¿Qué puede ser una canción sin tiempo? ¿Es una canción anacrónica? ¿Extemporánea? ¿Intempestiva? "Quieres una canción sin tiempo", canta Dua Lipa en "Future Nostalgia". Quizás sea una canción de todos los tiempos, que no pasa de moda, pero que tampoco está de moda nunca (porque las modas siempre pasan). ¿Eterna? ¿Fugaz? ¿Una canción de otro tiempo o tal vez en otro tiempo? Mientras escribo oigo el disco que abre con ese tema, se llama igual: Future Nostalgia. Y escucho el inicio de "Leviatating", que dice: "Si quieres huir conmigo, conozco una galaxia / Y puedo llevarte a dar un paseo”. ¿Un paseo a otro lugar en otro tiempo? ¿Un cambio? "Quieres una canción atemporal, quiero cambiar el juego -se oye en "Future Nostalgia"-. Como arquitectura moderna, John Lautner te sale al camino".
Lautner es un arquitecto estadounidense conocido por su estilo espacial, leo en Wikipedia. Pero parece, a nivel humano, inserto en la naturaleza. ¿Nostalgia y futuro? Lautner creció en una zona rural de Estados Unidos, junto a un lago. Si pones su nombre en Google y eliges imágenes, ves casas futuristas, pero de ese futurismo que hoy se ve antiguo, como el de los Supersónicos. Claro, siempre el futuro se imagina desde el presente. Es el sueño, la pesadillas o las inercias del presente. Lautner construye casas futuristas —decía— de madera algunas, como cabañas, y en medio de la vegetación. Crea paisajes que parecen del planeta Marte, con árboles y arbustos. ¿Algo sin tiempo ni espacio? ¿Ucronía y utopía? ¿Algo que se puede cantar y hasta diseñar, imaginar, construir incluso pero que no se puede decir, que no deja de ser extraño? ¿Algo que es y no es de aquí?
Tal vez una canción sin tiempo, extemporánea, es contemporánea -muy contemporánea-, como la música de Dua Lipa. Pero, claro, no sería una de las canciones que ella canta, sino una acerca de la que canta; una canción fantasma. Porque los fantasmas son contemporáneos, son presencias, viven con nosotros entre nosotros; por lo mismo son intempestivos, no pasan, no quedan atrás, no son hechos o cosas ya hechas, ni existencias ni inexistencias.
Giorgio Agamben se preguntó qué es lo contemporáneo, y para responder recordó a Roland Barthes. Quien, a su vez, pensando en Nietzsche dijo: "Lo contemporáneo es lo intempestivo". O sea, lo contemporáneo o actual es lo que está desconectado del presente, fuera de moda, pero que no pasa de moda. ¿La canción sin tiempo?
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"La tarea número uno de Chile es crecer, todo lo demás es música", dijo Ricardo Lagos. Lo demás, el resto, los restos. La idea de Lagos se parece a la de Wittgenstein, esa según la cual de lo que no se puede hablar hay que callar; solo que, como sabía el filósofo austriaco, lo importante, lo humano, cuestiones como la libertad, el bien, la música, quedan del lado de lo que deberíamos callar, pero no podemos callar.
En la música, decía Schopenhauer, oímos a la voluntad, a la cosa en sí que ronda a toda forma concreta, a toda idea, a toda experiencia habitual o tempestiva. ¿O sea que los fantasmas hacen música, canciones sin tiempo?
"Sé que estás muriendo, tratando de descifrarme / Mi nombre está en la punta de tu lengua, sigue moviendo tu boca", canta Dua Lipa.
¿De qué hablamos, entonces? ¿Qué es eso que deberíamos callar? ¿Qué es lo contemporáneo hoy, en nuestro presente ultracapitalista, sin alternativa, sin futuro, salvo tal vez el fin del mundo? ¿Qué puede ser lo contemporáneo, hoy, cuando la tarea número uno es crecer, cuando el resto es música, también le dicen poesía? ¿Qué puede ser más anacrónico, intempestivo, inactual, fantasmal y derechamente muerto que el comunismo, esa utopía-ucronía de un mundo sin trabajo, flojo? ¿Es el comunismo la canción sin tiempo?
