El mercado a veces parece una fe, una religión, hasta tiene algo de animismo, porque esa entelequia o abstracción que es principio y fin de sí misma hace cosas. La principal de ellas, se supone, autorregularse; también reacciona, se deprime, distribuye y tantas cuestiones más. A veces se asemeja a la Providencia. Esa podría ser una explicación para la concentración, en ese credo de ultraconservadores y ultraliberales.
“Las leyes de la ciencia económica meramente desentierran y revelan los aspectos objetivos de la realidad, una realidad que no se puede ignorar, porque se sabe que actuar en contra de la naturaleza es contraproducente y autoengañoso”, dijo José Piñera, guía del neoliberalismo chileno e ideólogo y realizador de la privatización de la seguridad social.
En el texto constitucional que redactan las derechas chilenas, herederas y guardianas del credo neoliberal, a la vez que se dota de conciencia a las instituciones para hipertrofiar la libertad religiosa —y, por ejemplo, poder negar la atención de salud a una niña que quiere abortar el embarazo que resultó de una violación, o no vender pastillas anticonceptivas—, también se permite o se quiso permitir la privatización de los bienes públicos y se consagra la mercantilización de los derechos sociales: salud, educación, pensiones.
Las derechas han argumentado la coronación de su fe en nombre de la libertad; lo que es cierto, siempre y cuando llamemos libertad a la obligación de pagar por la salud y la educación y a la prohibición de cualquier cosa que quepa llamar pública.
Ahí donde, en medio de un orden capitalista, las leyes y la norma constitucional debieran resguardar la dignidad de las personas (es decir, poner límites a la soberana expansión del mercado-capital permitir la libre determinación de los individuos y las sociedades, el reconocimiento de los derechos sociales), lo que quiere la utopía neoliberal, libertariana es que la libertad sea económica (y religiosa) y se erija como límite de cualquier otra esfera. La fe es que esa libertad traerá el paraíso a la tierra; las otras libertades, en cambio, son amenazas.
Si la creencia es que la libertad económica (y religiosa), capital, nos hará libres y que la política, si es que fuera necesaria, solo lo sería como administradora de ese orden, hay que recordar -como advirtiera Hannah Arendt- que no es el capitalismo el que protege la libertad sino la ley. Las leyes —la polis, la ciudad— impiden la fantasía empresarial, capitalista, moralizante -y antipolítica, agregaría yo-, de controlar hasta la intimidad de las personas. Limitar para liberar. Frente a la Ley, las leyes, zonas libres; o también: sin Dios, con leyes. Con democracia.
“No habilitamos al legislador porque podía llevarnos al monopolio estatal”, dijo el consejero Luis Silva, de ultraderecha, a propósito de consagrar en la Constitución la salud, educación y pensiones privadas (la “libertad” de elección); o sea, no queremos que los legisladores legislen, no queremos política. Es la versión del imperativo que dictara Jaime Guzmán: “La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque ⎯valga la metáfora⎯ el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”.
Privatizar los bienes públicos (hasta el agua), hacer de ese imperativo principio y fin de la vida social, es la continuidad del proceso expropiatorio de lo común que define o motiva desde siempre y para siempre al capitalismo, o que es el presupuesto de la propiedad Capital, desde las tierras a internet.
Hay un momento en The Wire, la serie de HBO, en el que un jefe de policía resuelve la crisis de delincuencia y violencia que afecta a una zona de Baltimore, debido al tráfico y consumo de drogas, creando un espacio y tiempo, unas cuantas manzanas en las que se puede vender y comprar drogas con libertad, o más bien sin que allí la policía actúe. La libertad o libertinaje de hecho, extendido en todo el barrio, se acota a unas pocas calles, se limita; eso redunda en que casi desaparece la violencia, incluso en la zona de libre venta; y en el resto de las calles vuelve la vida de barrio, el bienestar, la libertad de todos y cada uno; vuelven las personas que estaban encerradas en sus casas.
Hay que recordar -como advirtiera Hannah Arendt- que no es el capitalismo el que protege la libertad sino la ley. Las leyes —la polis, la ciudad— impiden la fantasía empresarial, capitalista, moralizante -y antipolítica, agregaría yo-, de controlar hasta la intimidad de las personas. Limitar para liberar. Frente a la Ley, las leyes, zonas libres; o también: sin Dios, con leyes. Con democracia.
Ese episodio es una buena imagen de lo que implica y por qué es necesario poner límites al mercado. En este caso uno ilegal, pero el fondo no cambia: se trata de evitar la privatización de los bienes comunes. Crear o conservar zonas o esferas libres de la invasión privadora. En la serie no se prohíbe la venta y compra de drogas, porque prohibir es lo mismo que dar chipe libre, que dejar hacer, sino que se la encapsula, o mejor, se le da un lugar y momento limitados, que hace del resto de esa zona de Baltimore una esfera libre; libre del mercado que todo lo quiere copar, libre para la libertad de las personas.
