María Rodríguez mezcla el huevo con tomates, cebolla y ajo en la sartén. Está en su departamento en La Florida, Santiago, preparando arepas con perico, una tradicional receta de su país de origen, Venezuela.
–Amor, pásame el morrón.
–¿El qué?
–El pimiento morrón…
–¡Se llama pimentón, po!
María se ríe. Su pareja, Renato Ortiz, chileno, también.
–Mira que si me hueveas no te voy a hacer arepas –comenta María, las favoritas de Renato.
Desde hace seis años la dinámica entre los dos es así: cambian indiscriminadamente del español chileno al español venezolano; sirven comidas de aquí y de allá; festejan con músicas de los dos países; se estresan con las noticias políticas de ambos… Viven con la cabeza en los dos lugares.
–El amor es así: compartimos todo –resume él.
Se conocieron en una celebración de Navidad -una de las fechas más importantes para los venezolanos- en la casa de un amigo en común. María, psicóloga, estaba en Chile hacía ya dos años. Pero tenía pensado cambiarse a Argentina, donde fue a vivir su hermano. Lo extrañaba, sentía la necesidad de estar con alguien de la familia. Aunque tenía amistades en Chile, no se había acostumbrado del todo al país. Y aún no convalidaba su título profesional, lo que la tenía trabajando como promotora de eventos a menudo.
Esa noche, entre vino chileno y ponche crema, papas duquesas y pan de jamón, conversó durante horas con Renato. Intercambiaron teléfonos. Se vieron al día siguiente. Y al otro. Y en año nuevo.
Al final, nunca se fue a Argentina.
–Nos casamos el año pasado. Encontré en él mi familia –dice y le da un beso en la frente.
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En las últimas décadas, Chile no solo ha vivido cambios sociales. Demográficamente el país ha pasado de ser una sociedad demasiado chilena, donde la diversidad era una rara excepción mirada con asombro, curiosidad o desconfianza, a vivir una mixtura que ya es imprescindible a la hora de pensar la identidad nacional.
En los años 80 apenas el 0,7% de la población del país era extranjera; hoy ese porcentaje asciende a más del 4,3% y sigue creciendo. La migración ha ampliado y enriquecido las vidas de un Chile que, de alguna manera, había permanecido aislado del mundo, donde la única cultura que penetraba el cotidiano era la estadounidense a través del consumo y la televisión.
Hoy, según estimaciones del Instituto Nacional de Estadísticas, entre las nacionalidades con mayor número de migrantes en Chile están Colombia (11,7%) y Haití (12,2%), a los que se suman peruanos, venezolanos y bolivianos. La gran mayoría oscila entre los 25 y 39 años y habita en la región Metropolitana. Así es el Chile de los últimos años; las pieles que tocamos, los acentos que escuchamos, los sabores que comemos, las palabras con las que nos vinculamos trasvasan de una nación a otra y hacen alquimia en nuestras raíces.
Y esto nos está cambiando, partiendo por algo tan sustancial como el amor. Según el Registro Civil, entre 2009 y 2018 se concretaron casi 23 mil uniones de pareja entre chilenos y extranjeros como María y Renato, lo que representa el 4,5% de los matrimonios en Chile.
A ese número formal, se le suman las miles de historias de amor entre chilenos y migrantes que están juntos pero no legalmente.
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Diciembre de 2019, post estallido social. Luta Cruz, cantante afro chilena, de madre brasileña y padre chileno-alemán, camina por la calle Irarrázaval con un grupo de amigos músicos. Es una chica afro, de piel marrón, lesbiana, alegre y siempre sonríe.
Camina por Irarrázaval, está atardeciendo y los músicos que la acompañan se encuentran con más músicos. Todos se saludan, besos por aquí, besos por allá y entre ellos hay otra mujer: Thaïna Henry. Afro, marrón, lesbiana, migrante de Haití, poeta, rapera y también cantante, pero eso Luta aún no lo sabe. En un arrebato de su personalidad intensa y directa, Luta piensa: qué mujer más linda, no se me puede ir. Decide entonces abordarla: cómo te llamas, dame tu número, quiero conocerte más. Thaïna se bloquea. También es una mujer decidida, de carácter, pero esa forma tan directa es mucho para ella en ese momento. Luta, sin embargo, no puede contener lo que Thaïna le produce: un magnetismo, una atracción nueva.
–¿Vamos a la plaza? –le dice.
Se sientan en círculo, Luta lejos de Thaïna para disimular la ansiedad que la aborda; quiere hacer las cosas bien. Para llamar su atención hace lo mejor que sabe hacer: cantar. El corcovado, un bossanova. Una canción para hacer feliz a quien amas, para tener tiempo para soñar, dice la letra, en un portugués suave. Ahora Thaïna sí la ve, a esa mujer de voz dulce, que canta con el cuerpo haciendo un movimiento de olas con sus brazos, y piensa que quizás también ella pueda estar sintiendo ese magnetismo por ella, una atracción nueva.