Digamos que sí.
Si la Verdad es capitalista, el comunismo es algo así como los restos mortales de la inmortalidad Capital. Muerto incluso antes de ser, por la gracia de Stalin y compañía. No olviden, sí, que el comunismo es un fantasma ("un fantasma recorre Europa"), de manera que podríamos decir, o yo lo digo, que el comunismo es esencialmente (perdón por usar una palabra tan fuera de moda) intempestivo, anacrónico; sí, muerto, pero por eso mismo contemporáneo.
Cuando Agamben dice que lo contemporáneo es intempestivo, que es aquello desconectado y desfasado del presente, no dice que lo contemporáneo sea nostalgia por un pasado en el que estaríamos como en casa. Lo contemporáneo no es ni puede ser la añoranza del paraíso perdido, porque de hecho sólo podemos vivir en el tiempo que nos fue "dado vivir", dice el filósofo italiano. "Un hombre inteligente puede odiar a su tiempo, pero entiende en cada paso pertenecerle irrevocablemente, sabe de no poder escapar a su tiempo".
Se trata, en realidad, de percibir en el propio tiempo no las luces, sino la oscuridad; pero claro, imagino que esa oscuridad vive de algún modo en las luces, es relativa a las luces, tal vez la rodea, como el espacio a las estrellas. Como la canción sin tiempo en la canción de Dua Lipa.
En cierto sentido -no sé cuál, pero en alguno-, la oscuridad presente es la luz de otro tiempo, algo que nunca podremos alcanzar ni podrá alcanzarnos. Digo esto a propósito de una referencia astronómica que hace Agamben: ¿por qué en el firmamento “lleno de galaxias y cuerpos luminosos” vemos oscuridad rodeando a las estrellas? Porque el universo se expande, entonces las galaxias se alejan de nosotros tan velozmente, a una velocidad superior a la de la luz que de ellas emana, “que la luz no logra alcanzarnos”. Pero igual ese tiempo o luz es contemporáneo a nosotros, y lo vemos como oscuridad; hay otra cosa fuera, o alrededor, de lo que vemos, de las luces habituales, las que nos guían; otro tiempo, abismante, puede que temible, oscuro, pero que de todos modos vemos, que está presente, que es una presencia, que es luz, quizás sombría, tal vez velada, fantasmal, sin la cual no veríamos ninguna luz. Esto llena de paradojas y hasta sinsentidos nuestra noción cronológica del tiempo, nuestro presente, lo contemporáneo, lo oscuro de nuestra luz, transforma el tiempo cronológico; y de nuevo, por eso el comunismo es intempestivo, anacrónico, sin tiempo, incluso amorfo, sin límites claros, o quizás de frentón sin límites, monstruoso; pero ahí está, tal vez desde siempre y para siempre. Porque el comunismo fue, tal vez, será.
¿Qué puede ser lo contemporáneo, hoy, cuando la tarea número uno es crecer, cuando el resto es música, también le dicen poesía? ¿Qué puede ser más anacrónico, intempestivo, inactual, fantasmal y derechamente muerto que el comunismo, esa utopía-ucronía de un mundo sin trabajo, flojo? ¿Es el comunismo la canción sin tiempo?
Hasta donde yo sé, pero qué sé yo, el comunismo puede describirse como un presente en el cual nunca hemos estado; un presente al que habría que volver. Entonces sí es nostalgia, pero nostalgia del futuro. ¿Nostalgia de cuando había futuro, creatividad, imaginación?
Tal vez por eso el gobierno de Gabriel Boric, el primero de izquierda en cincuenta años, liderado por políticos menores de cuarenta años , usa una suerte de estética UP, estilizada, actualizada, incluso velada, para ilustrar sus logros. Puede ser retrógrado, sí, retromaníaco, incluso. Pero también puede ser arqueología del presente, de los muertos que siguen aquí, y hasta de la creatividad, de la novedad, del futuro perdido.
Seamos, pues, contemporáneos: tal vez, ya que se trata de hacer arqueología, haya que ir a las tumbas y saquear cuerpos y/o construir algún Frankenstein (el Prometeo moderno, el moderno ladrón del fuego de los dioses, la oscuridad de esa luz, el monstruo). O al menos abrirlas, las tumbas.
