Ensayo

Desconfianza, instituciones y nuevos procesos


El hastío constituyente es un pantano

El verdadero fracaso del proceso constituyente que culminó en 2022 fue haber sido incapaz de responder a las expectativas de hacer de la política formal un espacio en el que nuevamente se pudiera confiar. Por eso, no basta con que el actual no acreciente la desconfianza. En momentos en que las encuestas muestran un desinterés en todo lo relacionado a la Convención, dice el autor de este texto, urge que los nuevos encargados de proponer una Carta Magna se preocupen activamente de construir una nueva confianza.

Fotografía de Télam

En poco más de un mes, la ciudadanía acudirá nuevamente a las urnas. Ya es la ¿cuarta, quinta vez en los últimos tres años? Es difícil decirlo sin ponerse a contar, pero da la impresión que nos la hemos pasado votando en el último tiempo y siempre por asuntos muy importantes, además. Por eso ahora se siente tan distinto. 

Esa sensación de que nos jugamos algo trascendental marcando una raya, parece haberse ido: no hay programas de televisión, discusiones en prime time ni debate iracundo en la mesa del domingo (ni del lunes ni el martes tampoco). Según la última encuesta Plaza Pública, solo el 36% de los consultados sabe siquiera qué se votará el próximo 7 de mayo y un 88% indica no conocer a ninguno de los candidatos al Consejo Constitucional en su respectivo distrito. Entre marzo del 2020 y el plebiscito de salida, quienes declaraban estar muy o bastante interesados en la próxima elección llegaron a alcanzar un máximo de 85% y un mínimo del 40%, manteniéndose casi siempre sobre el 50 e incluso el 60% de los encuestados. Hoy, son solo el 11%, con un brutal 70% declarando estar poco o nada interesados en la elección de los consejeros y consejeras que entregarán al país su próxima propuesta de nueva Constitución.

¿Qué fue lo que nos pasó? ¿Cómo explicar este hastío constituyente? ¿Es un fenómeno reciente o algo que ya veníamos arrastrando? Como de costumbre – alerta de spoiler – este texto trae más preguntas que certezas. Pero de todos modos suma porque, me temo, hay menos gente de la que debería haciéndose estas preguntas. Y porque si no empezamos a buscarles una respuesta pronto, si no nos hacemos cargo de ellas y seguimos avanzando así sin más hacia el final de este proceso constituyente, sencillamente estaremos repitiendo el mismo error que muchos cometimos durante el proceso anterior. Y no necesito recordarle a nadie cómo fue que eso terminó.

Los orígenes del desencanto

Me cuesta creer que el origen del actual desencanto esté únicamente radicado en el resultado del plebiscito del 4 de septiembre pasado. Lo sé, es una interpretación que circula entre algunos círculos progresistas – esa de que la victoria del “Rechazo” reflejó principalmente a una ciudadanía individualista y/o engañada y que, ante eso, no mucho queda por hacer –, pero personalmente, además de no compartirla, la encuentro poco plausible. Es que, si fuera cierta, podría explicar el desencanto de hasta un 32% de la población, no las cifras que estamos viendo hoy. No, el triunfo del Rechazo puede haber lanzado a varios al “desencanto constituyente”, pero este fenómeno parece ser anterior al plebiscito (y, si mi hipótesis es correcta, probablemente también explica su resultado).

Mi hipótesis es que el desencanto tiene que ver con la desconfianza. Esa desconfianza que hemos visto crecer en las últimas décadas, especialmente en relación a las instituciones políticas formales. No entraré aquí en los factores que han producido este fenómeno – sí corruptos, a ustedes les habló. Sí, quienes han seguido despolitizando las escuelas y resistiéndose a que se hable de temas tan elementales como la ciudadanía democrática o los derechos humanos, a ustedes también–. Lo que me importa aquí son las consecuencias de esa desconfianza y, particularmente, sus consecuencias sobre las instituciones representativas de la política democrática. 

¿Qué fue lo que nos pasó? ¿Cómo explicar este hastío constituyente? ¿Es un fenómeno reciente o algo que ya veníamos arrastrando?

Cuando se cree, con fundamentos o no, que las instituciones democráticas no son capaces de resolver los problemas de la vida en sociedad – porque no pueden o porque no quieren– no hay orden posible que se sostenga, da lo mismo si hablamos de la Ciudad Gótica del final de Joker o del Santiago del estallido social. Pero los ordenes se derrumban mucho más rápido de lo que se levantan, y si la desconfianza es la causa de sus caídas, es necesario construir nuevas confianzas antes de –o durante– el proceso de erigir uno nuevo.

Lo que le permitió al anterior proceso constituyente ser una salida política viable a la crisis de 2019 fue, justamente, el ofrecer la posibilidad de una nueva confianza. De ahí el demoledor rechazo a una Convención Mixta o el triunfo sin precedentes de independientes en las elecciones de constituyentes: las personas dijeron con claridad que no iban a ser aquellas instituciones, partidos y representantes en quienes no se confiaba quienes resolverían el problema de fondo. El argumento, por supuesto, no puede extremarse: la esperanza de una nueva confianza no caló en toda la población, y aunque los resultados del plebiscito de 2020 y las elecciones de convencionales de 2021 llevaron a muchos a idealizar la situación, no podemos olvidar que los rotundos y sorprendentes resultados de ambos casos ocurrieron en elecciones donde apenas participó la mitad de quienes podían hacerlo (o ni siquiera).

