Crisis política en Chile


No es una guerra, es el fin de un ciclo

Un malestar avanza por el país que Sebastián Piñera definió hace pocos días como un "oasis" en América Latina pero que desde el viernes estalló en revueltas. Las protestas que ocupan las calles son contra el gobierno, contra la desconexión entre el pueblo y las elites pero no se apoyan en los partidos de la oposición. ¿Quién representa el descontento, quién canaliza la insatisfacción y los temores personales? ¿Dónde está el Estado? Patricio Fernández analiza las movilizaciones, las once muertes durante la represión estatal y da pistas para pensar un nuevo new deal que invite a los excluidos del modelo.

Publicado el 21 de octubre de 2019

Este caos no se vio ni en los momentos más álgidos de la Unidad Popular me dijo un ex senador socialista. De haber sucedido algo así, Allende caía en el acto.

Mientras escribo, los hechos siguen en pleno desarrollo. Hoy lunes amaneció con sol. Hasta aquí todo ha sucedido en un fin de semana. Este es el primer día laboral que viviremos desde que estalló esta revuelta, estas movilizaciones, no sé cómo llamarle, este caos. El presidente Sebastián Piñera, ayer en la noche, le llamó “guerra”.

Sólo una línea del Metro está funcionando, los supermercados y buena parte del comercio están cerrados, no hay clases en los colegios. Hoy lunes, Financial Times tituló: Chile Flames.

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Pero recapitulemos.

La chispa partió desde una página web abierta por un grupo de estudiantes del Instituto Nacional, una página web más bien juguetona y humorística, “para relajarse, divertirse y distenderse”, según dijo uno de sus creadores, porque el ambiente estaba muy pesado al interior del liceo fruto de los últimos actos de violencia acontecidos ahí. Fue a través de ella que luego de conocerse la nueva alza en el pasaje de Metro se les ocurrió llamar a evadir masivamente el pago del boleto. Aseguraron que lo hacían por solidaridad con sus padres, porque el tiquete escolar mantuvo su precio. Horas más tarde ya eran muchísimos los estudiantes santiaguinos que saltaban en bandadas los torniquetes gritando:

¡Evadir, no pagar, otro modo de luchar!

A lo largo de la semana fue creciendo la intensidad y los grupos radicalizados comenzaron a realizar destrozos. El jueves 17 las autoridades clausuraron las estaciones más problemáticas, el viernes a la hora de almuerzo dejaron de funcionar las líneas 1 y 2, y ya para las 19 no había Metro en la capital.

Miles y miles de personas se desplazaron caminando esa tarde por las principales arterias de la ciudad. Parecía que una gran marcha estuviera en curso, pero en realidad eran individuos regresando a sus casas. Viéndolos caminar, alguien escribió en Twitter que “todos quieren ir a alguna parte, pero ninguno sabe a dónde pretende ir el otro”. Algo de esto hay en la realidad política del momento: un malestar que avanza sin proyecto común, una suma de insatisfacciones y temores personales que no encuentran sitio hoy por hoy en la política.

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Hasta antes de anochecer, esas mayorías deambularon en paz, conversando entre desconocidos, quejándose mansamente. Fue al caer la noche que esta historia comenzó a arder: 20 estaciones de metro incendiadas, 16 buses quemados y el edificio de ENEL, la transnacional eléctrica, envuelto en llamas. Si el fuego fue el arma de los piquetes, la molestia de los pacíficos se hizo sentir tocando cacerolas.

Poco después de medianoche, el presidente Sebastián Piñera decretó Estado de Emergencia y los militares se hicieron cargo del orden público. Durante toda la jornada del sábado continuaron los incidentes y a partir de las 22 hrs comenzó a regir el toque de queda. No veíamos medidas como éstas desde tiempos de Pinochet.

A pesar de la prohibición de circular, la madrugada del domingo fueron quemados varios puestos de peajes, otros 7 buses y desvalijaron gran cantidad de supermercados y multitiendas. Durante el día no se detuvieron los saqueos. Se vio mucha gente corriendo con bolsas llenas de comida o electrodomésticos por las calles, y en sectores de clase media que recién ayer servían de ejemplo para ilustrar “un país que había hecho bien las cosas”, algunos llegaban a robar en auto.

La noche del domingo, tras declararse el toque de queda a las 19 (muy pocos le hicieron caso, e incluso hubo gente que se reunió en plazas para protestar), aparecieron en distintos barrios grupos que con chalecos amarillos fluorescentes y armados con palos o bates de béisbol salieron a vigilar sus calles, aunque hasta hoy no se han visto enfrentamientos concretos entre ellos y la turba que esperan. A eso de las 23 habló el presidente Piñera y lo primero que dijo fue “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. Luego agregó refiriéndose a los manifestantes: “estamos muy conscientes de que tienen un grado de organización y logística que es propia de la organización criminal”. Poco después, el general a cargo del estado de emergencia, Javier Iturriaga, tomó distancia del presidente: “La verdad es que no estoy en guerra con nadie".

