Crónica

A treinta de una fuga sangrienta


Arrancar a la muerte

Hace tres décadas ​​—un 10 de octubre de 1992—, ocho presos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo salieron a balazos desde la Penitenciaría de Santiago. Eran tiempos convulsos, marcados por sospechas de infiltración, abandono y derrota para los grupos subversivos. Motejados por las nuevas autoridades como terroristas, quienes habían caído detenidos en democracia por acciones de violencia política estaban entregados a su suerte. Una suerte perra que también los acompañó esa mañana de sábado en que todo salió mal. Tres murieron, dos fueron recapturados y tres huyeron. En esta crónica, extraída del libro Jóvenes pistoleros. Violencia política en transición (Debate, 2019), el autor narra la interna del fatídico plan, a la vez que da cuenta de ejecuciones a sangre fría y sospechas de traición.

A comienzos de octubre, Fernando Moreno Vega se acercó a Pedro Ortiz y le pidió hablar a solas con él. Necesitaba contar que había decidido bajarse del plan de fuga. 

Pedro, el jefe de los rodriguistas en prisión, no lo podía creer. Moreno Vega había participado desde un comienzo en el plan y jamás había manifestado dudas. Con treinta años, era de los más viejos y comprometidos con eso que llamaban moral rodriguista, de esos militantes que prefieren enfrentarse a tiros con la policía antes que caer detenidos. En su caso, había caído dos años antes, luego del asalto a una fábrica de zapatos de San Miguel que terminó en una balacera con Carabineros. Salió ileso, no así su compañero Jorge Espínola Robles, que fue herido por un balazo en el abdomen, pero antes de ser pasado a un tribunal, como se acostumbraba en esos días, Moreno Vega fue torturado duramente en su paso por el cuartel policial. 

Había recibido su bautismo de fuego y, como casi todos los rodriguistas presos, tenía la convicción de que aún había cosas por hacer en la calle. Al menos eso decía hasta poco antes de la fuga.

Quienes conocieron esa conversación dicen que Moreno Vega no entregó ninguna razón consistente para restarse a última hora. Simplemente dijo no estar preparado. Dicen también que en principio Pedro le dijo que no podía bajarse, que ya estaba todo listo: las armas, el walkie talkie, la gente y los autos para la contención desde el exterior. Pero Moreno Vega insistió en su negativa de irse y Pedro terminó por ceder. 

Le había tomado cariño y respeto, pero si no quería irse, allá él. 

Hubo una reunión de emergencia y Pato Chang, el hermano de Pedro, propuso cancelar la operación. No había garantías de seguridad. Pero Pedro y el resto decidieron seguir adelante. Ya no había vuelta atrás. Se irían a como diera lugar. 

***

El plan demoró un año en madurar, pero no tenía gran ciencia. 

Desde la calle 5, acompañados por un gendarme, se desplazarían hasta el depósito de maderas cercano al Patio de las Palmeras. Era lo mismo que venían haciendo hace meses, porque de un tiempo a esta parte los presos rodriguistas de la Penitenciaría de Santiago se habían vuelto aficionados a las artesanías en madera. 

Una vez en el depósito, reducirían al gendarme que los acompañaba y de ahí caminarían el sector de entrada de las visitas, a unos pocos pasos de la calle. Tras reducir a un segundo gendarme, pasarían al sector perimetral, neutralizarían a balazos a los guardias de las torres de vigilancia y saldrían a la calle disparando a lo que se interpusiera en su huida. 

En sus cálculos, necesitaban dos o tres armas cortas que introdujeron por partes, a través de las visitas del pensionado, para luego ser ensambladas. También necesitaban un walkie talkie, de modo de estar comunicados con quienes harían el apoyo de contención desde el exterior, con dos autos con sus choferes y motores en marcha. 

Esto último fue lo complicado, más incluso que el ingreso de las armas y el walkie talkie.  

A estas alturas, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo estaba en un proceso de tal dispersión que hacía difícil organizar cualquier cosa, más todavía desde la cárcel. La gente andaba perdida o dispersa, sin vínculos entre sí, si es que no derechamente en proceso de retiro. Uno de los reclamos más frecuentes que comenzó a escucharse entre lo que quedaba de la militancia rodriguista de esa época sonaba a despecho amoroso: lo di todo y me dejaron botado. 

