La primera vez que escuché la voz de Pedro Lemebel fue en un casette pirata que circulaba en la década del 90. Yo era pendejo y estudiaba castellano en una universidad de Valparaíso. Lemebel aún no publicaba ningún libro. Yo ya había escuchado sobre las Yeguas del Apocalipsis, de ese mito urbano del Santiago de los 90. Las Yeguas habían estado ahí, habían incendiado todo y luego se habían deshecho tal y como lo hacían las bandas de rock, dejando un vacío que era una extraña nostalgia. Pero Lemebel escribía. Leía esas crónicas en la radio Tierra, colaboraba con algunas revistas desaparecidas como “Página Abierta”, existía en los bordes de la narrativa chilena de los 90, tan dada a la felicitación, tan ridícula en sus sueños de gloria.
Lemebel no era nada de eso. Sus textos ya contenían la ferocidad de una escritura que va descubriendo sus propios modos, decantando un estilo, una gramática que puede contener o inventar un mundo. Sus textos hablaban de lo que no se hablaba en esos años: muchachos muertos por el SIDA, música popular sonando en el dial de los espacios íntimos de la memoria, íconos pop donde el deseo era un disfraz de la nostalgia, además de la descripción de un Santiago secreto que no había sido tocado por la literatura chilena en muchos años y que, en esa época, podía proponerse como la refutación de todo el discurso oficial del gobierno de Frei Jr. sobre los derechos humanos y los logros económicos de los “jaguares de América Latina”.
No sé quién había hecho el casette. No sé quién me lo pasó para que lo copiara. Me imagino a alguien grabando de modo semanal las crónicas, recopilándolas como un archivo secreto, un samizdat sin origen claro. Pero estaban ahí. Lemebel, por ejemplo, leía un texto donde describía cómo nevaba en una población de Santiago. Ahí, la belleza se transformaba en melancolía y luego en rabia. La nieve, blanca como la novia de esa vieja canción, se volvía sucia, se confundía con el barro, dejaba de ser una postal para convertirse en una diatriba. Escuchar a Lemebel, escuchar esa voz feroz pero delicada, muchas veces daba ganas de llorar. Lemebel escribía de la vida chilena en toda su complejidad, poniendo sus paradojas al desnudo, insoportables e irreversibles. Quizás tenía que ver con las artes visuales, con ese under de los 80 del que provenía, donde el cuerpo era una categoría que era capaz de encarnar la pobreza y el abuso y volverse el soporte más básico de todos, algo que él ocupaba porque no le quedaba otra, porque ahí, en su propia piel era capaz de poner en escena de las marcas de la historia del país, de las miserias de la derecha y del progresismo bienpensante, de la épica escuálida y en medida de lo posible de aquellos años.
Sí: los 90 eran una mierda.
Nosotros lo sabíamos y Lemebel lo sabía también y quizás por eso lo leíamos. Pero no se trataba de pura denuncia social. Lemebel no hacía eso exactamente: Lemebel hacía literatura, escribía para apropiarse de una lengua transformándola. Sobre eso se ha escrito mucho pero quiero insistir acá en punto; en que la matriz, el lugar de origen de aquello, era la oralidad; eran los pedazos de algo que había sido alguna vez una lengua real. Esa lengua que existía en la calle, en las esquinas donde los chicos homosexuales se prostituían, en el idioma que se hablaba en las plazas del centro y en el Forestal, las esquirlas del murmullo de lo que pasaba en la población, de lo que constituían las epifanías de las canciones románticas que todos despreciaban. Leerlo era encontrar ese lenguaje, que estaba vivo y que era intenso y poderoso.
Aquello se amplificaba cuando se lo escuchaba leer. Me tocó verlo varias veces, a lo largo de veinte años. Ir a una lectura de Lemebel era algo que entrañaba cierto riesgo, una intensidad que pocas veces he visto. Porque ahí podía quedar la cagada, todo podía caminar en la cuerda floja e irse al diablo. Así que Lemebel leía y era imposible no emocionarse, no irse al carajo porque él también lo hacía. Porque ahí había algo que él dejaba y no se recuperaba, algo invisible que quedaba en las mesas, desperdigado en el escenario porque muchas veces era como si se estuviera quemando a lo bonzo en medio de la gente, dejando -como dice esa canción de Violeta Parra- pedazos de sí mismo repartidos en el territorio. Recuerdo que alguna vez, en un bar del cerro Barón, se pintó la cara como un indígena mientras hablaba. Recuerdo que otra vez, en Playa Ancha, dejó mudos a un puñado de profesores y estudiantes, leyendo sobre la Virgen de Villa Alemana. Recuerdo que otra vez en Viña, hace poco menos de diez años, recordó a un amor perdido y perdió el hilo de lo que decía y luego nunca pudo recuperarlo: el público y la ciudad eran el recuerdo de la ausencia, una forma de la pena. Recuerdo el pañuelo con calaveras negras que ocupaba en la cabeza. Recuerdo que era grande, que posiblemente no fuese alguien con quien quisieras empezar una pelea pero sí que estuviera de tu lado en una. Recuerdo que usaba zapatos con taco, que se equilibraba en ellos como si fuese un demonio bailando sobre una navaja, que a veces podía ser un chamán, que siempre fue una diva. Lemebel era todas esas cosas. Quizás era punk, en el sentido original del punk: alguien que construía su estética con los escombros y la devolvía como un vómito no exento de honestidad y de belleza.