Otra vez: seamos contemporáneos. Seamos anacrónicos. Seamos intempestivos. Irrealistas. Seamos lo que no somos; no lo que somos, o no solamente. Y busquemos, porque el que busca encuentra… o está ahí para cuando aparezcan los fantasmas.
Tal vez el comunismo vive (ronda) en el mall, en algún rincón oscuro de nuestros centros comerciales (quizás bajo los focos, pero no lo vemos porque estamos deslumbrados), en las aplicaciones móviles, en internet, en el big data, en la inteligencia artificial, en el pop o en el reguetón...
Probablemente el socialismo se fue a la cresta o empezó a torcerse cuando optó por el trabajo, por la libertad a través del trabajo y no del trabajo, por el sufrimiento; de ahí, quizás, ese rigorismo jesuita y hasta Opus Dei, si me permiten el anacronismo, de la izquierda. De ahí, probablemente, la deriva totalitaria, el socialismo de jefes y subordinados, el ejército de trabajadores de Trotsky y Stalin. Si la libertad iba a ser trabajar, no es raro que el capitalismo neoliberal, con su promesa de flexibilidad, de autonomía, de tiempo propio y de goce -que no es nada de eso pero lo promete y le pone esos nombres a la precarización, al rendimiento, a la apropiación cada vez más eficiente del tiempo, a la falta de libertad- no es raro que el neoliberalismo haya sido mucho más atractivo,adecuado al deseo de liberación, de emancipación, de goce. Si de un lado te prometen fiesta, condiciones materiales para la fiesta, hágalo usted mismo, y del otro, trabajo, hágame caso, sufra, yo lo voy a liberar pero hágame caso, ¿qué eliges?
Ahora es el capitalismo. Somos capitalistas, y por eso somos contemporáneos del comunismo. Sí, el comunismo ha muerto, pues entonces que viva el comunismo.
Puede que me esté dejando llevar por gusto, deseo, irrealismo. Pero es que si el realismo es capitalista, el comunismo debe ser irrealista. Como sea, “Future Nostalgia” tal vez sólo es una canción pop, un disco y sus videos, en uno de los cuales una Dua Lipa animada conduce su auto —un descapotable de los años cincuenta o por ahí, que tiene alas y viaja por el espacio— hacia lo que parece un brillante planeta rojo.Y nos invita a levitar, a ser livianos, a dar un paseo por otros mundos. Entonces sí, comunismo. Un comunismo Raffaella Carrá —”Yo siempre voto comunista”—; que canta, que baila, que goza, que viene al sur para hacer bien el amor.
Sin culpa.
Con nostalgia del futuro.
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Hace años, seguro antes de octubre de 2019, en un bar, él y yo con un schop, cuando lo habían despedido, mientras buscaba trabajo, un amigo ingeniero me contó que le habían dicho, en una suerte de asesoría laboral, que uno debía tener una meta, un sueño: figurar un lugar y tiempo, un hacer, en el que sería feliz. Con ese horizonte uno puede evaluar cada decisión que toma hoy: ¿va o no en el sentido de ese sueño? ¿Ayuda a realizarlo? El sueño de mi amigo era y es irse al sur, instalar una hostería, vivir de eso, tranquilo.
No sé si en chileno, pero al menos en santiaguino o en vallecentralino, si me permiten, paraíso se dice “sur” o “campo”, irse al sur, irse al campo (a veces también irse a la playa, no a la playita, a la playa). O sea, huir de la ciudad, del sistema, del trabajo, del eterno darle y darle vaya a saber uno para qué.
El sur, el campo, son fantasmas en la ciudad. Nostalgia del habitante de la ciudad, ¿del ciudadano?, remanente de la migración del campo a la ciudad. Tal vez irse al sur (o al campo) es querer volver. Es, quizás, una reflexión, una vuelta sobre algo así como sí mismo, una revolución, como la de los planetas.
¿Una irrealidad?
