Ayer, cuando amanecía, la hija de Diego Tatián lo llamó, le pidió que mirara por la ventana.
Había visto, dijo, unas nubes rojas.
Tatián miró y, en efecto, a lo lejos vio las nubes rojizas mezclándose con el furor luminoso que inundaba el horizonte. Sin embargo, suponemos, no fue la imagen (bellísima por cierto) lo que le haría pensar luego en ese momento como el mejor del día sino las ganas, de Malena, de compartir con él tanta belleza.
Doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y doctor en ciencias de la cultura (Scuola di Alti Studi Fondazione Collegio San Carlo di Modena, Italia), es investigador del Conicet y profesor de filosofía política en la Universidad Nacional de Córdoba.
Antes, al acostarse, trataba de recordar algo que nunca había recordado, algo de la infancia, un objeto, una persona, una habitación, para evitar su definitiva pérdida. Intentaba Tatián, en ese límite difuso entre la vigilia y el sueño, recuperar aquello que no sabía que existía.
Ahora, no piensa en nada, dice: cierra los ojos y duerme.
Fue director de la editorial de la Universidad Nacional de Córdoba. Hoy, trabaja allí como decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades.
Magoya, Tala, Latín, Pascal, Laica fueron sus mascotas.
Escribió muchos libros, de filosofía y de literatura. Lugar sin pájaros, El lado oscuro, una introducción, Detrás de las puertas, Anacronía e interrupción, Babuino, entre otros.
Fue profesor invitado por las universidades de Puebla, San Pablo, Paris I, Complutense de Madrid, Guanajuato, Texas, Estambul, México, entre otras.
Su otro hijo, Tomás, tiene 18 años.
Si le preguntan qué libro recomendaría, Tatián padre sugiere: “Vida y destino”, de Vassili Grossman.