un tiempo leí una entrevista que le hacen a José Donoso. Le preguntan por qué no publica en Chile. Y para qué, dice él, ¿para que me hagan una edición de tres mil ejemplares?, JÁ —cuenta, con una voz burlona—, tres mil, Donoso feo culiao. ¡Trescientos ejemplares! Pégate con una piedra en los dientes, hueón.
No niega que se siente bien con que en Santiago reconozcan su trabajo, pero no se vuelve loco con que lo publiquen en la capital. Cristian Alberto no está seguro de que se esté convirtiendo en un mejor escritor. Reconoce que teme que le esté pasando justamente lo contrario. Que lo lean lo pone feliz. Tener lectores. Sabe que es algo difícil de lograr en un público tan pequeño como el chileno.
—Me han dicho que soy un escritor de culto. Y yo digo que bueno, ojalá sea así. Para mí es mejor que ser un escritor exitoso y multiventas. ¿Sabí lo que espero con toda sinceridad? —dice, calentando sus manos sobre el fuego—. Hacer una hueá que los hueones digan «cómo chucha lo hizo». Algo importante.
A pesar de que el trago entorpece su modulación, habla con una claridad prístina sobre sus demonios. No lo atormentan, pero lo acompañan. Le pasa casi todos los domingos: qué hueá dije ayer, para qué dije esa hueá, qué feo, por qué me porté así con esa persona. Siente culpa. A veces le pasa sin siquiera haber tomado. Aun así, no solo carga con sus pecados, también se esfuerza mucho por encontrar redención. Cristian Geisse quiere ser mejor persona. Considera eso mucho más importante que ser un buen escritor y, dentro de sus obsesiones, está dispuesto a hacer concesiones para conseguirlo.
—Soy bienintencionado, tengo interés en aprender, quiero ser mejor y no peor, creo conocerme lo suficiente para hacer los cambios que sé que tengo que hacer. Cuando quiero, quiero mucho. Tengo propensión más a la alegría que a la tristeza. Me gusta estar contento, bien, no mal. Me gusta hacer reír y que me hagan reír. Y por eso creo que aguanto casi todo, porque yo también soy humano —afirma, con la sonrisa inocente que solo la verdad puede producir—. Puedo entender a un hueón vanidoso, puedo entender a un hueón vicioso, puedo entender a un hueón meticuloso. Me cuesta mucho juzgar, porque pienso que, al final, yo soy igual que todos los culiaos.
No hay diablo sin Dios. Y donde está Dios, también está el hombre.
Las llamas consumen las últimas ramas cada vez con menos ganas. Cerro abajo, Vicuña y sus habitantes duermen. Personajes de pueblo chico, pero infierno grande. A decenas de kilómetros de distancia, Cristian Alberto canta fuerte y seguro. Repite la frase: «La cordillera, alta me espera». Sin explicar el porqué, se mata de la risa cada vez que termina de entonarla.
—¿Vieron la cantidad de ramas que había cuando llegamos? Esa es una ley de la montaña. Así que mañana nosotros vamos a dejar unas cuantas —dice Nacho, mientras echa tierra a las brasas.
Se apaga el fuego. El diablo deja de escucharse, pero Geisse sigue riendo.