En 2016, recuerdo haber visto los debates entre Hillary y Trump en mi celular mientras cocinaba. Era como observar una parodia de un país distante, sin impacto alguno en mi vida; surrealista y fascinante. Era entretenimiento de alto nivel.
Trump, con su habitual sentido del espectáculo —uno puede estar en su contra, pero no se puede ignorar su carisma y su timing cómico casi perfecto— respondía con una rapidez y desparpajo que pronto se transformarían en la mayor arma política del mundo. No sé por qué sentía que todo eso no me afectaba; aunque ya vivía en Estados Unidos, aún sentía esa distancia. Mi mente seguía en Santiago.
Hoy es diferente. Mi vida aquí está mucho más asentada. Tengo un hogar en Manhattan, mi hijo asiste a una escuela pública en la esquina y pago impuestos. Ahora, el Donald vive conmigo.
No tengo completamente claro qué pasó. Tampoco creo que haya un solo factor. Pero algunas imágenes en mi mente me dan ciertas coordenadas. Por ejemplo, la familia de mi esposa vota por Trump. No son ni extremistas ni fascistas. Son hispanos de quinta generación, personas cariñosas y empáticas.
Sus padres y abuelos fueron inmigrantes; desayunan tamales y escuchan a Armando Manzanero, pero “inmigrar” ya no los define; son mucho más estadounidenses que mexicanos. Y el “inmigrante” es ahora alguien más. Es el recién llegado que viene a “hacer daño” en un sistema sobrecargado de personas en necesidad. Ya ni recuerdan que cuando sus abuelos llegaron, fueron vistos de la misma forma. Pero la vida es ahora, y cuando uno es adulto y tiene que pagar, se pregunta antes de dormir: ¿quién me hace más barata la bencina?
Hace una semana, en California, un amable chofer inmigrante armenio me explicó por qué vota por Trump. La vida le resulta absurdamente cara; necesita tres trabajos solamente para pagar una habitación. A sus casi 50 años, no ve cómo formar una familia, y gasta lo poco que tiene en Robinhood (una app para invertir) y criptomonedas, a la espera del golpe de suerte que lo vuelva millonario. Vota por Trump porque necesita dinero; ve en él una economía más favorable y el fin de la inflación. Punto.
Es posible que las políticas económicas de Trump le dejen la vida igual o más difícil y le jodan la existencia a cientos de minorías, pero él quiere apostar. Se ve más reflejado en un luchador, en un jugador, en un criminal, en un tipo sin filtro, que en una mujer egresada de las mejores universidades del país.
Es que se ha vuelto cada día más difícil verse representado en un demócrata.
Los demócratas parecen una mezcla de estrellas de cine y académicos universitarios. Obama es George Clooney y Carl Sagan. Se visten, hablan y actúan como personas que ya tienen todo resuelto.
Trump, sin embargo, se muestra encorvado; su rostro parece desmoronarse y está calvo bajo su extraño peinado. Lo apoyan Kid Rock y Hulk Hogan, cero cool. Al final, se parece más a alguien que uno podría conocer. Aunque sea billonario, sus extremas falencias tienen algo hipnótico en un mundo que te exige perfección. Es un asco, pero lo conozco. Me miente, pero yo sé que me miente, así que, al final, no me miente tanto.
No se equivoquen. Detesto a Donald Trump y, sobre todo, a quienes lo rodean.
Esa idolatría por Elon Musk y su humor prefabricado; J.D. Vance, su vicepresidente, como un Jaime Guzmán del mundo de las inversiones; y JFK Jr., un antivacunas que vive del apellido… todo eso me parece un entorno espantoso. Pero entienden el juego en 2024. Van a podcasts, pasan horas conversando con Joe Rogan, y la gente los escucha con audífonos, no en las pantallas de las salas de espera de los consultorios.
Los demócratas, en contraste, sólo aparecen en clips perfectamente producidos, en los lugares correctos, rodeados de las estrellas del momento, que ya nadie idolatra. Aún no entienden que Hollywood es como el Vaticano: sigue ahí, pero ya no es relevante. Perdió su peso por las mismas razones; los excesos, como los de Harvey Weinstein o P. Diddy, los han convertido en una élite perversa que pretende dictar cómo vivir.
No me agrada el Donald, pero hoy lo entiendo más.
Me duele pensar que este país quizá nunca llegue a tener una presidenta mujer —a menos que, no sé, sea Ivanka Trump o alguien así—. Pero más me duele que, en su afán por aparentar bondad por parte del progresismo, el “ser violento” se haya convertido en la norma y en la fórmula única de éxito. Y va a costar muchos cambios muy profundos salir de ahí.
Pero se puede. Finalmente, el infinito loop del espectáculo americano siempre tiene espacio para un buen comeback. Y a la gente le encantan.