Durante mi adolescencia en dictadura, Raúl Ruiz era una presencia mítica, un director del que se hablaba y sobre el que se leía pero cuyas películas no eran accesibles, y por lo mismo al imaginarlas a partir de descripciones se volvían más intrigantes y enigmáticas. Con el tiempo –como muchos directores en el exilio– su obra fue volviendo a Chile.
Recuerdo el estreno de Palomita blanca en 1992 (19 años después de su filmación) y luego la llegada de El tiempo recobrado y La comedia de la inocencia, a fines de los 90, junto a la publicación de su Poética del cine, que lo convirtieron en un cineasta y pensador imprescindible pero todavía lejano, casi un director europeo cuya obra filmada en francés recibíamos con admiración algo reverente en el cine El biógrafo. Fue con algunas retrospectivas más completas de su obra, en las que él mismo participó, y con la filmación de varias películas en Chile que su nombre comenzó a volverse parte de la escena local, ya no como un mito lejano sino como alguien que dialogaba muy directamente con el humor, el folklore, la literatura y el paisaje chilenos. Escuchar hablar a Ruiz siempre fue una fiesta, saltando de un tema a otro con erudición y picardía, sin nunca tomarse demasiado en serio pero sin nunca permitirse caer en el lugar común o dejarse encasillar. Sus entrevistas tal vez sean lo mejor de su obra escrita, justamente porque son orales.
Pero tal como el supuesto “Ruiz francés” conservó siempre algunos guiños chilenos, el Ruiz del retorno miraba a Chile con la suspicacia y distancia de quien ha vivido demasiado tiempo fuera como para sentirse totalmente en casa. Como dijo muy bien Bruno Cuneo, Ruiz regresa a Chile pero en sus películas filma sobre todo un país mental, un Chile recordado que no encuentra en el presente y que intenta recobrar recorriendo lecturas de infancia y juventud y leyendas del folclor campesino. Su obra tardía producida aquí es un esfuerzo por regresar a un país que ya no existe. Ese esfuerzo nos dejó películas muy memorables, entre ellas la magnífica La noche de enfrente, su último filme, atravesado por la cercanía de la muerte, empapado de melancolía pero también de ironía y humor.
Ruiz murió en agosto del 2011 a los 70 años. Dejó una obra impresionantemente prolífica de más de 100 películas, que después de su fallecimiento no ha dejado de acrecentarse, como si su fantasma continuara filmando y escribiendo. En realidad se trata de un esfuerzo colectivo en el que participan muchos de sus colaboradores antiguos y recientes liderados por Valeria Sarmiento, su viuda y una notable cineasta ella misma, que asumió la tarea de terminar la abundante obra inconclusa de Ruiz. Además de asumir en lugar de Ruiz la dirección de la película Las líneas de Wellington, junto a la productora Poetastros han recobrado y terminado La telenovela errante (2017), El tango del viudo y su espejo deformante (2020) y El realismo socialista como una de las bellas artes (2023).
En cuanto a los libros, el 2013 aparecieron una recopilación de entrevistas editada por Bruno Cuneo y las tres Poéticas del cine traducidas por Alan Pauls, el 2016 la traducción de su novela El espíritu de la escalera por Mauricio Electorat, el 2017 una selección de sus diarios, el 2018 su obra de teatro Amledi el tonto y el 2019 una antología de sus poemas. El año pasado se publicaron la obra de teatro Edipo hiperbóreo, traducida y editada por Elisa Chaim, y la novela policial Todas las nubes son relojes, traducida por Macarena García Moggia. Este año acaba de aparecer un volumen de ensayos con el título Escritos repartidos, editado también por Bruno Cuneo.
Los libros recientes sobre Ruiz son otra constelación que no deja de crecer: el 2011 se publica La tristeza de los tigres y el misterio de Raúl Ruiz, de Verónica Cortínez y Manfred Engelbert; el 2013, The Cinema of Raúl Ruiz, de Michael Goddard; el 2015, Raoul Ruiz le magicien, de Benoît Peters y Guy Scarpetta; yo mismo publiqué el 2016 La imagen inquieta: Juan Downey y Raúl Ruiz en contrapunto; el 2019 aparecen Metamorfosis: aproximaciones al cine y la poética de Raúl Ruiz, de Valeria de los Ríos; La naturaleza ama ocultarse: el cine chileno de Raúl Ruiz, de Sergio Navarro y Los años chilenos de Raúl Ruiz, de Yenny Cáceres. Entre los numerosos libros colectivos dedicados a su obra, podemos mencionar Raúl Ruiz’s Cinema of Enquiry (editado por Ignacio López Vicuña y Andrea Marinescu el 2017), El cine de retorno de Raúl Ruiz (editado por Gustavo Celedón, Udo Jacobsen y Marcelo Raffo) y Raúl Ruiz: potencias de lo múltiple (editado por Ignacio Albornoz e Iván Pinto el 2023). El año pasado se publicó Ruiz de lejos, una selección de textos críticos extranjeros sobre la obra de Ruiz del 77 al 87 compilada por Ignacio Albornoz. Como si esto fuera poco, Francisca García ha investigado y vuelto a montar las instalaciones que realizó Ruiz en los años 90 (ahora mismo está presentándose una en el Centro Cultural Matta de Buenos Aires).