Había desconfianzas, falta de recursos, de orientación. Con una organización infiltrada, y prácticamente sin mando, cada uno se salvaba como podía, echando mano a familiares, amigos y antiguos compañeros en los que no quedaba más que confiar. 

El Frente Autónomo estaba en proceso de desaparición, y para quienes habían tenido el infortunio de caer presos en democracia, previo paso por la tortura, la fuga era un asunto de sobrevivencia y dignidad. 

***

Esa mañana de sábado, Pedro Ortiz encendió el walkie talkie y pronunció el nombre de quien debía estar afuera de la Penitenciaría, aguardando con un auto encendido y un fusil.

—Atento, William.

—Atento, William —repitió—, acá Pedro, cambio.

—¡William, atento!

Pedro llamó dos, tres, cuatro veces más. Lo intentó por cerca de quince minutos, sin éxito. Cuando se convenció de que nadie respondería afuera de la cárcel ni en ningún lado, reunió al grupo y propuso que salieran de todas formas. 

Su hermano Pato aconsejó abortar la operación, pero no todos estaban de acuerdo. 

Mientras discutían, Pedro volvió a encender el walkie talkie. 

—Atento, William. 

—¡Atento, por la chucha, William! 

Entonces, como persistía el silencio, Pedro dejó de lado el walkie talkie y anunció que se iban. 

Veintiséis años después, en su casa en Zurich, Pato Chang, que es Patricio Ortiz Montenegro, me dirá que lo razonable hubiera sido quedarse, más aún después de lo ocurrido con Moreno Vega, pero como su hermano era el jefe y en un momento tomó la decisión de partir, no quedó otra que acompañarlo. Jamás lo hubiera dejado solo, dice, no después de todo lo que habían vivido a partir del último día de febrero de 1991, en que cayeron con un intervalo de dos a tres horas. Ambos fueron torturados brutalmente por Carabineros, más Pato Chang que Pedro, porque Pato Chang, en una huida espectacular por calles y pasajes del barrio Independencia, le puso un tiro en la garganta a un carabinero con el que se encontró a boca de jarro, tras saltar la pandereta de un colegio. De milagro sobrevivió al castigo de Carabineros, de milagro y de lo aprendido en la Academia de Karate Shudokan para amortiguar golpes, dice luego. 

Tras pasar un par de meses en un hospital, Pato Chang volvió a encontrarse con su hermano Pedro en la cárcel. 

Y ahí seguían los dos, un año y medio después, tan unidos e inseparables que ahora que Pedro había decidido que se iban, Pato Chang, casi sin pensarlo, partió detrás. 

Eran cerca de las diez de la mañana del 10 de octubre de 1992 cuando una columna de ocho presos de la calle 5, encabezados por el egresado en sociología Pedro Ortiz Montenegro, se dirigió a la reja y llamó a viva voz al guardia de esa calle. Lo acompañaban Pato Chang, José Miguel Martínez, Mauricio Gómez, Pablo Muñoz, Luis Moreno, Manuel Venegas y Francisco Díaz. Como venían haciendo en los últimos meses, dijeron que iban al depósito de maderas para trabajar artesanías. 

Al cabo Muñoz le decían el Colorín y era de los pocos gendarmes a los que los presos políticos respetaban. Se puede decir que hasta le tenían cierta estima. Era un gendarme respetuoso, de buen trato, más preocupado del culto evangélico que de los asuntos de la cárcel. Tanto así que al abrir la reja de la calle los saludó con sincero interés y dijo, como acostumbraba a decir, Que dios los bendiga. 

Luego los condujo al depósito de maderas. 

De las tres armas que habían logrado ingresar, dos Smith & Wesson y una SIG Sauer .32, Pedro se quedó con esta última. Las otras dos quedaron en manos de Pato Chang y de Francisco Díaz, el Chino, que tenía formación militar en Cuba y fama de buen tirador, casi tan buena como la de Pedro. 

Fue este último, al llegar al depósito, quien redujo al cabo Muñoz:

—Tranquilo —dijo, con toda calma, enseñándole el revólver—, que no te va a pasar nada.

