Un día, en la selva brasileña —en la región de Mato Grosso— un anciano chamán del pueblo Xavanté tuvo un sueño. Llamó a sus sobrinos de sangre y otros elegidos como familia, los reunió en círculo y se los contó.
—En mi sueño apareció el espíritu cazador, estaba muy enojado. Decía que yo era un irresponsable que no estaba cuidando bien de los espíritus de los animales. Que los waradzu, los hombres blancos, estaban depredando todo y que pronto terminaría la caza y la gente ya no tendría más qué comer.
Terminaban los años 70 y Ailton, un chico de veintipocos años que había nacido en un pueblo indígena declarado extinto (por un Estado que deseaba y trabajaba para ver a todos los indígenas extintos) —el pueblo Krenak—, estaba ahí, era uno de los elegidos. Ailton había vivido con su familia una infancia de fuga: ‘hay que esconderse para sobrevivir’, le decía su padre. Pero él intuía lo contrario: que podía ser parte de una nueva generación que se mostrara y alzara la voz. Por eso, ni bien pudo empezó a viajar y a juntarse con líderes como ese chamán que compartió el sueño que para Ailton fue revelación. Los indígenas eran (son) la última frontera para la avanzada del fin del mundo: son quienes habitan los territorios que contienen selvas y montañas y bosques y agua y animales, y quienes conservan las visiones contra la ceguera del mundo occidental, más allá de todo.
De todo.
De la colonia que los diezmó, y de la dictadura que entró a la selva a civilizarlos. De las desapariciones y los reformatorios, donde niños y adultos eran forzados con torturas y cárcel a hablar portugués, cristianizarse, trabajar en su propia destrucción y abrazar la bandera que los haría ciudadanos. De la democracia que cuando llegó pretendió incorporarlos al Estado negándolos en su existencia indígena.
De todo estuvieron más allá: juntándose en asambleas y organizaciones, y preparándose para lo que vendría. Así, cuando a fines de los 80 se planteó una nueva Constitución Nacional, el movimiento indígena ya era levantamiento. Sus pedidos eran concretos y desafiantes: reconocimiento de preexistencia, demarcación de sus tierras y uso exclusivo de lo que allí había, más un proyecto de futuro.
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Diez años después de escuchar ese primer sueño-revelación, Ailton Krenak fue el elegido para llevar estas posiciones al Congreso. Y lo que hizo no fue dar un discurso sino hacer un embrujo. Llegó vestido con un impecable traje blanco, se paró ante el micrófono y empezó:
—Ustedes saben, Excelencias, que los indígenas están muy lejos de poder influir en la forma como ustedes están sugiriendo el destino de Brasil. Al contrario. Somos tal vez la parte más frágil en este proceso de lucha de intereses que ha sido extremadamente brutal, extremadamente irrespetuoso y extremadamente poco ético.
En su mano izquierda, Ailton tenía un frasquito con jenipapo, una pintura negra hecha de ese fruto y carbón, con la que algunos pueblos se pintan para la fiesta, para la guerra o para el luto. Mientras hablaba con los ojos negros y brillantes, rodeados de lágrimas que no iba a dejar caer, se fue embadurnando la cara del negro de la muerte. Y siguió:
—Los indígenas tienen una forma de pensar, tienen una forma de vivir. Tienen condiciones fundamentales para su existencia y para la manifestación de su tradición, su vida y su cultura que no ponen en peligro y nunca han puesto en peligro la existencia, ni siquiera de los animales que viven alrededor de las áreas indígenas, y mucho menos de otros seres humanos. Creo que ninguno de ustedes podrá jamás señalar actos, actitudes de los indígenas que pongan en riesgo la vida o la propiedad de cualquier persona, de cualquier grupo humano de este país. Pero los indígenas han regado con su sangre cada hectárea de los ocho millones de kilómetros cuadrados de Brasil. Y ustedes son testigos de ello.
Al otro día, todos los reclamos habían sido incorporados al texto final de la Carta Magna inaugurando una nueva fase en esta batalla que no cesa: la de la vida contra la muerte.