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Mientras el gobierno ha puesto el énfasis en la violencia y el orden público, los analistas políticos echan a correr sus teorías explicativas. Todos están de acuerdo en que aquí está “mal pelado el chancho”, que la desigualdad es mucha y que cunde una sensación de abuso, que la palabra “delincuente” no se aplica a los grandes evasores de impuestos ni a los empresarios que se coluden para cobrar más por el papel higiénico, la carne de pollo o los remedios, sino sólo a los lanzas y pequeños sinvergüenzas. Ninguno de los condenados por los casos de financiamiento ilegal de la política terminó preso. Los máximos representantes de ese contubernio fueron sancionados con unas clases de ética en la universidad. Tiempo atrás leí en un muro de la cárcel pública: “Aquí estamos los que robamos poco”, y algo de eso estaría en la base de esta revuelta.

Las causas de lo que estamos viviendo son, sin duda, múltiples y de distintos órdenes. Desde ya, estallidos sociales semejantes, más y menos violentos y respondiendo cada uno a sus propias realidades locales se están produciendo también en Ecuador, Francia, Beirut, Hong Kong y Cataluña. En el caso chileno, es indudable que el aumento del precio en el transporte público es sólo el detonante de una molestia mayor. Desde la recuperación de la democracia en 1990 hasta avanzada la década del 2000, el país multiplicó en varias veces su ingreso per cápita y fueron muchísimos los que abandonaron la pobreza para ascender a una clase media que al mismo tiempo accedía a bienes con los que sus padres ni siquiera habían soñado y asumía compromisos de gastos, derivados de su nuevo estatus, que cualquier traspié ponía en peligro. El crecimiento económico permitió a la naciente democracia ignorar la destrucción de las seguridades sociales llevada a cabo por la dictadura.

Muchísimos hicieron del crédito un modo de vida. Y todo funcionó bien, hasta que la economía perdió el ritmo y esa autosuficiencia que nos llevó a creernos “los jaguares de América Latina” mostró sus fragilidades.

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Aquí no hay partidos políticos que representen el descontento. Las protestas son contra el gobierno, pero no se apoyan en los partidos de oposición. Resulta absurdo pensar, como pretende Piñera, que se trata de una estrategia fríamente planificada en todos sus detalles. “Estamos muy consciente de que tienen un grado de organización y logística que es propia de la organización criminal”, dijo, aunque también sería ingenuo no ver la existencia de grupos a cargo de acciones planificadas. En todo caso, se trataría de agrupaciones cuyos nombres se desconocen, muy lejanas a la discusión política acostumbrada. El viernes entrevisté al presidente del centro de alumnos del Instituto Nacional, el liceo donde se encendió la chispa, y me dijo que ahí nadie milita en algún partido de la izquierda que conocemos, ni el PC, ni en el Frente Amplio, ni mucho menos en el Partido Socialista.

Los sucesos de estos últimos días y horas muestran la inmensa desconexión que venía dándose entre las élites políticas, económicas y culturales y el país que contemplaba, o mejor dicho despreciaba, sus elucubraciones en silencio frente al televisor. Baste recordar que en la última elección presidencial votaron sólo el 46% de aquellos que podían hacerlo.

Imposible decir cómo terminará esto, cuánto durará ni hasta dónde llegará el descontrol, pero parece claro que más allá de las fuerzas de orden y seguridad, para restablecer la calma se requerirá de un nuevo gran acuerdo nacional, un nuevo pacto social. Un ciclo de la historia chilena parece terminar de cerrarse: sirvió para generar dinero, pero no justicia; para tener más bienes, pero no seguridades; para eliminar el hambre, pero no la fragilidad. Las nuevas generaciones no parecen sentirse parte ni festejar el país que hasta recién sus constructores y dirigentes consideraban motivo de orgullo. Este new deal debiera rearticular los vínculos comunitarios y volver a invitar a esos que en los últimos años se han sentido fuera, debiera volver a relevar la política por sobre el simple cálculo económico y reconocer una vez más la importancia del Estado como ente ordenador, como la instancia civilizadora que piensa más allá del individuo.

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El actual gobierno no tiene ninguna capacidad para salir solo de este embrollo. Su autoridad está por el suelo. Necesitará de modestia para pedir ayuda, y también para entender que hoy el poder no está en sus manos. Sólo de común acuerdo con el resto de los partidos e instancias económicas, políticas y culturales se conseguirá nuevamente la paz social. Algunos concurrirán movidos por el miedo, otros por la responsabilidad, otros por generosidad y otros por mezquindades. No importa el móvil, lo que importa es conseguir una malla amplia que dé legitimidad a lo que se resuelva.

De momento pueden verse militares en las esquinas y cuidando las gasolineras, porque temen que si el fuego que hoy recorre Chile llega ahí, la explosión se vuelva irreversible.