Y el cabo Muñoz se quedó tranquilo, sin salir del asombro, viendo cómo el grupo avanzaba hacia el patio de formación, rumbo al acceso de visitas. En ese lugar, un segundo gendarme desarmado se vio sorprendido y forzado a abrir la reja del sector, la última antes del ingreso de las visitas. 

Tras un corto intercambio de disparos, los ocho cruzaron la entrada del patio de visitas y alcanzaron la calle. 

Fue entonces que vieron el furgón de Carabineros.

El furgón con tres carabineros a bordo permanecía estacionado al otro lado de calle Pedro Montt, a un costado del bandejón central, a pocos metros de uno de los autos que los estaba esperando. Antes de que los carabineros alcanzaran a reaccionar, los fugados ya cruzaban la calle, protegidos por Pedro, que quedó haciendo contención hacia las torres de los gendarmes. 

De acuerdo con lo planificado, a esa hora debía haber dos autos con sus respectivos choferes y un hombre -al que llamaban William- a cargo de la contención. Aún hoy los sobrevivientes no se explican por qué en lugar de dos sólo había un auto estacionado, sin un chofer a bordo ni alguien a cargo de la contención. Es probable que minutos antes, al ver aparecer el furgón policial, William y el chofer del auto se hubieran alejado del lugar, dejando el auto estacionado. Es probable también que el chofer del otro auto ni siquiera haya alcanzado a estacionar. El asunto es que esa mañana de sábado nada resultó como había sido planificado. 

En la memoria de Pato Chang casi todos sus compañeros cruzaron la calle y subieron a la cabina de un Daihatsu Charade, pensando que tal vez había alguien al volante o encontrarían las llaves puestas. Mientras su hermano les cubría las espaldas desde el otro lado de la calle, Pato Chang cruzó la calle y comenzó a disparar hacia los carabineros del furgón. 

Fue un milagro que los cuatro o cinco que subieron al Daihatsu no hayan resultado heridos por las balas provenientes desde las torres de la Penitenciaría o del furgón policial. Quizás ayudó la contención de los hermanos Ortiz Montenegro y el hecho de que esa mañana, como era día de visitas, los familiares de los presos comunes que hacían fila para ingresar a la Penitenciaría huyeron en estampida. Pero a los pocos segundos, como no había llaves ni menos un chofer, los cuatro o cinco bajaron del auto y huyeron donde les dictó su instinto. 

Fue en ese momento que Pato Chang, ya sin balas en su revólver, escuchó gritar a su hermano Pedro. Había recibido un tiro en la espalda.

Sin pensarlo, Pato Chang corrió a socorrerlo. Es probable que al cruzar hacia el frontis de la Penitenciaría, o apenas llegó donde él, haya recibido ese balazo en el hombro. Pato Chang no lo recuerda bien. Lo que sí recuerda es que al llegar al otro lado de la calle se encontró a su hermano tirado en la vereda, con varios tiros en el cuerpo, desangrándose. Cuando se abrazó a él sintió esos dos o tres impactos que lo desplomaron.  

Mientras tanto, Mauricio Gómez y José Miguel Martínez, a los que llamaban Pum Pum y Palito, corrían por Pedro Montt, calle abajo. Si hubieran corrido en sentido contrario, es probable que se hubieran encontrado con el taxi conducido por un hombre conocido como el Francés, amigo del Pum Pum, que a esas horas, en medio de la balacera, daba vueltas por el sector. El Francés era un expreso político que había caído detenido tras volver del exilio en Suiza, más puntualmente de la Suiza francófona, cerca de la frontera con Francia, lo que explica su apodo. Había sido jefe del Pum Pum y se sentía responsable de la caída de este, pero esa mañana de sábado el Francés sólo se topó con Manuel Venegas, que huía tras bajar de ese Daihatsu fantasma. Con Venegas a bordo, el Francés alcanzó a acelerar antes de que la zona fuera inundada de policías de uniforme y civil que en cosa de segundos, como si hubieran estado alertados, cercaron los alrededores. 