En las últimas décadas, Chile no solo ha vivido cambios sociales. Demográficamente el país ha pasado de ser una sociedad demasiado chilena, donde la diversidad era una rara excepción mirada con asombro, curiosidad o desconfianza, a vivir una mixtura que ya es imprescindible a la hora de pensar la identidad nacional.
En esos mismos meses, pero en otro sector de la capital, entre bombas lacrimógenas e incertidumbre política, un chileno y una colombiana tienen un encuentro parecido. No fortuito, tampoco tan intenso como el de Luta y Thaïna, pero igual de decisivo en sus vidas. Eder Céspedes Cantillana, cantante y productor, e Indira Reinel Pineda, música sinfónica nacida en Bogotá, se juntan en un Starbucks para una reunión de trabajo a plena luz del día.
Indira lo citó en un lugar público porque no conoce a Eder y desconfía de los hombres. Viene de una relación abusiva. Además, sabe que hay muchos estereotipos en torno a la mujer colombiana en Chile. Estereotipos sexistas que las objetivizan, las sexualizan, las tildan de “gozadoras”. Por eso, desconfía.
En Santiago, en el contexto de las marchas feministas, encontró un cobijo entre mujeres. Se unió a un colectivo de instrumentistas -ella toca el corno francés-, la Fundación Orquestas de Mujeres de Chile. Eso le devolvió la calma y seguridad en sí misma, ya no quería tocar con más hombres. En ese punto está Indira, reconciliándose con la música y con ella misma cuando entra a ese Starbucks.
Eder está produciendo el disco de un músico argentino y necesita a una mujer, migrante, que toque el corno francés; no debe existir otra en Chile más que Indira. La reunión de trabajo dura unos cinco minutos, una breve explicación del proyecto y la coordinación del día de la grabación. Pero algo pasa en esa conversación, alguno de los dos, no se acuerdan cual, abre una puerta. La charla se alarga y se convierte, sin que lo sepan, en su primera cita.
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Unos días después del encuentro en la plaza Villa Frei, Thaïna llamó a Luta. Pidió ir a su casa porque quería aclararle algo: no quería ni salir, ni andar, ni pololear y tampoco una relación abierta.
“Es que los migrantes no tienen tiempo que perder”, cuenta Thaïna para explicar la dureza de aquél momento. Había llegado en 2014 a Chile, acompañando a sus hermanos pequeños para que se reunieran por fin con su madre, quien llevaba un tiempo trabajando en el país. Pensaba volverse apenas los dejara, pero aquí se dio cuenta de que el sistema laboral era incompatible con la crianza, que se trabajaba de sol a sol, mucho más si eres migrante. No había quién cuidara de los niños, así que tuvo que quedarse. Sus títulos no servían en Chile: volvió a hacer el colegio en un 2x1. Cuando sus hermanos crecieron se puso a trabajar y entró en ese mismo sistema de trabajo.
Luta prefería la relación a la chilena, de a poquito. Se quedó en shock, callada. Solo la miró, no contestó nada. La invitó a bailar, ahí mismo, en el living, música romántica, salsa, merengue, todo lo que sonaba en la radio, y Thaïna se dejó llevar. Ya tendrían tiempo más adelante para esa conversación. Esa noche solo bailaron, fue su manera de conocerse, de ponerse a prueba. Y las dos aprobaron porque desde entonces no se soltaron nunca más.
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–¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Uff. Ya no me acuerdo. Amor, ¿cumplimos treinta y cuántos años? –le pregunta Jessica Correia a su marido, Rafael Godoy.
–¡Vamos para los 30!
Jessica Correia, brasileña, vino a Chile en 1988 para participar de un conversatorio en la Universidad Católica. El resultado del plebiscito del No a Pinochet la tomó por sorpresa. “Me emocionó ver a la gente celebrando en las calles. Decidí quedarme un tiempo”, cuenta.
Pasaron los tres meses del permiso de turismo. Solicitó una visa de un año. Encontró un trabajo freelance como investigadora para una revista de ciencias políticas. Sintió que era la manera ideal de perfeccionar su español: leyendo y escribiendo día tras noche. La contrataron. Solicitó una prórroga, más tarde otra. Vio el fin de la dictadura, el comienzo de la democracia. Tuvo un pololo. Rompió. Se dio cuenta de que no se devolvería tan pronto a Brasil. “Yo estaba encantada con cómo Chile pasaba de una dictadura a la democracia a través de las urnas. Además, encontré rápidamente trabajo, me pagaban bien, y me fui quedando. Conocer a Rafael en 1993 fue un añadido”, cuenta.
