Los inicios de un texto son tramposos. En cuanto aparecen cierran la posibilidad a algún acontecimiento que quedará en las sombras gracias a la decisión de partir el relato desde un lugar y no de otro. Si pensamos en la historia personal, todo indica que para narrarla habría que comenzar por nuestro nacimiento. De ahí en adelante vendría la larga cadena de situaciones que nos trajo hasta este momento. Pero una vida, o una historia, son más que eso. Son un todo, una serie de capas sedimentadas por el recuerdo y el olvido. Hectáreas de olvido. En esa lógica incierta los comienzos son siempre relativos y quizá la primera escena se encuentre al final, en el punto donde se abre la excavación en la que iremos removiendo los estratos de la historia.
¿Dónde comienza y dónde termina una historia?
La que quiero contar podría tener múltiples inicios. Uno estaría ocurriendo entre los años 1975 y 1978, en la ciudad de Santiago de Chile. Ahí, una joven mujer, a la que llamaremos A, llega ilusionada a la capital para probar suerte y comenzar una nueva vida. Rápidamente A encuentra un trabajo en una fuente de soda del centro histórico a la que acuden los oficinistas y trabajadores del sector. Al poco tiempo de su llegada A conoce a B y se enamora perdidamente. A y B se casan y deciden comprar un sitio para construir la vivienda que será el refugio de la familia que esperan tener. Las economías avanzan lento y sólo les alcanza para comprar un terreno que, más que un terreno, es un gran hoyo que habrá que rellenar para construir sobre él. A y su marido son entusiastas, esperan conseguir a corto plazo la forma de nivelar el suelo de lo que será su futuro hogar. Y en esa espera se encuentra A, cuando un día llega un grupo de camioneros a desayunar al local donde trabaja. Los camioneros están encargados de sacar los escombros del palacio de La Moneda, que está ubicado a un par de cuadras del bar y que fue bombardeado por los militares hace pocos años, en el contexto del Golpe de Estado chileno. El dictador quiere restaurar el edificio para irse a gobernar ahí, como un presidente democrático, pero para comenzar la restauración debe limpiar los escombros de la barbarie.
Cuando han pasado algunos días de la llegada de los nuevos comensales, A se atreve a preguntar si algunas de esas camionadas de escombros que sacan a diario podrían ir a dar al hoyo de su terreno. Los camioneros escuchan su insólita petición y como A es simpática y los atiende tan bien, acceden. En una semana, diez camionadas con los restos de La Moneda bombardeada van a dar al sitio, donde en un futuro no tan lejano se levantará una casa y nacerán los hijos, y se consolidará el hogar de A y sus descendientes. Todo, absolutamente todo, sobre los restos de La Moneda bombardeada.
Otro comienzo podría ser el que ocurre una tarde de octubre del año 2022. Mi amigo Pancho Medina saca su celular para que yo escuche un audio que ha recibido. Lo que oigo es la voz de una mujer. Sí, Panchito, dice. Lo que recuerda es cierto. Yo le conté que mi casa se construyó sobre los escombros de La Moneda bombardeada. La mujer es A. Pancho cuenta que la conoció hace años y que entonces fue a dar a su casa a tomar el té. En esa reunión, A le comentó sobre los curiosos orígenes de los cimientos de su hogar. Pese al asombro, el tramposo olvido fue borroneando esa conversación en la memoria de mi amigo, hasta que, en octubre de 2022, a pocos meses de partir la conmemoración de los 50 años del Golpe Militar, el recuerdo revivió. Pancho quería comentarme todo esto y hacerme una pregunta que lo tenía inquieto. Alguna vez te preguntaste, me dijo, ¿dónde fueron a dar los restos de La Moneda bombardeada?
Un tercer inicio podría ser esta pregunta. Nuestra atención siempre ha estado puesta en la búsqueda de los cuerpos. Durante los dieciséis años y seis meses que duró la dictadura cívico-militar en Chile, hubo aproximadamente 2.123 personas asesinadas y hasta el año pasado existían 1.093 personas detenidas desaparecidas. En total, fueron cerca de 3.216 las personas ejecutadas o hechas desaparecer. El año 2023 el estado de Chile, por primera vez, asumió como obligación permanente hacerse cargo de la búsqueda de los cuerpos y lanzó un Plan de Búsqueda. Cincuenta años después del Golpe Militar, la medida llegó tarde, pero de igual manera es importante por su dimensión simbólica. Y cincuenta años después, podemos también hacernos otras preguntas además del ¿Dónde están? formulado durante décadas. Preguntarnos por ejemplo por el patrimonio. Preguntarnos por ejemplo: ¿Dónde fueron a dar los restos de La Moneda bombardeada?