Esto último explica que Pum Pum y Palito no tuvieran más opción que girar por avenida Beaucheff, avanzar un par de cuadras y refugiarse en el antejardín de una casa, ante el acecho de policías, carabineros y gendarmes. Días después, los vecinos del sector testificaron que Pum Pum y Palito gritaban que por favor llamaran a la prensa o a algún abogado. Nos van a matar, gritaban, nos van a matar.

En medio de la balacera, Luis Moreno tuvo una ocurrencia. Tras bajar del Daihatsu, caminó hacia el sector de la entrada de las visitas, confundiéndose entre los familiares de los presos comunes que a esa hora corrían para cualquier lado o se mantenían agazapados en la entrada de visitas.

Algo similar ocurrió con Francisco Díaz, el Chino. Como llevaba un arma, se hizo pasar por policía, simulando una persecución por avenida Pedro Montt hacia el poniente. Unas cuadras más abajo, al llegar a calle Club Hípico, hizo parar un taxi y logró salir de la zona antes del cerco policial. 

Pablo Muñoz, había tomado el mismo camino que el Chino, pero como unos meses atrás había recibido tres balazos en un asalto frustrado, caminaba con dificultad. Alcanzó a avanzar un par de cuadras. Con los policías pisándole los talones, apenas dobló en calle Yarur intentó esconderse en el antejardín de una casa. A los pocos segundos estaba rodeado.

Unas cuadras más arriba, frente a la Penitenciaría, Pato Chang seguía abrazado a su hermano Pedro, con tres tiros en el cuerpo, sin moverse. Alrededor de ambos comenzó a crecer un charco de sangre. Al rato apareció alguien con una lona y los tapó. 

En Beauchef, desde el antejardín de una casa, Pum Pum y Palito seguían pidiendo ayuda a gritos. Alguien los escuchó decir que estaban desarmados, que se rendían, pero los policías y gendarmes comenzaron a avanzar hacia ellos. 

Algo parecido ocurrió una cuadra más abajo, en calle Yarur, donde Pablo Muñoz esperaba a los policías con los brazos en alto. Estaba seguro de que lo iban a matar, pero para su sorpresa, cuando llegaron a él lo redujeron y luego lo subieron a un furgón de Gendarmería. Hasta entonces, de manera milagrosa, no había sido herido, pero a la posta central llegó con un balazo en el cuerpo. Según dirá después el mismo Pablo Muñoz, una vez que lo subieron al furgón uno de los gendarmes le disparó un tiro. 

Pato Chang seguía bajo la lona, pero respiraba. Recién cuando a algún policía se le ocurrió levantar la lona y tomarle el pulso, repararon en que el muerto seguía con vida. Ya había mucha gente alrededor para que lo mataran. 

A esas alturas, en los alrededores de la Penitenciaría ya se había escuchado ese estruendo infernal de disparos, seguido de ese silencio que antecede a las tragedias. Luego, el grito agudo de una vecina: ¡los mataron! 

Pum Pum y Palito yacían en el antejardín de la casa de Beauchef 1948, con sus rostros deformados por las balas. 

***

Como todos los años por estas fechas, familiares y amigos de los caídos en la fuga de 1992 llegan a los alrededores de la Penitenciaría para rendirle honores. Esta noche de domingo, somos cerca de cincuenta personas reunidas frente a Beauchef 1948, donde Pum Pum y Palito fueron abatidos. Entre los presentes reconozco a Pícolo, a uno de los hijastros del Viejo y al chofer que no llegó a recoger a los asaltantes del Campus Oriente de la Universidad Católica, a comienzos de 1992.. También está la hermana del Mauricio Gómez, Pum Pum, que toma un micrófono para recordar a su hermano y pedir justicia por el “cobarde asesinato”. 

—Los compañeros estaban desarmados cuando los mataron —acusa Valentina Gómez, hablando a nombre de Pum Pum y también de Palito, cuyos familiares no comulgaban con la causa. A Palito lo visitaron poco en la cárcel y lo velaron en privado, sin banderas ni guardias de honor, como ocurrió con Pum Pum y Pedro Ortiz. Los cuerpos de estos dos fueron velados en la sede del Movimiento de Izquierda Democrática Allendista. En una crónica de Las Últimas Noticias se lee que entre ambos ataúdes había un cartón con el nombre de José Miguel Martínez Alvarado, Palito.  

