“Yo llamo relato a todo, no creo en los géneros”. Lo escribe Pedro Almodóvar en su libro “El último sueño” y desbarata los cimientos de la empresa cinematográfica. Lo dice Almodóvar, el hombre que se erigió sobre el melodrama como pocos, que construyó una estética reconocible en un instante, en cualquier fotograma que muestre un corpiño cerca de un cuchillo, un living con estampados saturados, un par de aros con la forma de una volturno o unos pies retorcidos sobre un par de tacones lejanos. Almodóvar no cree en los géneros y sin embargo con Extraña forma de vida, el cortometraje recientemente estrenado en Mubi, se lanza sobre el western y así lo nombra y, en apariencia, así lo inventa.
La contradicción de Almodóvar es su virtud. Si como dice, el cine es su religión y las salas de proyección son su iglesia, la profanación que hace de las reglas del cine y su irreverencia frente a la ética de los géneros, tal vez lo vuelvan el más creyente en ellos. Nadie reveló la moral de los géneros como Pedro Almodóvar, nadie los mezcló como él. Y, no se puede hacer nada con aquello en lo que no se cree. Más que subrayar un sinsentido o develar una inconsistencia, con Extraña forma de vida Almodóvar provoca una inquietud: ¿de qué está hecho un género? ¿Cómo se delimita? Si el Western nació al servicio de la empresa civilizatoria construyendo un imaginario épico de la “conquista” en el oeste de Estados Unidos ¿qué relatos habilita ese género hoy? ¿Cómo se construye un Western desde el siglo XXI? ¿Por qué llamar Western a “Extraña forma de vida”? ¿Porque cumple con la estética de un canon, con los tópicos del sheriff, el pistolero, y el forajido? ¿porque tiene lugar “en el oeste” construido en Almería por Sergio Leone en los años 60? ¿Por el cuidado especial que hay en los vestuarios, las luces y los decorados? ¿o porque todo ocurre en algún momento impreciso del siglo XIX?
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“Una producción de “El deseo”” escrito en rojo Almodóvar se superpone a un desierto arquetípico. El contrapunto ya está hecho. Todo en Almodóvar se trata de El deseo, con mayúscula y el escenario en el que Clint Eastwood apretó mil cigarros entre los dientes no será la excepción. Suena inconfundible la voz de Caetano Veloso cantando el fado que da nombre al film. La anacronía también está hecha. Y más aún: aunque el fado no tenga nada que ver con el western, Almodóvar hace el maridaje perfecto, nadie se atrevería a dudar de que esa canción estuvo hecha para iniciar una película de vaqueros. La ambigüedad genérica de la voz de Caetano se personifica en un joven que hará de juglar en este tramo de la película y se pisa con uno de los protagonistas que, montando a caballo, aparece en escena, primero en un plano abierto y luego en uno muy próximo. Así se presenta a Silva (Pedro Pascal), el llanero que, después de mirar un tiempo prolongado para un corto al cantante que también lo mira, ata y besa a su caballo. Y nos alcanzan estos segundos de intimidad para intuir algo de este personaje. Mientras tanto, en el interior de una oficina, dos hombres conversan sobre un crimen reciente y un sospechoso que cojea con la pierna izquierda. El fado de Caetano sigue sonando porque la extraña forma de vida aquí remite a todos. Conocemos en esta escena a Jake (Ethan Hawke), el sheriff. Silva y Jake se encuentran mirada a mirada y sonríen ambos como nunca nadie sonrió en un western. Sonríen con la complicidad de un pasado en común, de un secreto. Almodóvar no necesita largas cintas para hacernos imaginar historias apasionadas entre sus personajes. Y de este plano en el que los protagonistas estrechan las manos con la distancia de un cuerpo pasamos al plano más almodovariano que vimos hasta el momento: una cuchara se sumerge en una especie de guiso con carne y papa y sabemos que Silva y Jake ahora comen en la casa del sheriff como un preludio al sexo que sabremos reconstruir a partir de las huellas que dejen los amantes. “Yo ya hice “La ley del deseo”, ya cumplí (...) esta vez no desnudé los cuerpos pero sí las palabras” confiesa Almodóvar sin excusarse por haber abandonado la literalidad de la carne trémula para adentrarse en otras formas de mostrar