La vida es una danza cósmica
Ailton Krenak es hoy un hombre amoroso de casi 70 años. El tema que nos encuentra a través de un zoom es el lanzamiento en Argentina de La vida no es útil (publicado por Eterna Cadencia), un tejido de ensayos hermosos y potentes hecho de discursos, conversaciones y entrevistas, como fue el primero de sus libros, Ideas para postergar el fin del mundo (Prometeo) y el próximo, El futuro es ancestral. Su biografía lo presenta como líder indígena, poeta, filósofo, Doctor Honoris Causa por la Universidad Federal de Juiz de Fora y desde hace menos de una semana el primer indígena integrante de la Academia Mineira de Letras.
Ahora está en Brasilia pero vive con su familia en el estado de Minas Gerais en la parte media del Río Doce. Un lugar sin selva porque los hacendados buscaron exterminar a sus antepasados y la liquidaron. Un lugar donde ya no se puede ir al río porque en 2015 ocurrió lo que puede ocurrir y ocurre cuando se practica megaminería: se rompieron las presas de contención liberando 50 millones de toneladas residuos de la minera de hierro de Samarco Mineração S.A. (fusión de la brasileña Vale S.A. y la inglesa BHP Billiton) y lo dejaron cubierto por un barro tóxico que seguirá ahí por cientos de años. Esa selva ya no está y esas aguas no pueden ser usadas para nada. Sin embargo, él y los que son como él, personas aferradas a la tierra como al cuerpo de su madre, no lo abandonó ni va a abandonar jamás.
—Cuando el agua fue aplastada por el barro de la minería, la experiencia emocional de más de 200 mil personas que viven en la cuenca de ese río fue un tipo de muerte. Una experiencia de casi morir. Algunos, de hecho, murieron. Otros se quedaron traumados para siempre. Observando ese llanto a mi alrededor, fui a escuchar la voz del río. Y lo que oí del río fue que se había sumergido profundamente para alejarse de los humanos. Que el modo de ocupación del territorio de los humanos era tan agresivo que él iba a buscar otro lugar para seguir existiendo. El diario tituló: “Muerte del río”. Pero yo dije no, esa mentalidad que afirma que el río murió es la misma mentalidad que compra el río, que se apropia del río, que lo descarta y hace otro río. Para mi pueblo, para los Krenak, para los pueblos ribereños que tienen una relación trascendente con ese río, con la persona que es ese río, con la entidad del río, el río no murió. Soñamos con él. El río entra en el sueño y dice “estoy vivo, estoy aquí, continúo”. El río va a volver. Solo que va a hacerlo a su tiempo y cuando nosotros cambiemos. Mientras, el río viene al sueño de las personas a recordar que no somos solo nosotros los que soñamos con él: el río sueña con nosotros, el bosque sueña con nosotros, la montaña sueña con nosotros; ellos entran en nosotros. Y tal vez sea en esa fina, fina tela de relaciones que suceden en el sueño, que muchas personas puedan reeducarse para la vida.
Ailton Krenak habla del río Doce, (Watú, en su lengua, nuestro abuelo), y los ojos se le ponen igual que cuando se paró por primera vez ante las cámaras de un mundo que lo miraba como a un animal salvaje: con ese orgullo y ese dolor nacido de ese tiempo otro, ininterrumpido, ancestral, en donde se permiten cosas de las que nuestra sociedad está privada: descansar para soñar, sin ir más lejos.
Educados en un sentido común productivista que manda a dormir después de la tele y las pastillas y pone el despertador desde los 2 años de edad, hablar de sueños por fuera de un diván no pareciera tener demasiado sentido. “Pobres blancos, si sueñan solo pueden hacerlo sobre ellos mismos”, dijo alguna vez otro líder indígena, amigo de Ailton, llamado Davi Kopenawa Yanomami, que también trabaja contra este problema de habernos entregado por completo a la violencia ontológica que nos impide una vida danzada, ociosa, poética.