El campo, real o fantástico, da igual, literal o metafórico, es una suerte de heterotopía (no sé si existe la palabra), otro lugar, algo ajeno, extraño al tiempo y espacio normal: es libertad, independencia, o se pone ahí nuestro deseo de libertad, de independencia, de no-trabajo. Eso es ir o volver al campo. Es sacar la vuelta, revolución. Tal vez la revolución no es progreso, sino regreso. Es pasado incorporado ¿y quizás futuro proyectado? ¿Cosa mental? ¿Inspiración? ¿Dialéctica?
Irse al campo, el concepto al menos, el símbolo, significa tener o encontrar un hogar, un sentido; el malestar contemporáneo, entonces, es expresión de la falta de hogar, del desarraigo, dice Pedro Gandolfo en Alguna luz para este pueblo. “El hogar es un espacio mental y simbólico único que habita en la memoria, en el inconsciente colectivo podría decirse, que posee una forma concreta cultural y personal que cada cual va encarnando según su experiencia al enlazar como en un mosaico piezas obtenidas en diversos momentos y lugares, pero sobre la base de ese tramado universal”.
Hay nostalgia en el libro de Gandolfo.
Lo contemporáneo no es ni puede ser la añoranza del paraíso perdido, porque de hecho sólo podemos vivir en el tiempo que nos fue "dado vivir", dice el filósofo italiano. "Un hombre inteligente puede odiar a su tiempo, pero entiende en cada paso pertenecerle irrevocablemente, sabe de no poder escapar a su tiempo".
Si el hogar, esa nostalgia, es algo que está más en el orden de la imaginación, de la ficción, de la literatura y el arte, ¿no será que ahí o desde ahí se introduce algo de futuro, de diversidad, de alternativa al presente clavado?
Más que volver al campo, que podría derivar en mitos de pasados mejores que hay que recuperar a fuego y espada, se trataría de construir aquí y ahora, donde uno esté, donde estemos, desde la nostalgia, en la nostalgia: darse un sentido, un tiempo, una zona libre de trabajo —heterotopía y heterocronía, si me permiten—, ajena a la economía y los negocios. Digo, la nostalgia no tiene por qué conducir a una deriva reaccionaria, tampoco voy a decir que puede ser progresista, pero sí puede emocionar, motivar, movernos en el presente, impulsarnos más allá o más acá de eso que alguna vez se llamó reificación, de la cosificación de todo y de todos. ¿Eso queremos cuando queremos irnos al sur, al campo?
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¿La melancolía y la nostalgia podrían ser dos emociones para una nueva izquierda? Si la emoción que alimenta al sistema y a sus individuos es la prepotencia (dicho desde mi subjetividad y hasta prejuicio), el sentido o pretensión de superioridad, ganar, ser mejor, la arrogancia, arrogarse, y hasta la insolencia, seguir adelante sin mirar atrás, creo que la melancolía y la nostalgia podrían ser emociones no sé si opuestas, pero sí divergentes, heterotópicas, marcianas.
Frente a la prepotencia, el yo soy mejor, te gano, siempre voy hacia delante, la chilean way, el jaguar, el arturismo-vidalismo, el piñerismo, la locomotora y los cohetes que explotan, la melancolía y la nostalgia son dos emociones que, tras la caída del muro de Berlín y de la URSS, y antes, el golpe de Estado de 1973 en Chile, no sólo le pertenecen de hecho a la izquierda, la definen, la conforman debido a la derrota, las derrotas; sino que además podrían motivarla, podría oponerlas, no, proponerlas como ethos; algo así como una ética y estética del fracaso, el partido de los desencantados, una rareza, una novedad en medio del orden del éxito.