Ahora, en una ventana de la casa de Beauchef 1948, una silueta mira a la calle desde una habitación en penumbras. Es la señora Estrella, testigo de la matanza ocurrida en el antejardín de su casa, quizás la mujer que esa mañana de sábado, tras la balacera, gritó ¡los mataron! “En este día saludamos a la señora Estrella”, dirá alguien al micrófono. “Ella siempre agradece que los cabros la acompañen y le cuiden la casa”. 

El grupo comienza a avanzar hacia Pedro Montt, formando una columna precedida por una pancarta que recuerda que no habrá perdón ni olvido. En este caso, también recuerda que aún no hay justicia. 

Atrás, a una prudente distancia, avanza lento un furgón de Carabineros con sus luces de estacionamiento encendidas.  

Al llegar a la puerta de la entrada de visitas de la Penitenciaría, el rito se repite. Se encienden velas en la vereda y un cantante con su guitarra se acerca al micrófono para entonar el himno del FPMR: 

La patria está mal,

Manuel la pondrá en pie.

Doblegando la noche sin gloria, 

elevando al hombre hasta su historia.

ayudando al pueblo en la victoria,

con la urgencia de su dignidad.

Sobre los muros del penal, tres gendarmes armados observan la escena en silencio. Luego escuchan lo que la hermana de Pedro y Pato Chang va a decir al micrófono. En la fuga, acusa Julieta Ortiz, “hubo traiciones y gente cobarde”, y alzando la mirada hacia los gendarmes, señala a “esos esbirros que acribillaron por la espalda a nuestros compañeros”.

La intervención cierra con aplausos, a los que le sigue un silencio que permite escuchar que al otro lado de los muros de la cárcel, un grupo de presos también aplaude. Entonces, uno de los gendarmes alza la voz desde los muros: 

—Oiga, ¿hasta cuándo siguen tirando mierda por Facebook? Nosotros no tenemos nada que ver.

—¡Váyanse a la mierda! —grita Julieta—. No es justo que los que mataron a nuestros compañeros todavía no paguen. No es justo. 

Desde el otro lado de los muros, los presos vuelven a aplaudir. 

La gente comienza a retirarse. Atrás quedan el fuego tenue de las velas sobre la vereda y ese furgón de Carabineros con sus luces intermitentes encendidas que avanza lento, a prudente distancia, hasta perderse por completo en la noche. 

***

Después de tres o cuatro semanas de convalecencia en el hospital de la Penitenciaría, Pablo Muñoz y Pato Chang fueron devueltos a la calle 5. Sus compañeros los recibieron con abrazos y palabras de consuelo. También con ganas de cobrar cuentas. Se sospechaba que la fuga había sido filtrada y el principal sospechoso, Fernando Moreno Vega, seguía viviendo en la misma calle. 

Después del encierro, lo llevaron a la fuerza hasta una de las celdas y lo ataron. Antes de preguntarle cualquier cosa, lo golpearon. Y luego de que le preguntaron y lo negó todo, volvieron a golpearlo. Como persistía en su negativa, alguien tuvo la ocurrencia de aplicarle corriente. 

Fernando Moreno terminó aceptando que había sido él quien alertó a las autoridades del penal de la fuga. Lo obligaron, dicen que dijo. Lo golpearon otro poco hasta que alguien dijo basta, se nos está pasando la mano.

 Al día siguiente Moreno fue trasladado de calle y luego de penal. 

***

Los blogs y foros relativos a la fuga de octubre de 1992 coinciden en identificar a Moreno Vega como soplón de La Oficina, el organismo creado por el gobierno para combatir la subversión. El hecho, por cierto, jamás ha sido corroborado. Pero quizás convenga saber que dieciséis años después, Moreno Vega fue candidato a concejal por San Miguel, en representación del Partido Radical Social Demócrata, el mismo en que militaba Isidro Solís Palma, quien para 1992 era director de Gendarmería y jefe de Administración y Finanzas de La Oficina. 

Fernando Enrique Moreno Vega obtuvo 698 votos, poco más del uno por ciento del total, sin lograr ser elegido.