La casa de gobierno, construida durante veinticinco años, desde 1786 hasta 1805, fue incendiada y destruida por el Ejército de Chile después de albergar a veintitrés presidentes de la República y de haber permanecido en pie durante siglos de historia. La destrucción de ese cuerpo arquitectónico fue el preámbulo de lo que sucedería a lo largo de los siguientes años con otros cuerpos, otros edificios, otras arquitecturas de pensamiento, de acción y relación. La imagen de La Moneda bombardeada quedó grabada en el inconsciente de toda una generación como la primera huella del brutal cambio que sufriría la vida del país. Quizá ese crimen patrimonial merece, cincuenta años después, nuestra atención.
Una nueva posibilidad para continuar la historia o para empezarla desde otro lugar, podría ser el momento en el que llegamos con mi amigo Pancho Medina y la arqueóloga chilena Flora Vilches, a realizar una excavación arqueológica a la casa de A. Es marzo de 2023. No estamos solos, una cuadrilla de arqueólogos nos acompaña, junto a la querida fotógrafa Paz Errázuriz que registrará lo que haremos. Luego de esa tarde de octubre, la pregunta de mi amigo tomó posesión de mí, y luego de Flora, a quien conocimos justamente empujadas por la energía de aquella interrogante. Obsesionadas con la idea de encontrar los restos de La Moneda bombardeada golpeamos muchas puertas hasta que logramos levantar un mínimo financiamiento para concretar la excavación que nos ayudaría a encontrar, por lo menos, una parte de ellos. Por supuesto ya habíamos ido a la casa de A, habíamos conversado con su sobrina, que actualmente es la dueña de la casa, y habíamos logrado que la búsqueda obsesionara a toda la familia que, a esas alturas, sólo quería saber si era cierto lo que A declaraba con tanta seguridad sin ninguna prueba más que su recuerdo.
Fueron meses de preparación hasta que llegó el momento. Así tomamos posesión del pequeño patio, todo cubierto de baldosas azules, para comenzar la primera excavación. Flora y su equipo trabajan minuciosamente. Trazan un cuadrado de un metro de diámetro. Miden, fotografían, hacen anotaciones, hablan en un lenguaje alienígena que con Pancho intentamos comprender inútilmente. Todo ocurre a un ritmo lento, fuera del tiempo ansioso de la cotidianidad, en una especie de paréntesis, donde la vida queda fuera y la excavación es una gran meditación colectiva, el fuego en el que la tribu se reúne a contar historias. Historias sobre lo que nos convoca, los restos de La Moneda y la tierra de esta casa. La familia se nos une. Nos narran sus experiencias en dictadura, las propias y las que han heredado. A medida que cavamos aparecen, en los primeros estratos de la tierra, restos de sus vidas pasadas. Bolitas de vidrio, botones plásticos, huesos de pollo, una pelota de pin pon a la que alguien le dibujó la cara de un conejo. La memoria de la familia se activa y recuerdan esa pelota y las tardes de juego en ese patio que antes no tenía baldosas, era sólo de tierra, y en el que habitaba una higuera que ya no está, y una piscina de plástico que tampoco está. El ejercicio arqueológico levanta fantasmas, visibiliza aquello que parece ausente pese a tener presencia material. Una presencia que ha sido invisibilizada por alguna razón, una presencia ausente. Las pruebas del relato histórico de esta familia están aquí, bajo sus pies, ellos mismos han dejado estas huellas durante años y bastó encontrarlas para que la memoria se encendiera y su vida actual se complementara con ese pasado. Aparecen y aparecen mugrecitas de otros tiempos, pero ninguna de ellas tiene que ver con los restos de La Moneda bombardeada.
Hay otra pregunta que podría servir de inicio para todo este enredo. Es una pregunta que comenzamos a hacer a los protagonistas de esos años del Golpe Militar, a quienes ya eran adultos en ese momento y hoy son personas mayores. A ellos y ellas les preguntamos qué recordaban de La Moneda bombardeada. Desde el mismo Golpe Militar hasta el momento en que comenzó su restauración pasaron años en que se exhibió tal cómo quedó después del bombardeo. La ciudadanía, en su tránsito diario, pudo ver en el corazón de la capital del país ese cadáver expuesto como una advertencia, como una cruel promesa de lo que se vendría.
