Publicado el 29 de noviembre de 2019
Un día mi madre se levantó a trabajar y me dejó en el colegio, en Puente Alto. Yo tenía seis años. Al otro día se levantó a trabajar y no se dio cuenta de que ya era periodista. Ella está orgullosa de mi presente, pero poco pudo verme crecer y yo no me di cuenta cuando en su cara aparecieron las primeras arrugas. Aún trabaja y creo que en todo este tiempo se ha perdido algunas partes muy banales de mi vida que me hubiese gustado compartir con ella, como cuando era chica y se me cayeron un par de dientes o la primera vez que me rompieron el corazón y lloré mucho. No es que ella no hubiese deseado acompañarme, solo no tenía tiempo: al igual que mi papá querían que nunca nos faltara algo en casa a mí y a mi hermano. No sé si al final de su vida laboral eso sirva de algo porque en Chile las pensiones no son la mayor esperanza de las personas.
Mi historia no se extrapola de ninguna manera a las realidades más complejas que, recién hoy, nos interpelan con la urgencia de lo imperdonable. Hoy en Chile los ciudadanos piden lo que nunca se les debió negar, algo así como un largo etcétera que termine con los pisoteos a la calidad de vida de la población más vulnerable, porque en este país la desigualdad ha sido un problema histórico que motiva el llamado “estallido social”.
Según la Cepal, el 1% de la población más millonaria de Chile concentra el 26,5% de la riqueza neta. El 10% más acaudalado concentra el 66,5% de los ingresos y el 50% de los hogares de menores ingresos debe distribuirse el 2,1% de los mismos. A ese 1% de las personas que habitan esta franja de tierra les molesta que se hable, les molesta que se expongan los años de relación peón y patrón de fundo. Pero, ya está dicho, Chile cambió y hoy la gente se pregunta: ¿Cuál es el costo humano de la dignidad? ¿A cuántos “hechos aislados” se deben elevar las cifras para que terminen de jugar con la vida de quienes dicen, con justa razón, “basta de abusos”?
Desde el 18 de octubre la historia de Chile cambió y aunque suene cliché hay un antes y un después. A la fecha hay más de una veintena de compatriotas muertos, más de 2800 heridos y más de 230 personas que han perdido la vista porque un balín entró directo a sus ojos. Su sangre entintará la historia.
Según el informe emitido por Human Rights Watch, “el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) presentó 442 querellas ante el Ministerio Público en representación de víctimas de presuntas lesiones provocadas por carabineros, tratos crueles, torturas, abuso sexual, tentativa de homicidios y homicidios”. Claro está que sus vidas no volverán a ser las mismas.
Abel Acuña tenía 29 años. Los medios de comunicación dijeron que había caído de una estatua en Plaza Italia -hoy resignificada como la “Plaza de la Dignidad”. Sin embargo, lo auxiliaron a varios metros de distancia. Ese día era 15 de noviembre y la policía, pese a ser advertida por los manifestantes, hizo uso de toda su fuerza atacando con gases lacrimógenos, carro lanzaaguas y hasta balines, directo a la ambulancia que intentó asistir la emergencia. Por defecto, atacaron también a los equipos médicos y al mismo Abel, que falleció.
Él fue una víctima más de la represión desmedida y sin control que se vive en el país, pese a los llamados por la “paz” que ha hecho el presidente Sebastián Piñera. Llamados que de eficientes no tienen mucho, pues las fuerzas policiales no han sido capaces de ponerse en su lugar. Nadie en Chile regula el actuar de Carabineros y, cada vez que estos son cuestionados o denunciados, hablan de “hecho aislado”. Así se refieren, por ejemplo, al caso de Abel Acuña.
Sergio Micco, director del INDH, explicó: “No estamos frente a un hecho aislado. El INDH ya ha presentado cinco querellas en contra de Carabineros por agresiones al personal de primero auxilios, en el contexto de las manifestaciones, y este sexto caso resulta inaceptable”.
Como Acuña, muchas más personas han sido las víctimas de vejaciones y abusos. Quizás la nota más terrible la aporte algo inimaginable: niños agredidos. Uno de los proyectos emblemáticos de este gobierno buscaba poner a “los niños primero”. Esto, luego de revelar que en los últimos 12 años más de 1.300 muchachos murieron en hogares del Servicio Nacional de Menores (Sename). Dicho proyecto tenía la idea de reformular los hogares dividiéndolos en dos: para menores que delinquen y para los que por alguna razón debieron dejar de estar junto a sus familias debido al contexto de vulnerabilidad en el que se desenvolvían.
Pese a que se presentó la idea de “los niños primero” de manera insistente, anunciando hasta la creación del ministerio de la Familia -que finalmente se fusionó con el ministerio de Desarrollo Social-, la Defensoría de la Niñez recabó 327 casos de presuntas violaciones a los derechos de los niños y niñas cometidas durante las manifestaciones solo entre el 17 de octubre y el 15 de noviembre. Al menos 118 presentaban lesiones físicas debido a golpizas y 54 tenían heridas provocadas por perdigones e, incluso, balas.
Parte del informe de Human Rights Watch detalla que “Chile ha ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos y tiene la obligación de respetar derechos fundamentales como el derecho a la vida (artículo 4), a la integridad física y a no sufrir torturas o tratos inhumanos o degradantes (artículo 5) y a la libertad (artículo 7), así como la obligación de investigar y castigar las violaciones de derechos humanos. El apego riguroso a los estándares internacionales sobre el uso de la fuerza es un elemento esencial para respetar los derechos a la vida y a la integridad física”.
Hoy, todo lo anterior se incumple y el territorio nacional pareciera estar sumido realmente en la guerra que declaró el presidente Sebastián Piñera al inicio del conflicto, el 21 de octubre. Ese día dijo: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite”. Y aunque luego suavizó el tenor de sus declaraciones, pareciera existir un enemigo que viste de uniforme, porta armas, se dedica a practicar la extrema violencia en contra de personas sin ningún tipo de protección y todas sus tristes actuaciones se justifican en una excusa decadente para un “hecho aislado”: el propio Gobierno de Chile.
Aún si aquel conflicto imaginario existiera, hay que recordar que la nación adscribe al “IV Convenio de Ginebra, relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra”. Este establece, por ejemplo, que “los heridos y enfermos, así como los inválidos y mujeres encintas, serán objeto de particular protección y respeto”. También dictamina que en ningún caso podrán ser atacados los hospitales y que se respetará el traslado de los heridos. Nada de esto se cumple. Abel Acuña es un ejemplo.
Dignidad. De eso se trata. De dejar de morir esperando atención médica, de dejar de endeudarse para comer o estudiar, de no tener que trabajar de sol a sol para sobrevivir. Porque no es vida lo que tienen los trabajadores en Chile, incluso cuando en la cotidianidad todo parece estar bien en el “oasis” de América Latina. En este país, la gente no ve crecer a sus hijos y ellos no son testigos del envejecer de sus padres. Los mismos privilegiados que creen que “el trabajo dignifica” son hoy los que piensan que quienes protestan “quieren todo gratis”. Ellos no están entendiendo.