El verdadero fracaso del proceso constituyente de 2019 a 2022 no fue entregar un texto que no logró ser aprobado; fue el haber sido incapaz de responder a las expectativas de hacer de la política formal un espacio en el que nuevamente se pudiera confiar. Y en esto, las responsabilidades fueron ciertamente compartidas: tanto de un sector de la izquierda que aisló a los representantes de la derecha (por desconfianza), como de un sector de la derecha que concentró su tiempo y esfuerzos en difundir mentiras y miedos contra el texto y el proceso mismo (por desconfianza). También, de todos quienes, de izquierda y derecha, caímos en estos discursos y/o no hicimos lo suficiente para luchar contra ellos. O quizás, lo justo sea ser menos duro y decir que en un contexto de desconfianza generalizada, era difícil actuar de otra manera, y que nuestra única culpa fue no habernos hecho conscientes de ello, al menos para haber concentrado nuestros esfuerzos en esa batalla tan difícil como trascendental.

Cuando despertó, la desconfianza todavía estaba allí

Si la desconfianza estaba allí antes que el proceso constituyente y el proceso constituyente no fue capaz de acabar –incluso quizás intensificó– la desconfianza, entonces esta sigue allí. No hay que ser físico cuántico para saberlo, pero son muchos quienes parecen esforzarse por ignorarlo, explicando el Rechazo del 4 de septiembre solo por el texto plebiscitado y sosteniendo que bastará con un texto distinto para que logremos cerrar la discusión constituyente.

Es cierto, el proceso constituyente de 2023 está diseñado pensando en no intensificar la desconfianza. Ello explica, por ejemplo, que cada una de sus etapas deje menos espacio a la discusión, dejando temas cerrados y dando a los “bandos” razones para no intentar hundir el proceso más adelante con tal de no perder los puntos ganados. El ejemplo más claro es que algunas discusiones quedaron incluso zanjadas en el acuerdo que dio vida al proceso (las doce “bases institucionales”), a diferencia de la experiencia previa, donde todo quedó abierto por completo y dependió de quienes fueran elegidos como miembros de la Convención. 

Buscar no intensificar la desconfianza también explica que discusiones como la vivida hace algunas semanas respecto a si las Fuerzas Armadas debían o no tener su propio capítulo en el índice, se presenten a la ciudadanía de manera sensata (“Las Fuerzas Armadas no tendrán un capítulo propio, pero eso no significa que no se incluirán en la Constitución”) y no con las hipérboles a que nos acostumbró el anterior proceso (“El reglamento no prohíbe discutir el derecho a la libertad de educación, pero tampoco lo señala explícitamente, lo que claramente significa que la Convención va a eliminar la libertad de educación, la bandera, el escudo y el manjar Colún”).

El verdadero fracaso del proceso constituyente de 2019 a 2022 no fue entregar un texto que no logró ser aprobado; fue el haber sido incapaz de responder a las expectativas de hacer de la política formal un espacio en el que nuevamente se pudiera confiar.

El problema es que el daño ya está hecho y no basta con que el proceso constituyente no acreciente la desconfianza: requerimos que se preocupe de manera activa de construir una nueva confianza. Y ello, al menos hasta el momento, no parece ser una preocupación central de nadie: no hay estrategia comunicacional para provocar mayor adhesión ciudadana o espacios participativos amplios que puedan contribuir a esto –particularmente, porque el diseño del proceso no dejó espacio para esto. Y las cifras, nuevamente, son desalentadoras: la última encuesta Pulso Ciudadano señala que un 56,4% de la población tiene poca o nada de confianza en este nuevo proceso constituyente, y solo un 14,3% declara confiar en el mismo. La última encuesta Plaza Pública es aún menos auspiciosa, constatando que más de la mitad de la ciudadanía desconfía de los miembros de la Comisión Experta ya en funciones y no cree que el Consejo Constitucional logrará proponerle al país una Constitución que sea aprobada. No solo eso: un 44% de los encuestados declara que si el plebiscito fuera hoy votaría en contra de cualquier texto propuesto, contra solo un 34% que votaría a favor. 

No hay aún artículos que rechazar, pero el Rechazo ya va ganando. Quien no quiera ver que allí hay un problema solo actúa como aquellos partidarios del Apruebo que, ante el derrumbe de su opción en las encuestas, preferían ignorar los datos usando para ello desde “modelos de inteligencia artificial” hasta concierto de Rosalía. Y, una vez más y bien fuerte, para que escuchen los de al fondo: no necesito recordarle a nadie cómo fue que eso terminó.

Es cierto, el proceso constituyente de 2023 está diseñado pensando en no intensificar la desconfianza. Ello explica, por ejemplo, que cada una de sus etapas deje menos espacio a la discusión, dejando temas cerrados y dando a los “bandos” razones para no intentar hundir el proceso más adelante con tal de no perder los puntos ganados.

Se lo he dicho a quien me quiera escuchar: aún habiendo sido partidario del texto rechazado el 4 de septiembre de 2022, considero que el diseño del nuevo proceso constituyente está pensado para producir una Constitución adecuada y que, a menos que un solo grupo político obtenga 3/5 del Consejo Constitucional en las elecciones del 7 de mayo, creo que eso es lo que ocurrirá. Pero sostener que con ello basta es tapar el sol con un dedo. 

Un momento constituyente es aquel en que, como ciudadanía decidimos que ya no nos satisface la respuesta que tenemos a “¿cómo queremos vivir juntos?”, por lo que decidimos formular una nueva. Si no nos tomamos el desencanto y la desconfianza ciudadana como un problema serio y que hay que dedicarse a resolver ya, arriesgamos a entrar a un momento en que la respuesta que tenemos a “¿cómo queremos vivir juntos?” no nos satisfaga, pero tampoco creamos posible – o siquiera queramos – darle una nueva respuesta. El hastío constituyente es un pantano y quedarnos atrapados allí es el peligro político más grande que enfrentamos hoy como país.