Dice Ailton:
—Hay dos piedras que impiden cambiar; hacer, como quisimos en pandemia, que el mundo sea otro. Son ideas instituidas a lo largo de los siglos XIX y XX que formatearon nuestra mentalidad. Una, que el tiempo es dinero, y dos, que el trabajo es la realización de la persona, ya sea del individuo o del colectivo. Eso se ve en ejemplos muy cotidianos. Alguien que va a visitar a su familia, se encuentra con su primo o su hermanito de 8 o 10 años y le pregunta: “¿Qué vas a ser cuando crezcas?”. O a veces les pregunta a los padres: “¿Qué va a ser?”. “Va a ser médico, va a ser ingeniero, va a ser, va a ser, va a ser”. Esa anulación del sentido de estar vivo en favor de la idea de hacer cosas, de ser útil, útil a la sociedad, útil al mundo, ese mundo capitalista, ese mundo de mercancías. La experiencia de existir de una persona no tiene nada que ver con hacer nada. Una persona puede venir al mundo, experimentar una existencia maravillosa sin tener que hacer nada. La vida es algo que maravilla. No es un oficio. Y hay una cantidad de humanidades —consideradas sub-humanidades por este club exclusivo de la humanidad que es el mundo blanco— que lo demuestran experimentando un sentido de existir, un sentido de estar vivo como don. Esas personas también son seres mágicos, seres que hacen llover, que invocan al cielo, al sol, que llaman a las plantas, que convocan a los otros seres no humanos al concierto de la vida. Esas pequeñas islas de humanidad son las que todavía sostienen a este mundo que habitamos. No son las personas útiles. Las personas útiles son las que están destruyendo la vida del planeta.
La educación prohibida
Ailton Krenak usa una palabra de época para nombrar lo que nos hace este sistema, desde mucho antes de que esa palabra exista: bullying. “El mundo de las mercancías hace bullying a nuestro organismo, a nuestro ser, a nuestro pensamiento”. Y nombrándolo así el sistema se vuelve alguien: un chico alimentado de violencia que se encarga de sojuzgar al resto. Es tan poderoso el Bullying que induce deseos que comandan los cuerpos hasta su agotamiento, tan eficaz que hace que generación tras generación le entreguemos a nuestros propios hijos para su formateo de miedo y disciplina.
—Así un niño que crece dentro de esta lógica utilitaria de la existencia la vivirá como si fuera una experiencia total. Las informaciones que reciba de cómo constituirse como una persona y actuar en sociedad seguirán ya un guión predefinido: será ingeniero, arquitecto, médico, un sujeto habilitado para operar en el mundo, para hacer la guerra: todo está ya configurado.
El chico malo que hace bullying no está únicamente en nuestra intimidad. Está acosando en los pasillos de las distintas instituciones que erigimos. Una de ellas, que Ailton viene deconstruyendo desde que él mismo era un adolescente que iba a aprender a leer y a escribir a los 17 años, es la escuela.
—Yo fui capaz de leer un texto entero y hacer una redacción después de los 19 años, y lo hice con una resistencia. No veía eso como una conquista, veía eso como una experiencia de hibridismo que me obligaba a perseverar en lo que yo ya era. No podía transformarme en el bobo que reproduce frases, bibliografías, narrativas de los otros. Yo tenía que ser capaz de romper con esa perspectiva reduccionista y producida en un flujo de recolonización. Porque nosotros reproducimos el pensamiento colonial europeo. Reproducimos eso en la educación de nuestros niños y en nuestras relaciones. Tenemos impresa la reproducción colonial de la vida, de la experiencia de ser. Como si nos imaginásemos un código de barras. El mismo código de barras informa cómo va a ser la educación, cómo va a ser la relación de género, cómo va a ser la relación de clase, todo un código de barras, una mercancía —responde ahora, cuando le pregunto sobre uno de los párrafos más provocativos de su libro, que dice así:
Eso que llaman educación es, de hecho, una ofensa a la libertad de pensamiento, es tomar a un ser humano que acaba de llegar, endilgarle ideas y soltarlo para que destruya el mundo. Para mí eso no es educación, sino una fábrica de locura que la gente insiste en mantener. (…) Los padres renunciaron a un derecho que debería ser inalienable, de transmitir lo que aprendieron, su memoria, para que la próxima generación pueda existir en el mundo con alguna herencia, con algún sentido de ancestralidad. Hoy quien habla de ancestralidad es un místico, porque “la gente de bien” tiene un MBA de alguna parte y no habla de ese tipo de cosas. Son como unos cyborgs que andan circulando por ahí, alimentando grandes grupos educativos, universidades y toda esa superestructura que occidente armó para mantener al mundo acorralado.