la seducción, el temblor. La insinuación estará en las palabras desnudas pero también en los gestos: el modo en el que Jake le pide a Silva que deje de mirarlo así: “¿de qué otra manera podría mirarte?”, el momento en el que ambos recuerdan los 60 días que pasaron juntos hace 25 años, la manera en la que Jake se desata el moño que le recorre el cuello mientras mira a Silva de espaldas tomando whisky, o cómo Silva mira la cama antes del beso que los hace cerrar los ojos y fundirse a negro con la elipsis sexual que habilita la imaginación. En la siguiente escena, con la luz del día, la cámara se introduce en el cuarto en un movimiento voyeurista, como una invitación a espiar a los amantes después del amor. Lo que vemos es fundamental para volver a pensar lo que Almodóvar transgrede en este experimento que es Extraña forma de vida. La ropa de Silva hecha pequeños bollos en distintos lugares de la habitación y la de Jake doblada sobre un sillón, él ya se levantó. En la cama a punto de despertarse y semi desnudo, Silva abrazando una almohada. Es el preludio al nudo: en los próximos minutos sabremos cuáles son los hilos que ahora atan a los personajes.
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Almodóvar cuenta que nunca antes se sintió tan sometido a las reglas de un género como filmando Extraña forma de vida. Esta es su primera película “de época”, nunca antes filmó una película fuera de su propio tiempo y si hay algo que imaginamos imposible es la idea de que Almodóvar siga un manual de estilo: la irreverencia siempre fue su cualidad fundamental. Pero si en los años 80 y 90, en un movimiento que iba del melodrama a la comedia, la transgresión venía dada por un contenido que escandalizaba explícita y políticamente a una época, en Extraña forma de vida, aunque en apariencia las reglas estén “cumplidas”, Almodóvar vulnera la ética del género western (la ley) introduciendo la propia (el deseo). Pero la profanación de la ética del western no la hace en una tierra virgen. No se trata de un llanero solitario conquistando el territorio del género: se inscribe en una tradición reciente de directoras y directores que revisitan la narrativa del oeste desde una mirada novedosa. Jane Campion des-arma a los vaqueros y aborda la fragilidad de esos hombres de apariencia ruda en El poder del perro; Kelly Reichardt retrata la sutileza de la amistad entre varones y pone en el centro de la escena la leche de la única vaca en el poblado de First Cow; Chloe Zhao construye el mundo interior e intimista del jinete protagonista en The Rider; Martin Scorsese, con su recientemente estrenada Los asesinos de la luna, pone en el centro del relato a los indios originarios Osage en Oklahoma a principios del siglo XX.
¿Qué es lo original en Extraña forma de vida? Una primera mirada dirá que introduce el deseo homosexual en un mundo históricamente heteronormado y viril. Es cierto en parte, aunque algo de eso ya aparecía en Secreto en la montaña de Ang Lee (una película que Almodóvar rechazó dirigir en 2005). Extraña forma de vida ofrece algo más y esta ahí, en el título de la canción que Almodóvar le robó a la portuguesa Amália Rodrigues: es la forma de vida, la materialidad de la vida. Lo que introduce Almodóvar en el western, el género que transcurre en las calles, los desiertos, los bares, los horizontes, es la casa, lo dómestico, la materialidad del amor. No solo en la ropa tirada, el plato de comida que Jake cocinó y las copas a medio tomar que quedaron sobre la mesa, también en un plano en el que vemos a al sheriff sumergido en la bañadera, en Silva buscando una toalla para secarlo, en el plano perfecto de un cajón en el que vemos los calzoncillos blancos impecables de Jake y dos manos que aparecen para agarrar cada una el suyo mostrando, en oposición, lo que no vemos: que del otro lado Silva y Jake todavía están desnudos y próximos. Almodóvar pone a dos vaqueros a hacer la cama mientras pelean: ¿Qué es más difícil imaginar? ¿a John Wayne besando a otro hombre o a John Wayne lavando los platos? La introducción de esta atmósfera doméstica, tan propia de Almodóvar, es la que vuelve “real” y a la vez “posible” el deseo de estos dos hombres en el lejano oeste.
