¿Por qué Chile fracasa en sus intentos de establecer acuerdos duraderos? En 2014, la presidenta Michelle Bachelet (2014-2018) inauguraba su gobierno prometiendo una hoja de ruta para un proceso constituyente. Sin duda sabía de las resistencias que dentro y fuera de su coalición generaba el asunto. Los partidos de la derecha señalaron que no era necesaria una nueva Constitución. Las preocupaciones de la gente eran otras, por lo que no se sentarían en la mesa a negociar un nuevo pacto. Dentro de la coalición gobernante también existían resistencias.
Bachelet insistió y llevó a cabo un proceso caracterizado por la participación ciudadana. Definió un Consejo de Observadores, luego convocó a cabildos autoconvocados, y más tarde ya casi al final de su mandato propuso un texto de reemplazo total de la Constitución vigente. Todo aquello quedaría archivado. Bien archivado.
El nuevo gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022) inauguraba con ímpetu su administración. Su ministro del Interior, Andrés Chadwick, comunicó a los empresarios taxativamente que el proyecto de nueva constitución no sería parte de su gobierno. Pero, ya sabemos la historia, poco más de un año más tarde se desató el estallido social, los partidos políticos con representación en el Congreso Nacional acordaron un nuevo itinerario constituyente y se estableció una Convención Constitucional. En esta oportunidad, las mayorías de izquierda y ciudadanas de la Convención no quisieron cruzar el cerco y se negaron a pactar con la derecha que en aquel espacio representaba a la minoría. La ciudadanía fue llamada a las urnas y rechazó el proyecto.
Pero las élites políticas se encargarían de prometer un nuevo proceso con el fin de escribir un texto que realmente uniera al país. Se establecieron nuevas reglas, una Comisión Experta elegida por los congresistas y en una nueva elección popular se estableció un Consejo Constitucional que ahora resultó tener la mayoría de derecha. Ahora fue la izquierda la que no fue incluida en el acuerdo de las mayorías.
Independientemente del resultado del plebiscito del 17 de diciembre de 2023 donde la ciudadanía zanjará si aprueba o rechaza la nueva propuesta de Constitución, un asunto que cruza a los tres procesos es la incapacidad de los actores políticos y sociales que han participado de ellos de establecer un pacto, un acuerdo básico de convivencia social y política. En las dos últimas ocasiones se lograron acuerdos transversales para iniciar procesos constituyentes pero no se obtiene un resultado que deje satisfechos mínimamente a todos los actores.
La pregunta es ¿por qué? ¿Por qué esa incapacidad de los actores de establecer ciertas reglas comunes de convivencia?
Esta interrogante resulta pertinente cuando observamos que Chile forma parte de los pocos países que han fracasado en su intento por establecer una nueva Constitución. En otras palabras, una abrumadora mayoría de países en contextos democráticos sí ha logrado definir un nuevo pacto constitucional. ¿Qué inhibe entonces a los chilenos de establecer reglas en procesos donde existe ya una vasta experiencia de cómo concretar un resultado relativamente favorable? ¿Por qué ese empecinamiento por hacer las cosas mal y no encauzar un diálogo político favorable a un pacto de convivencia duradero?
Una respuesta intuitiva se refiere al actual estado de la política. Se trata de un momento donde los partidos se han debilitado, la fragmentación reina y la desconfianza en las instituciones es más aguda que nunca. Pero cuando observamos otros procesos políticos, en muchos se realizan precisamente en momentos de crisis política y social por lo que no pareciera tratarse de una explicación muy convincente.
Bachelet insistió y llevó a cabo un proceso caracterizado por la participación ciudadana. Definió un Consejo de Observadores, luego convocó a cabildos autoconvocados, y más tarde ya casi al final de su mandato propuso un texto de reemplazo total de la Constitución vigente. Todo aquello quedaría archivado. Bien archivado.
Intentaré plantear algunas hipótesis no excluyentes de los factores que podrían explicar la incapacidad de llegar a acuerdos. El primero tiene que ver con los intereses materiales e ideológicos que se ponen en juego en el texto constitucional. Entre los intereses materiales se cuenta el derecho de propiedad, las relaciones laborales, la organización público/privada de los servicios sociales (salud, educación, pensiones), los derechos de agua, la relación centro/regiones, y la distribución de poderes en el Estado, entre otras materias. Entre las cuestiones ideológicas se cuentan la concepción de la vida, el rol de los padres respecto de los hijos, la autonomía de las personas y la objeción de conciencia, la concepción de la vida pública y privada, entre varios otros temas.