¿Por dónde empezar? Esta sobreabundancia de películas y libros puede intimidar a quienes no han entrado a la obra de Ruiz. Mi selección para una primera entrada a su cine sería la siguiente: Tres tristes tigres o Palomita blanca para conocer su cine chileno de antes del exilio, La hipótesis del cuadro robado o El techo de la ballena para conocer su cine francés más experimental (aunque también podría ser alguno de sus numerosos cortometrajes de esa época, como El regreso del amateur de bibliotecas). De entre las películas europeas más convencionales dentro de su rareza, mis favoritas serían La comedia de la inocencia y Misterios de Lisboa. De sus películas chilenas tardías, la miniserie Cofralandes o su último filme en vida La noche de enfrente.
Las películas de Ruiz ponen a prueba nuestra paciencia y desestabilizan nuestros hábitos de espectadores. Nos desorientan y confunden, algunas parecen deliberadamente aburridas o difíciles. Las mejores de entre ellas son magistrales y deslumbrantes, pero entre sus más de cien películas hay algunas claramente fallidas o menos logradas. ¿Vale la pena, entonces, hacer el esfuerzo? Para mí el cine de Ruiz es sobre todo una escuela de la escucha y la mirada: su cine mira la realidad de mil maneras distintas, nos saca del automatismo de un modo de mirar aprendido de las películas de Hollywood y las series de Netflix. Pone otras cosas en primer plano, compone la imagen de otro modo, cuenta historias que no calzan con los moldes habituales, se detiene en modos de hablar y comportarse que no son los típicos que vemos en el cine. Es, en esto, un cine profundamente político, porque se resiste a la imposición de una manera única de entender la realidad. Es un cine que nos invita a pensar, que no nos da todo digerido sino que nos obliga a rellenar los espacios en blanco: Ruiz quería que sus películas fueran imágenes que activan otras imágenes en nuestra memoria e imaginación, películas que desencadenan reacciones atómicas en nuestras mentes y despiertan en nosotros otras películas potenciales.
Recién se acaban de subir a la plataforma gratuita ondamedia.cl tres películas suyas. La más reciente, Realismo socialista (1973-2023), retoma un material muy fragmentario filmado por Ruiz durante la Unidad Popular y ahora organizado en el montaje por Valeria Sarmiento. Por lo mismo, no es una de sus películas más logradas, e incluso puede resultar frustrante para quienes esperen una obra redonda, pulida o completa. Al final de la película, hay una nota del equipo que se encargó de su restauración, donde se la describe como “las ruinas de un sueño que permaneció inconcluso y repartido durante años en distintos archivos y filmotecas”, un sueño que ahora podemos ver en una versión paradojalmente terminada pero inconclusa para siempre.
Esta película recupera la mirada de Ruiz sobre el período de la Unidad Popular y sus contradicciones, abordadas con el humor cáustico y absurdo que lo caracteriza. Aparece un frente de poetas revolucionarios intentando sumarse al proceso político, una serie de burócratas inútiles de los partidos políticos, organizaciones colectivas obreras y de pobladores, amagues de conspiración conservadora. Este relato coral nos deja más preguntas que respuestas: ¿cómo puede sumarse la clase intelectual y creativa a una revolución popular?, ¿fracasó la Unidad Popular por una confianza insuficiente en la organización de los trabajadores?, ¿cómo conciliar la libertad individual con la organización colectiva en un contexto revolucionario? La película no nos propone ninguna hipótesis didáctica al respecto, sino que nos muestra las contradicciones encarnadas en conversaciones y conflictos cuyo desenlace queda en suspenso, aunque todos sepamos lo que ocurrió en la realidad. Se trata de un documento precioso sobre el período que registra ficcionalmente, pero también de una película contemporánea, que nos permite pensar de otra manera nuestro propio presente. Raúl Ruiz, el finado infinito, parece seguirnos mirando y riéndose socarronamente de nuestra realidad, con una risa que abre otros mundos y modos de vida posibles.