—¿Y cómo podríamos hacer?
—¿Qué tal si probamos aprender con los niños antes de querer enseñarles cualquier cosa? Creo que necesitamos desterrar la experiencia educativa que creó esta humanidad, de la que nosotros ahora estamos exhaustos. Entonces vamos a tomar esa herramienta que fue la educación escolar y vamos a arrojarla fuera. Vamos a experimentar la vida, vamos a experimentar que alguien, un ser que llegó a esta vida tenga tiempo para expresarse. Hasta los 7 años una persona aún es un alma, un ánima, un espíritu que está encajándose en el cuerpo. No debería ser expuesto al contacto con adultos desregulados, llenos de complejos, que tienen la pretensión, ahora, de recibir a esos niños y educar a esos niños. Yo pensaría en volver a una comunidad de aprendizaje donde no hay profesor, todos aprenden. Esa comunidad de aprendizaje puede comenzar en un ámbito doméstico, en la familia. Como yo vengo de una experiencia de formación colectiva, de sujetos colectivos que son los pueblos indígenas, mi manera de entender esa comunidad de aprendizaje es una donde todos están involucrados, desde el bebé que está gateando hasta la abuela. Nadie ahí es profesor. “No se puede resolver un problema con las ideas que dieron origen al problema”. ¿Ya escuchaste esa expresión, Soledad?
—Sí, claro.
—Bueno, no se puede resolver esta crisis con aquello que es su combustible, con sus componentes. Entonces la idea es la siguiente: ¿será que metidos en esta maraña somos capaces de buscar algo fuera de esto?
La magia de ya no hacer
Volvamos al inicio. Hoy que la selva Amazónica está hecha trizas por el agronegocio, tan sembrada de sojales y vacas y minería y violencia, que las ciudades son un hervidero donde se trabaja para sobrevivir mientras la riqueza es del 1 por ciento, ese primer sueño-revelación que el chamán Xavanté le contó a Ailton parece obvio: todo está roto, también nosotros. Sin embargo, entonces, a pesar de las obras faraónicas que habían emprendido los militares y de toda esa declaración de guerra a la naturaleza que llevaba ya 500 años, aún eran más el verde vida y la abundancia y la esperanza que la destrucción. Para ver lo que se venía, esa miseria disfrazada de orden y progreso, había que tener una mirada muy distinta a la nuestra, educada para entender al mundo como un bola inerte repleta de recursos que pueden ser usados para hacer nuestro mundo aparte, nuestro mundo de cosas.
Cuidada por quienes sueñan y se permiten ser soñados, la Tierra encantada, animada, furiosamente viva sigue ahí esperándonos. Y ahora que estamos adentrados de lleno a los tiempos del colapso (con especies que se extinguen a razón de 200 por día, un calentamiento que nos sumerge hasta lo invivible y el hambre y la crueldad como la norma) no pareciera haber otra salida que esta que jamás probamos: ir a su reencuentro.