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El crimen del que originalmente Jake conversaba en su oficina es el de su cuñada, viuda de su hermano menor y en apariencia alguien con quien tuvo un romance (un pequeño homenaje a los Centauros del desierto de John Ford). El sospechoso de este crimen es el hijo de Silva y Jake cree que el motivo de la sorpresiva visita de su antiguo amante no es el deseo de estar juntos sino el interés. Ante la negativa de Jake de darle una tregua, Silva se desata: “No tienes corazón, Jake, solo te interesa coger”. En la discusión que vemos, todo parece parte de un binomio: Jake es la ley y Silva el deseo; Jake es la justicia, Silva el forajido; Jake es el presente, Silva la nostalgia; Jake es la razón, Silva la pasión. Pero en los pocos minutos que le quedan al cortometraje ambos irán mostrando sus grietas y sus lealtades. Que aunque el amor de Silva sea real se superpone con el amor que siente por su hijo, a quien también detesta por lo que hizo. Que lo que Jake siente por Silva le impedirá matar al hijo de su viejo amante.
“Mi camino será el tuyo” confiesa enamorado Silva. Y aunque Jake reniegue del pasado que los une, en un flashback breve pero poderoso, los dos recordarán la primera vez que se besaron, 25 años atrás, revolcándose en una bodega bañados en vino. Y como un juego de espejos, pocos minutos después los veremos repitiendo el revolcón en el desierto pero esta vez en un clima hostil y de disputa. Esa escena tampoco está desprovista de erotismo, ni siquiera en el momento en el que uno de los dispare: entre ellos el deseo nunca estará completamente afuera y efectivamente como vaticina Silva, no podrán escapar al destino. Otra forma de decir que del deseo no se puede huir.
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La introducción de una relación homosexual en el universo cowboy ya había sido hecha por Ang Lee. Pero aquí lo homoerótico tiene otro subtexto y forma parte de una ética diferente. En Extraña forma de vida el deseo supone otra faceta humana introducida de prepo en el western: el cuidado y su insoslayable condición doméstica. Las curaciones hechas sobre una herida, las fajas que contienen el cuerpo enfermo, las velas que iluminan, los paños húmedos que limpian, también son parte del afecto. O como Silva propone como una utopía en el final: “¿qué podrían hacer dos hombres viviendo juntos en un rancho? cuidar uno del otro, protegerse, hacerse compañía”. Lo dijo Lucrecia Martel en “La mostra” de Venecia en 2018: no hay deber ser en la ética de Almodóvar, hay la obligación de inventarse. Esa invención de sí es la marca personal de Almodóvar. No hay mayor transgresión del canon (pero también del género, de la heteronorma) que la de inventarse a sí mismo en un mundo cada vez más adverso. Eso hacen Jake y Silva en el mundo decimonónico que les toca, pero también lo hace Almodóvar poniendo melodrama en un western desde el siglo XXI: contando una vez más la imposibilidad de un amor, no solo por su carácter gay, sino porque, como confiesa el director en una entrevista hecha para la exhibición en salas de cine, Silva y Jake son demasiado distintos para estar juntos. Es esa imposibilidad del amor la que trastoca todo el relato y nos sumerge en el mundo escandaloso de Pedro Almodóvar. ¿Qué hay de revolucionario en narrar un amor imposible? Si cada vez más el mundo se presenta como un imposible, si cada vez más el mundo se atomiza y estamos como el amor que se echa a perder, el melodrama ofrece una lengua que nos permite inventarnos, narrarnos y narrar el mundo roto que habitamos: el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
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