Tres décadas después, tienen una hija, Pamela, de 25 años. Ella no sabe portugués, lo que frustra a diario a Jessica. “Quien la ve piensa que es hija de chilenos nomás. Hasta que sus amigos visitan nuestra casa y se dan cuenta de que yo tengo acento”, dice.
Prácticamente no hablaban de migración en la casa. Hasta 2010, cuando el terremoto en Haití hizo que miles de personas buscaran refugio en Chile. Más tarde pasó lo mismo, por la crisis política y social, con los venezolanos.
“Mi hija empezó a preguntarme por qué me había venido, si me había pasado algo en Brasil o con nuestra familia. Le expliqué que no, que aunque muchos somos migrantes, algunos migramos porque sí nomás. Que gracias a Dios no me había pasado nada malo”, dice Jessica.
Hoy, en las conversaciones familiares, a menudo Jessica, Pamela y Rafael analizan las políticas migratorias. Plantean las diferencias entre querer migrar y sentir la necesidad de hacerlo. Y también la diferencia en el trato que hay según nacionalidades, raza, género.
“Fue bueno ver el flujo migratorio a Chile, porque nos permitió reflexionar en familia sobre esos temas, sobre las desigualdades en el trato. Y a mí, en lo personal, me hizo sentir más cercana a Brasil, porque desde que algunas comunidades están aquí, compro comidas que antes eran vistas como exóticas. Como empanadas de plátano con queso, muy parecidas a las de Brasil”, dice Jessica.
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En 2019, Indira vivía en plena plaza Dignidad. No tenía tiempo para el amor, solo quería buscar un departamento lejos de la zona cero, salir de allí. Cuando logró estabilizarse en un lugar más tranquilo invitó a salir a Eder para conocerse más.
En esas citas se dieron cuenta de todo lo que tenían en común; un desamor, un proceso terapéutico, una vida dedicada a la música y un corazón migrante que los impulsaba a ir viajando de país en país; Eder en Nueva Zelanda y Europa, Indira en Venezuela, Holanda y Chile. Estaban en un momento de la vida donde necesitaban algo tranquilo, estable, sano, que les hiciera bien. Indira bajó la guardia con Eder y Eder se dejó cuidar por Indira y, desde entonces, tampoco se soltaron nunca más.
La reunión de trabajo dura unos cinco minutos, una breve explicación del proyecto y la coordinación del día de la grabación. Pero algo pasa en esa conversación, alguno de los dos, no se acuerdan cual, abre una puerta. La charla se alarga y se convierte, sin que lo sepan, en su primera cita.
Cuatro años han pasado desde aquellos encuentros, cuatro años de cambios pero el amor de Luta y Thaïna, Eder e Indira, sigue su rumbo hasta hoy. Se fueron a vivir juntos, las cuarentenas pusieron a prueba su convivencia y sobrevivieron a la precariedad laboral de la música. Indira y Thaïna, quienes solo habían venido por unas semanas, una de vacaciones a ver a su hermana desde Colombia y la otra a ayudar a su familia a instalarse desde Haití, terminaron haciendo de Chile su propia tierra. “Es súper linda la cultura chilena”, dice Thaïna. “Amo las sopaipillas, las empanadas de pino, toda la comida que venden en la calle. Y me gusta bailar cueca porque es un coqueteo súper lindo. Me gusta Chile, de verdad.”
—¿Te gustan las sopaipillas?
— Me encantan. A los haitianos en general no les gustan, pero a mí me gusta probar de todo. Lo único que critico de aquí es la cazuela, creo que necesita más cosas, un plátano o algo.
— ¡A mí me gusta la cazuela tal cual!- interrumpe Luta-. Siempre tenemos ese problema cuando la cocino. La Thai me dice ¿otra vez haces esa comida para engañarme el estómago y ponerme agua? Yo le contesto ¡pero si es lo más rico que hay!
Ambas viven hoy en un departamento antiguo, de cinco pisos. La relación con sus vecinos no es la mejor: las miran raro; por su género, raza, lugar de origen y aspecto. Una vez una mujer les gritó “devuélvanse a su país”.
Pero ellas ni caso; disfrutan de su barrio y no se dejan amedrentar. Cada mañana pasean a su perrita y luego toman desayuno; huevos, café, a veces arepas que, aunque no son chilenas ni haitianas, ya son parte de la identidad local, como tantas otras comidas latinas. Al menos tres veces en la semana se la pasan en salas de ensayo, cada una con sus bandas y bailarinas, y los fines de semana tapadas en eventos, matrimonios y bares donde se presentan. Luta además viaja bastante porque le salen giras. Es un tiempo que pasan separadas porque Thaïna no puede salir de Chile. A pesar de llevar casi 10 años aquí, aún no logra regularizar sus papeles. Si sale del país corre el riesgo de no poder volver.