Curiosamente las personas con las que conversamos no recordaban esa imagen. Algunas trabajaban en el centro histórico, otras vivían en las cercanías y, aun así, en el momento de evocar esa ruina, no lograron traerla al presente. Recordaban el momento del bombardeo al edificio, algo extensamente documentado, pero de la posterior ruina de La Moneda nada. Es como la psiquis colectiva hubiese vuelto a la normalidad y la restauración del edificio hubiera borrado el daño. Ese vacío de recuerdo, suponemos, es una marca del trauma en la memoria colectiva. Creo que esta historia también podría partir ahí, en ese vacío, en el olvido del daño.
En la casa de A, Flora dice que la cuadrícula no entrega más información cultural, que se ha producido un silencio arqueológico. Después de un metro de excavación sin encontrar nada más que piedras redondas y pequeñas de lecho de río, porque estamos relativamente cerca del río, se dejará de cavar. Haremos un segundo intento y abrimos una nueva excavación en otro lugar del patio. Los días cavando en la casa de A transcurren y se mezclan en este relato. Se enredan las conversaciones, las que tenemos entre nosotros y las que emprendemos con la familia; los desayunos, los almuerzos, los cafés de media tarde. La tierra que manipulamos a diario comienza a inundarlo todo. Donde pisemos hay polvo. Barremos, sacudimos, pero la tierra ha sido removida y está en el aire, va a dar a nuestro pelo, a nuestros pulmones, a nuestra comida. Abrimos la puerta a la tierra y una vez abierta es difícil volver atrás. Los últimos cuarenta años de esta familia salen a flote en desorden, sin inicios ni finales, sin antes o después, se mezclan con las piedras de río, con los recuerdos recientes y antiguos. Es que hemos revuelto los tiempos en esta excavación, todas las capas que sedimentan este momento han sido trastocadas y ya no hay claridad en el suelo que pisamos. No sabemos dónde estamos, mucho menos cómo contar esta historia, que a estas alturas ya no es mía, es de la familia, es de A, es de Pancho, de Flora, de Paz, del equipo de arqueólogos, y quien sabe de cuánta gente más.
Al no encontrar nada de peso, pedimos autorización para abrir otra unidad. Ya no hay ningún rincón del patio que no haya sido revuelto por nuestra obsesión. Esta tercera excavación será la última, no podemos seguir rompiendo baldosas. No hay recursos, no hay tiempo, no hay paciencia que aguante a esta invasión de gente cavando el día entero e interrumpiendo la rutina familiar. La situación se desborda, comenzamos a dudar que bajo el suelo de esta casa haya restos de La Moneda bombardeada. Quizá los hubo y los tragamos. Quizá los hubo y los respiramos sin darnos cuenta. Quizá comenzamos a hacerlo hace mucho, cincuenta años para ser más específica, y los llevamos dentro sin saberlo. O quizá no hay más que buscar y sólo nos queda aceptar que somos piedras de río, huesos de pollo y mugrecitas plásticas enterradas en la tierra, nada más ni nada menos.
La mejor escena para terminar, que seguramente era la mejor para partir y nunca se me ocurrió, es la que transcurre esa mañana del once de septiembre de 1973. En ella el presidente Salvador Allende Gossens ha llegado muy temprano al palacio de La Moneda. Lo que sigue lo conocemos en parte. El primer comunicado de la junta militar, la llegada de los tanques y el inicio del ataque terrestre. El discurso de Allende a través de la radio Magallanes y luego el bombardeo. Durante quince minutos, los Hawker Hunter de la Fuerza Aérea de Chile atacan el palacio de gobierno con cohetes rockets que destruyen las dependencias y provocan el demoledor incendio al edificio. Pocos minutos después los militares entran a La Moneda y el cuerpo del presidente es hallado junto al arma suicida.
Este relato, resumido y mediocre que acabo de hacer, es parte de la información que contienen los restos de La Moneda, donde quiera que estén. Probablemente todos los misterios de esa oscura mañana podrían ser develados por los escombros, si tuviéramos acceso a ellos. ¿Pero cómo tener ese diálogo? Haciendo esta investigación nos enteramos que en una bodega del Ministerio de Obras Públicas hay unas balaustradas del edificio tiradas por ahí. Que en el patio de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Chile hay unos arcos metálicos de las antiguas galerías, oxidándose a la intemperie. Que en La Moneda parece que hay un cuarto donde hay guardados algunos cachureos, nos dicen también. Que en la casa de no sé quién hay balaustradas de adorno en el jardín, que en la entrada de la casa de otro no sé quién hay dos balaustradas más. Y así, desperdigadas por la ciudad hay piezas del rompecabezas de La Moneda. ¿Habrá alguna siquiera en esta tercera unidad abierta en el patio de A?
