A las 9 de la mañana afuera de la sede de Renovación Nacional ya no queda casi nada. No hay marcas o señales de lo que pasó ayer, de la segunda vuelta de elección de gobernador de Santiago. Ya no está el escenario en la calle Galvarino Gallardo. Lo desmontaron, lo mismo que los micrófonos, los equipos de sonido y la reja. Se fueron las cámaras, las camionetas llenas de consolas y técnicos y los periodistas que esperaban el resultado de las urnas de un modo más bien resignado durante la tarde del domingo.
Ahora, un hombre riega la vereda y en la puerta lateral solo hay un cartel apilado con el rostro de Francisco Orrego. Pancho Orrego Gobernador. El momento es ahora, dice. En cualquier caso, el escenario que sacaron era pequeño, mínimo, casi de compromiso. No esperaban mucha gente, parece. Habían instalado una pantalla gigante que aumentaba la profundidad de campo pero ahora, con la luz matutina, solo es un patio trasero, otra entrada de servicio.
Porque ganó Claudio Orrego y perdió Francisco Orrego y aquel triunfo posible estaba en duda. Los números daban pero la derecha y la ultraderecha y la derecha televisiva apostaron al pensamiento mágico, a la especulación, a crear un personaje que vendieron como un hombre común y una víctima del sistema, acaso un chileno como todos.
Así que lo vistieron y lo peinaron. Le cortaron la barba, le pusieron chaqueta, corbata, partidura al lado. Casi lo volvieron un santo aunque era posible encontrar una imagen suya donde agarra un ají, lo acaricia de modo sexual y simula estar penetrando a un enemigo. No prendió. Todo entusiasmo pareció falso, impostado como si fuese una mentira que la repetición vuelve real.
La gente se cansó quizás. Olió la mala publicidad, no confió en la conversión del personaje en candidato. Las imágenes estaban ahí: la indignación del hater profesional, la violencia verbal, la descalificación permanente, las metáforas sexuales como una forma del humor, la confusión como método, la política televisiva como un modo del bullying, rodeado de fanáticos de Pinochet, de delirantes, de acusados de violaciones a los derechos humanos, de tránsfugas políticos, de la libertad entendida como una excusa para el odio.
Todo era esperable por supuesto. El caudillismo de YouTube. El método Milei. El método Bolsonaro. El aura Trump. Ahí la imagen de víctima del sistema, del chileno medio que sufre en la vida cotidiana, de héroe de una clase popular solo existió para apelar a los votantes.
No funcionó. Francisco Orrego perdió hasta en las comunas donde había ganado la derecha las municipales. Si no hubiese sido él, podría haber sido otro porque en política ciertas criaturas son intercambiables y estos relatos se inventan a la carta, a la medida. Cada elección es una máquina de ficciones. Algunas son patéticas, otras peligrosas. A veces son las dos cosas y es tan terrible como idiota.
Pero ganó el otro Orrego, que proponía otra clase de relato. La suya era la ficción de un eterno candidato; la aventura inesperada de alguien que volvió a ser presidenciable. Ayer, cuando celebraba habló como tal. Era su momento. Festejó en la calle Nueva York, en el centro exacto de la ciudad, en un pasaje de sombras viejas y adoquines de otras épocas. Este instante oscuro del gobierno lo iluminó. No fue a La Moneda a saludar a nadie.
El presidente Boric habló en el patio, sin que nadie le acompañara; y la enormidad del espacio y el hecho de que ya había oscurecido amplificaron la sensación de soledad, de un frío imposible en este verano precoz. Antes, mientras se esperaba que él y los alcaldes que lo apoyaban salieran a festejar y a dar el discurso de rigor, había gente bailando en la calle. La felicidad se mezclaba con el alivio se veía ayer por televisión.
Pero ahora, a las 9 am, Francisco Orrego está en la sede de Renovación Nacional. Aunque lo tapa una reja, se ve desde la calle Antonio Varas. Lleva gorra azul y quizás es la última pieza de utilería de su propia campaña antes de ser retirada. Lo entrevistan de un medio. Desde la calle se lo escucha justificar todo, explicarse, seguir hablando en el tono que asumió en las últimas semanas. De pronto ríe. Una risa que no es risa, que se deforma en una mueca. La política provoca ese efecto, el de volver todo una máscara.
La madre de todas las batallas, había bautizado Evelyn Matthei a la elección de Gobernador de Santiago. Pero no fue tal. Era una batallita, una pelea en el patio del colegio, unas cuantas bravatas. No era nada. No pasó nada. No pasa nada.
El pensamiento muere en la boca, decía Nicanor Parra en uno de sus artefactos; imposible no recordarlo. Más allá, la vida sigue. Padres y madres llevan a sus niños al hospital Calvo Mackenna y los autos bajan hacia la avenida Providencia.
En la sede de RN, unas plantas secas y mal cuidadas languidecen en el jardín.