—Hay que poner la esperanza en un lugar seguro —decía Ailton Krenak en los años 80 cuando las cámaras lo apuntaban aún con desconfianza porque qué tendrían para decir los indígenas. Pero él insistía:
—Si tenemos que pensar únicamente desde la racionalidad que es la contabilidad de los blancos, nosotros ya perdimos esta guerra hace mucho tiempo. Pero no queremos creer en el paradigma de ellos, que es el paradigma del error. Cantar, rezar, hacer rondas, enviar energías que hagan de escudos, vigilias por la tierra.
Ahora, por lo general, no le dice “la Tierra”. “Gaia” la llama Ailton desde hace unos cuantos años: el nombre de la diosa griega que dio título a la hipótesis del biólogo inglés James Lovelock que mostraba a este planeta como una entidad creativa y despierta capaz de generar sus condiciones de existencia.
—Gaia —dice Krenak— tiene la posibilidad de quitarnos de aquí en 5 minutos. Yo creo sinceramente que Gaia tiene la sabiduría, tiene la potencia de despedirnos a la hora indicada. Cuando pensé eso cesé mi campaña de reeducación de los humanos, prefiero conversar con las hormigas, con los árboles, tener más tiempo para abrazar a los árboles.
Si la vida no es útil tal vez la salida es esa: dejar de buscar qué hacer.
No se trata de resignarse sino de disfrutar, abrazar, no dañar, confiar y aprender. Esperar y entregarnos como criaturas alegres a su espiral de afectos mientras reestablecemos los diálogos con otros reinos y fuerzas vivas.
En su libro Ideas para postergar el fin del mundo, Ailton Krenak cuenta esta historia:
Un investigador europeo de comienzos del siglo XX que estaba en los Estados Unidos llegó al territorio de los hopis. Él había pedido que alguien de esa aldea le facilitase el encuentro con una anciana a quien quería entrevistar. Cuando fue a encontrarse con ella, ella estaba parada al pie de una piedra. El investigador se quedó esperando, esperando, esperando y se cansó. Llamó al intérprete y le dijo: “¿Ella no va a hablar conmigo?” Y la persona que estaba facilitando el encuentro respondió: “Ella está conversando con su hermana”. El sujeto le dijo: “Pero es una piedra”. Y el camarada le dijo: “¿Cuál es el problema?”.
—¿No es maravilloso? —me dice ahora desde su monitor, mirándome con una sonrisa encendida y cómplice.
Todo es, debería ser, así: maravilloso.
—Muchos otros pueblos de América Latina, de esta Pachamama, conversan con la montaña, tienen filiación con la montaña. Una vez fui a Ecuador, a Pastaza. Y llegué a una comunidad de artesanos que estaban preparando vasijas con comida y flores para ir a hacer la fiesta a las montañas. Son dos montañas, una es masculina y la otra es femenina, una pareja. Y ese pueblo les lleva comida y les canta y les hace una fiesta durante días. Conversan con ellas, tienen comunión con ellas, las reciben, intercambian con ellas, sueñan con ellas, reciben los sueños de ellas. Esos portales, esos contactos existen, Soledad. Esos contactos están presentes. Sólo que no están disponibles en esto que nosotros tenemos como gradiente de nuestras reproducciones culturales: la escuela, la literatura, el cine, los espacios de intercambio. Esos lugares no permiten acceder a esos otros lugares trascendentales. Esos lugares necesitan ser buscados tal vez en los sueños, en espacios que permitan la expansión de nuestro imaginario. Si tu imaginario es contenido, si tu imaginario está blindado, no va a desear otro mundo. Va a querer consumir lo que ya está en el sentido de mercancía, de utilidad de la vida. Después de una experiencia como este encuentro, como esta charla que tuvimos, donde nos sumergimos en los ríos, abrazamos a los árboles, aspiramos la gracia de Gaia, el mensaje que podemos dar es que todo lo posible de realizar está ya contenido en cada uno de nosotros, nosotros somos la semilla de ese cambio. No hace falta tener nada en la mente, ni hacer nada más. Basta ser semilla. Porque si no, nos vamos a atribuir una tarea más, de pensar, de organizar: no es necesario. Ser semilla. Si nos disponemos a ser semillas, la vida va a seguir”.