Es algo común: la respuesta de migración para una residencia, que no debería tardar más de seis meses, a veces puede costar años. La Contraloría General de la República, de hecho, ordenó un sumario administrativo al Servicio Nacional de Migraciones por demoras en las distintas etapas del proceso de solicitud de residencias temporales y definitivas, que demoran entre los 190 y los 990 días. Los ciudadanos haitianos han sido los más perjudicados por esta espera. Eso sin contar las demoras que se producen en los documentos emitidos en su país de origen. Desde el año pasado que miles de extranjeros en Chile han tenido que acudir incluso a la Corte Suprema para pedir recursos de amparo y acelerar sus procesos.
“La fluidez de la entrega de los documentos es muy lenta, no se respeta la ley. Hay muchos haitianos que han tenido que irse caminando incluso después de años esperando su residencia definitiva para poder trabajar. Pero yo no quiero irme, este es el país de mi pareja, me gusta Chile, no quiero nunca dejar Chile si no puedo volver”, dice Thaïna.
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–Siéntate, amor. Yo termino la comida –le dice Renato a María.
Quiere que ella descanse. Dice que trabaja demasiado. Que llega a ser un exceso. Ella lo interrumpe:
–Siempre hace falta dinero –cuenta.
Además de atender a pacientes en sus consultas, María da clases online de inglés y español. Dice que lo hace para poder juntar dinero suficiente y enviar remesas a su familia en Venezuela: “Siempre hay urgencias, debo hacerme cargo de eso, aunque allá, con la inflación, la plata no dure nada”. Una vez, su abuela tuvo que ser internada; otra, su gato sufrió un accidente. También fue ella quien envió dinero a su hermano cuando este decidió migrar a Argentina. Y así sucesivamente.
–Yo siempre le digo que puedo pasarle dinero, que estamos casados, pero ella me responde que esos son temas con los que debe lidiar sola, como migrante…
De acuerdo con el Banco Central de Chile, los envíos de dinero al exterior por parte de migrantes totalizaron US$2.366 millones (0,8% del PIB) en 2022.
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— ¿Se imaginan viviendo aquí en el futuro?
A Luta le brillan los ojos y contesta un no rotundo. Ama Chile, se siente 100% chilena, pero a pesar de su apego con este país y de la vida que comparte con Thaïna, su compromiso con la música la hace mirar el resto del mundo como una gran oportunidad. “Siento que ya cumplí mi etapa en Chile, ahora quiero irme para conocer otras culturas, otros sonidos, otra onda. Pero una de las cosas que me detiene son los papeles de Thai, porque no quiero que ella salga y no pueda volver, no quiero quitarle esa posibilidad”.
—Y yo no quiero que tú te enfoques en mí para no irte— le dice Thaïna.
Después de cuatro años juntos, Eder también se ha entregado a la cultura colombiana. Desde antes de conocer a Indira que le llamaba la atención ese país: bailaba salsa y ocupaba palabras como chévere o bakano. Pero no fue hasta que viajó por primera vez a la ciudad de Barrancabermeja, al cumpleaños número 90 de la abuela paterna de Indira, que se enamoró de la rumba con la que celebraban. Parlantes en la calle, gente alegre, luces, baile en la vereda. Le recordaban algunas fiestas de su infancia.
De alguna manera Chile también ha entrado profundo en la vida de Indira: le agrada la fuerza del feminismo, que esté mal visto hacer comentarios machistas y lanzar piropos. Pero más que todo, le gusta la comida: al desayuno muchas veces reemplaza sus queridas arepas por el pan con palta, y es fanática de los porotos con riendas y las sopaipillas pasadas en invierno.
—¿Y lo que menos te gusta de aquí?
—Las hallullas, el cochayuyo y la xenofobia.
Eder también se da cuenta de las diferencias de trato que tienen con Indira, cómo a veces le contestan mal o la discriminan al buscar empleo o departamento. Es una de las mayores incomodidades que sienten en Chile, y una de las razones que los frena a proyectarse aquí, junto con el costo de la vida y lo difícil que es sustentarse económicamente con la música. “Aquí no podríamos tener hijos, por ejemplo. La educación es carísima. Apenas podemos con nosotros. No nos da ni para tener un perrito”.
—¿No se proyectan viviendo en Chile entonces?
Eder e Indira se miran.
—La posibilidad de volver a migrar siempre está presente