En este sentido, la constitución vigente (la del 1980 con sus reformas) define un cúmulo tan alto de intereses materiales e ideológicos que los actores políticos y sociales se tensionan o polarizan respecto de todos estos temas. La pregunta para los reformadores de una Constitución es cuál es el punto de partida y en el caso de Chile ese punto de partida implica defender o buscar transformar un modo de organizar la vida política, social, económica y cultural que tiende a polarizar precisamente por todos los temas que involucra y que están expresados en dicho texto. ¿Dónde están los puntos de fricción principales en el actual debate constitucional? Respecto del rol que debe cumplir el Estado/mercado en la provisión de servicios sociales, respecto del concepto de propiedad, respecto de la autonomía para tomar decisiones de modo individual y colectivo. Un análisis más exhaustivo a nivel comparado sería interesante para observar cuánto de los intereses materiales e ideológicos se pone en juego en un momento constituyente.
Independientemente del resultado del plebiscito del 17 de diciembre de 2023 donde la ciudadanía zanjará si aprueba o rechaza la nueva propuesta de Constitución, un asunto que cruza a los tres procesos es la incapacidad de los actores políticos y sociales que han participado de ellos de establecer un pacto, un acuerdo básico de convivencia social y política.
El segundo factor, complementario con el anterior, se refiere a las condiciones coyunturales en las que se da un debate constitucional. Son extremadamente excepcionales los casos en que un proceso de elaboración de una Constitución coincide con una elección presidencial (como sucedió en 2020-2022) y que provoca incentivos particularmente nocivos para el debate político democrático. La presidencialización del debate constitucional ya en dos ocasiones ha demostrado alterar los debates, afectar el vínculo entre partidos y electores, y generar una dinámica marcada por los beneficios que determinados partidos o líderes obtendrán en el corto plazo. Aunque los intereses electorales son una constante en cualquier proceso político—y más si en la Constitución se definen las reglas para el funcionamiento de esos actores—esta situación se agudiza cuando se realiza en medio de elecciones presidenciales que afectan las posturas y el posicionamiento de los actores.
Un tercer factor dice relación con el modo en que se diseñan instituciones y reglas para canalizar un proceso constituyente. ¿Se promueven instituciones que promoverán la cooperación o la exclusión? ¿Se definen reglas que expresan las grandes mayorías o solo nichos electorales acotados? Pensemos en dos ejemplos. En 2020 se convocó a un plebiscito donde el 80% de quienes fueron a votar dijeron que querían una nueva Constitución. Luego, se eligió una Convención donde el 76% de los electores que fue a votar optó por representantes de centro-izquierda. En ambas ocasiones el voto era voluntario por lo que ese nivel de representación alcanzaba apenas el 40% del total de inscritos para votar. Cuando se señalaba entonces que el 80% de los chilenos quería un nuevo texto, en realidad se aludía a un segmento más interesado en el asunto (cerca de 6 millones de votantes) que marcaron aquella preferencia. Cuando dos años después se introdujo el voto obligatorio para el plebiscito de salida, se evidenció un posicionamiento más “real” de las preferencias ciudadanas. ¿Por qué entonces no se optó por establecer el voto obligatorio para todas las elecciones del proceso constituyente? ¿No hubiera sido una mejor expresión de la voluntad popular aquella definición?
Un segundo ejemplo es la incorporación de la participación ciudadana en los proceso constituyentes. En ambos casos (Convención y Consejo) se trató de instancias acotadas, realizadas en medio de las deliberaciones de los órganos representativas, y sin la suficiente retroalimentación para quienes participaron en tales instancias. Desde este punto de vista, el diseño institucional estaba condenado a no generar un impacto positivo en las percepciones ciudadanas pues todo el esfuerzo de debatir, deliberar y proponer ideas quedaba mediado por definiciones que ya estaban tomadas tanto en la Convención como en el Consejo. En ambas ocasiones los actores se sentaron en la mesa con libretos pre-definidos y que imposibilitaban llegar a acuerdos. En ambas ocasiones no existió la predisposición a llegar a acuerdos con las voces que representaban a la minoría. Si hay algo que las encuestas de opinión han mostrado es el interés de la ciudadanía de establecer un texto que sea fruto de un acuerdo político transversal.
Cualquiera sea el resultado del plebiscito de diciembre lo que ya sabemos es que se mantendrá una grieta, una fisura en el sistema político chileno. Se desaprovechó la oportunidad histórica —aquellas que emergen en forma excepcional— de establecer pisos mínimos de convivencia política y social. Y dada la naturaleza telúrica de nuestro país, sabemos que las fisuras devienen en temblores y los temblores en terremotos.