“En vez de liberar nuevas energías revolucionarias, el derrumbe del socialismo de Estado parecía haber agotado la trayectoria histórica del propio socialismo”, dice Enzo Traverso en Melancolía de izquierda. De ahí en adelante “el mercado y la competencia se convirtieron en los fundamentos ‘naturales’ de las sociedades postotalitarias”, algo así como el universo observable y total, la única experiencia posible e imaginable, las únicas luces. Eso que Fukuyama llamó fin de la historia. Entonces, pienso, no es tanto el triunfo del liberalismo o del neoliberalismo lo que define la época, sino la derrota del comunismo y de las utopías; hoy todo es tópico. Si tras la caída del comunismo se desató una alegría y hasta euforia, como esa que se ve en el Monster of Rock que se hizo en Moscú en 1991, o como la que llenó las calles de Chile tras la derrota en las urnas de la dictadura de Pinochet, una alegría y euforia propias de la libertad ganada, de los mundos posibles que se abrían, del infinito que había delante, todo eso prontamente mutó en resignación y hasta nihilismo, en malestar, en falta de sentido, en inercia mezclada con promesas rotas.
Y cada uno por su lado. Arrojados no sabemos dónde.
Ahí es donde la nostalgia y la melancolía, propias del universo cerrado, estancado, total y sin expectativas en el que vivimos, pueden ser emociones, motores. El malestar es señal de vida, de que la historia nunca acabó. De que no somos indiferentes, de que el mundo, ahí donde somos, nos importa, nos concierne, nos toca. El único fin de la historia es la muerte; la de todos, la desaparición de los seres humanos. Puede ocurrir, por una bomba atómica o porque el capitalismo hizo crisis, climática, y volvió inhabitable el planeta. Pero, mientras, seguimos; siempre seguimos. Si hay malestar, hay vida; es el fin del fin de la historia, de ese entusiasmo y prepotencia que duró apenas diez o quince años.
Otra vez: seamos contemporáneos. Seamos anacrónicos. Seamos intempestivos. Irrealistas. Seamos lo que no somos; no lo que somos, o no solamente. Y busquemos, porque el que busca encuentra… o está ahí para cuando aparezcan los fantasmas.
“Todo lo que es todo, algún día es nada”, canta Nicky Jam en “Melancolía”. “Aquí todo cambia, ¿qué esperabas?”. Es una canción de amor, claro, o de desamor, que también podría ser de esperanza, la de que cualquier cosa, buenas cosas, pero también las malas, todo será nada. Porque, quizás, todo es cíclico, revolucionario. La melancolía tiene algo de crítica al presente, de incomodidad; es añoranza ya sea de algo perdido o de algo que falta. ¿Es signo de que no se quiere renunciar, de que no se quiere olvidar lo perdido o lo que falta?¿Signo de que no se quiere perder ni estar en falta? Tal vez hay algo de esperanza en la melancolía. Como la esperanza de que llegue luego el fin de semana o las vacaciones, de que vuelvan.
Tal vez la melancolía sea el espíritu, la conciencia necesaria para poner límites al capitalismo, para crear esas zonas libres de trabajo, esos hogares, dentro o fuera de casa, las irrealidades. Tal vez hay utopía detrás de la melancolía y la nostalgia. Irse al campo, al sur, ese deseo literal o metafórico, podría ser la expresión actual de la utopía. Sólo que en nuestro mundo puede que las utopías se hayan privatizado, que cada uno sueñe con tener su parcela de agrado, su mónada. ¿Por qué no? Sin embargo, ya que es una utopía tan compartida, un deseo tan común, ¿no podría de algún modo que ignoro ser o llegar a ser una utopía colectiva? ¿O irse al campo, al sur, tener un hogar, hacer la revolución sólo se puede realizar como parcela de agrado, como parcelación de la tierra?
Nostalgia y melancolía, entonces. La pregunta sigue siendo si pueden no ser conservadoras; o quizás haya que ser conservadores (pero no reaccionarios, esa actitud opuesta a todo cambio, cultivadora de mitos que dicen que antes, no sabemos cuándo, estábamos bien y éramos grandiosos). Puede que eso, el conservadurismo, sea hoy lo nuevo, el cambio, la vuelta, la revuelta, la revolución. No lo sé.
¿Puede la melancolía ser el motor de una revolución?
¿La melancolía y la nostalgia?
Desde que mi amigo me contó de esa asesoría laboral en la que le pedían definir una meta de vida que ordenará sus decisiones, más de una vez me he preguntado qué respondería yo, o siquiera si respondería, si creo en una lógica tan lineal. Ahora se me ocurre que podría contestar: lo que me haría feliz es un mundo sin trabajo.