Mareadas de tierra, intoxicadas de polvo de historia, cavamos y observamos con atención esperando que algo aparezca. Estamos en eso, cuando la mano de Flora nos indica, a unos cincuenta centímetros de profundidad, el pequeño trozo de una baldosa asomándose en medio de la tierra. Con una escobilla van despejando suavemente sus alrededores hasta que podemos verla con mayor claridad. Es una baldosa tipo chocolate, así le llaman. La familia no la reconoce, no tiene recuerdos de una baldosa como esa, no es parte del paisaje ni de la casa ni del barrio. Al rato aparece otra más. Y luego otra más. Y así se establece un patrón con objetos culturales que vienen de otro sitio que no es este. Obviamente celebramos la aparición. Pancho y yo aplaudimos. Flora y los arqueólogos se ríen de nosotros, saben que nada puede darse por hecho, que todo hay que comprobarlo y que esto se trata de preguntas más que de respuestas, lo mismo que escribir una historia.
Entremedio de los festejos aparece un clavo largo, de unos quince centímetros, completamente oxidado. Lo miramos como si fuera el hueso de un santo. Es del mil setecientos. En ese momento no lo sabemos, los estudios posteriores nos lo informarán más adelante, y aunque esa certeza no indica que sea un clavo de La Moneda, para nosotros, por lo menos en nuestra fantasía, lo es. Ese clavo y las baldosas y los trozos de ladrillo y de madera que aparecieron en esa unidad o quizá en las otras, ya no recuerdo bien porque todo se revuelve en el suelo y la memoria una vez que se han mezclado los estratos de la tierra. Habría que decir que los límites de la realidad y la ficción también son parte de ese enredo. Las respuestas que ordenarán toda esta búsqueda llegarán en el futuro, si es que llegan, porque una segunda parte de este proyecto es mandar nuestros hallazgos a investigación. Pero necesitamos más fondos. Y más empujes.
Para cerrar las excavaciones hay un procedimiento arqueológico que parece un rito, pero que Flora y su equipo lo desarrollan con una inquietante fluidez. Cada hoyo es cubierto con una malla de kiwi. Sobre esa malla se lanza el material que fue extraído con anterioridad. Las piedras de río vuelven a las profundidades y con ellas las historias narradas por esta familia, la llegada de A a Santiago, los camioneros, La Moneda, el Golpe, Allende, la construcción de esta casa, la configuración de esta familia. La tierra retorna revuelta, en otra posición, pero vuelve como nosotras volveremos a la vida, revueltas también después de esta experiencia. Antes de cerrar las excavaciones el equipo deja un sobre en la tierra. En su interior está el nombre de quien hizo la intervención y en qué fecha, para que si alguien se topa con ella sepa de qué trata y quienes fueron los responsables. Es un mensaje para los arqueólogos del futuro. Nosotras participamos. Dejamos en el sobre una moneda, la boleta de una compra, una tarjeta bip, mugrecitas nuestras de este estrato de vida en el que nos tocó vivir, para agradecer a la tierra su memoria de basura que nos regaló. Las niñas de la familia agregan un dibujo de la casa y de los posibles restos de La Moneda en el subsuelo de su hogar. Quizá la historia se resuma a esto, a un enredo de tiempos, recuerdos, mugrecitas y personas.
Hoy seguimos recolectando por la ciudad otros pedazos de La Moneda. Queremos registrar ese cuerpo roto cuyas partes están dando vueltas por lugares insospechados. Trozos escondidos bajo nuestros pies, envueltos en polvo y olvido, camuflados en jardines, en patios, tirados en bodegas, en cuartos de cachureos viejos, oxidados en galpones, expuestos al sol, a la lluvia, a la intemperie, como si no fuesen lo que son, huesos de un verdadero santo. Los restos de La Moneda bombardeada están más cerca de lo que creíamos y probablemente para contar bien nuestra historia debemos seguir buscando. Pero ¿cuánto tiempo se debe buscar? ¿Tiene fin esa búsqueda? Es probable que, así como los inicios son tramposos, los finales también lo sean. No hay manera de saber cuándo termina la historia de una búsqueda. Si hablamos de cuerpos, mientras quede uno sólo sin aparecer esa búsqueda no habrá finalizado. Y el sentido común nos dice, cincuenta y un años después, que esta historia de inicio incierto no tendrá nunca un final.
Esta crónica está asociada al proyecto “Exhumar la memoria” de Francisco Medina Donoso. Bajo la pregunta: ¿Qué pasó con los restos de La Moneda bombardeada? se ha realizado una práctica expandida que abrió su proceso de investigación el 11 de septiembre de 2023, en el Centro Cultural Palacio de la Moneda, con una exposición y una intervención sonora. El proyecto sigue su curso en la actualidad con la intención de recolectar los restos de La Moneda.