Sus libros y el éxito que tuvieron reflejan eso. Ese éxito fue forjado a espaldas de todo, fue creado a partir del encuentro con sus lectores, construido en la inmediatez del ciclo de publicación en diarios, revistas, fanzines, en lo que le pidieran. Ahí están “Loco afán”, “La esquina es mi corazón, “Zanjón de la aguada”, “Adiós Mariquita Linda”, “Serenata cafiola”. Ahí está “Tengo miedo torero” que es trash en el sentido que se puede ser trash en América Latina: la historia de un amor homosexual donde la melancolía convivía con rockets, guerrilleros, con violencia y un deseo que arrasaba todo. Por supuesto, podemos volver a todo eso todo el tiempo. Podemos volver a los viejos de The Clinic o La Nación, a todas las ediciones piratas de sus libros, a lo que circula en la web, a esa mitología personal que alguien recogerá algún día porque ese libro y que debería incluir el recuerdo que sus amigos tienen de él, las historias secretas que sus lectores guardan, sus escasas apariciones televisivas (como cuando le preguntó en cámara a Pedro Carcuro por su hermana, víctima de la represión del gobierno de Pinochet); todo eso que era el mito pero también el modo en que Lemebel se movía entre nosotros, como una leyenda que aún no sabe que es tal.
Y está la enfermedad que lo mató. El cáncer al que le ganó por un rato y que luego volvió y que ahora se lo lleva. Eso que le quitó la voz pero que justamente la hizo más fuerte, más nítida, más urgente.
Lo que hizo de su mudez algo parecido a un grito.
Vamos a extrañar aquello. Vamos a llorarlo como se lloran los héroes muertos. Y eso va a ser así porque es imposible pensar a la literatura chilena, a la cultura chilena, a lo que yo creo que es y debe ser este país, sin él. El año pasado no le dieron el Premio Nacional. Lo merecían él y Germán Marín y lo terminó ganando Skármeta y por supuesto aquello fue una vergüenza de proporciones, algo impresentable pero también profundamente ridículo.
Quizás fue mejor.
Lemebel dijo que se iba a poner tetas si se lo daban.
Por supuesto ahora, esta mañana en que me entero de que ha muerto, de que el cáncer lo venció, en medio de esta mañana de obituarios y despedidas, pienso en ese casette y me pregunto dónde habrá quedado. Mientras, recuerdo la última vez que lo vi leer en público, en la FILSA de Santiago, este año. Tal y como lo hacía cada cierto tiempo, llenó el salón más grande. No podíamos intuir que era una despedida. Más bien era un reencuentro. El salón, que está en el piso subterráneo de la Estación Mapocho, estaba lleno. Lemebel siempre lo repletaba. Aquella era una cita que sabíamos que sucedía en la Feria. Ya había pasado otras veces. Ya no tenía voz y el sonido estaba ecualizado para lo que le quedaba de garganta. Por supuesto, era extraño escucharlo así. Su voz parecía venir de un más allá, era grave y sonaba raspada, parecía la de un fantasma o de un ectoplasma, como si no viniera de su cuerpo pero en vez de alejarla de nosotros, aquello la volvía más cercana porque podíamos pensar que existía en el éter y que había estado siempre ahí.
Su voz.
Era la que habíamos escuchado mil veces.
Era la que estaba en el casette, la que había sobrevivido la década del 90 y la llegada del nuevo siglo, la voz que hablaba de los muertos, la que recordaba canciones, la que inventó de nuevo este territorio para que pudiésemos soportarlo por un rato.
Recuerdo que sonreí y pensé: Gracias.
Lemebel seguía ahí.
Regalándonos pedazos de él mismo en medio del aire tibio de la sala a medialuz.
Su voz era el aire.
"Lo que el SIDA se llevó". Yeguas del Apocalipsis. 1989.
Fotos de la instalación: Mario Vivado