En The Wire todo se arruina cuando las autoridades superiores descubren el experimento del policía; se pone fin a esa legalización informal y circunscrita. Vuelve la competencia, la irregularidad, el libertarianismo —“el derecho a desarrollar cualquiera actividad económica, sin limitaciones fundadas en lo moral, el orden público y la seguridad nacional”, como dijera la convencional derechista Constanza Hube en un afiche de campaña que luego corrigió—. Y todo se desborda otra vez; se pierde de nuevo la libertad de los individuos y de esa comunidad, se reinstala la privatización del espacio-tiempo público, las personas vuelven a encerrarse; se trastoca, precariza, aprisiona, coarta, se coacciona la vida de esas personas, de la sociedad. Vuelve la paz de mercado.
Una ciudad, un pueblo incluso, es básicamente un entramado de calles, el resultado de las vidas que habitan allí. Donde solo hay una casa no hay calle, probablemente tampoco si son dos o tres; un puñado, digamos que diez, cinco y cinco, enfrentadas, ya hacen calle o un espacio y tiempo común, que comunica y distancia. Y entonces cuando sales de casa ahora sales no a la nada ilimitada, sino a la calle, donde estarán o pueden estar otros como tú, pero que no son tú. Más o menos conocidos, más o menos extraños cuanto más grande sea el pueblo o la ciudad. Ahí afuera está el público, o lo público, si cedemos a la tentación filosófica de hacer cualidad de las cosas. Y si empujamos un poco más el asunto: ahí está la ciudadanía, ahí somos ciudadanos.
Hacer de la casa, del oikos, hacer de esa ley privada y hasta íntima la ley pública, glorificar la economía, la ley de la casa como principio y fin porque el resto es música, tiene mucho o todo de despolitizar a la sociedad, a los individuos, de reducirlos solo al trabajo y al consumo, como si el mundo fuera una gran empresa y mercado, solo eso.
Una casa es, idealmente, el lugar para retiramos del mundo, de la vida pública, de la calle; por eso es mala, o no me gusta, la metáfora de la casa para referirse a una Constitución: “La casa de todos”. No puede haber casa de todos, sería un oxímoron o una deficiencia, o peor, sería en realidad la casa de otro en la que somos esclavos o servidumbre, medios y no fines, como los israelitas en Egipto, como las mujeres y los niños en la antigua Grecia.
Me gusta o prefiero, frente a la metáfora de la “casa de todos”, la de una Constitución como preparar el suelo, como delimitar un terreno —público, común—, una pólis, una ciudad para luego construir algo, no sabemos bien qué; construir, demoler, reconstruir. Una ley que, idealmente, pueda ser ella misma nueva ley, disoluta, no absoluta, que pueda disolverse a sí misma. Un orden del desorden, si me permiten, del acuerdo y la disputa, de la proximidad y la distancia, donde y cuando cualquiera, con toda libertad, pueda resguardarse en su casa y salir a la calle.
Lo que es de todos, lo que debería ser de todos, donde todos podemos estar, deberíamos poder estar, donde somos o podemos ser pueblo, es lo que está fuera de casa, la calle; de eso se trata, de salir de casa y encontrarnos (y desencontrarnos), acercarnos y distanciarnos, y entonces, sí, tal vez, invitarnos a casa, nosotros extraños, con los otros extraños; salir a la calle, la ciudad, ahí donde somos ciudadanos, políticos, démos, pueblo, cosa pública. Y si no lo somos, si, por ejemplo, solo trabajamos, solo transitamos, apurados, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, si la calle es mero puente de esos extremos; o si lo público es hostil, porque las plazas son de cemento y en las calles campean los autos, por ejemplo, o por la delincuencia, si la ciudad y sus calles nos fuerzan a encerrarnos, es que se privatizó lo público, es que nos quitaron la ciudad, la república, es que se convirtió en la casa de alguien, en privilegio, ley privada, y el resto es, somos, siempre visita, o peor, servicio; ¿y entonces toca expropiar esa “casa” extendida y volverla propiedad pública, devolverla a la comunidad?, ¿salir a la calle?
Privatizar los bienes públicos (hasta el agua), hacer de ese imperativo principio y fin de la vida social, es la continuidad del proceso expropiatorio de lo común que define o motiva desde siempre y para siempre al capitalismo, o que es el presupuesto de la propiedad Capital, desde las tierras a internet.
¿A eso nos invita o nos invitaría una Constitución que priva más, una más neoliberal de la que tenemos? Quizás. O quizás no y seguimos camino a la utopía absoluta, de la mano del Dios-Mercado, providencial, hacia la casa de todos. Quién sabe.
Nadie sabe, de eso se trata, de que toda fe —incluso absoluta— es un quizás, es una duda, es un deseo de certeza que, como todo deseo, nunca se puede satisfacer. O que satisface con suerte a unos y no a otros. Y de la insatisfacción, que es rendija de toda puerta cerrada, de toda Ley, de toda casa-fortaleza, quizás, siempre quizás, nace la posibilidad de otra cosa, de algo imprevisto incluso para la Providencia.
“¡Todo es cancha!”, decíamos a veces de niños, cuando queríamos llevar el juego más allá, cuando se nos hacía chica la cancha; valga la metáfora.
La rigidez antipolítica, que los otros jueguen como jugaría uno, la democracia protegida de la democracia ya sabemos a qué nos llevó: a una política progresivamente deslegitimada, sin sociedad, sin calle, a partidos políticos devenidos, en el mejor de los casos, en administradores públicos, y en el peor, en agencias de empleo, representantes de casi nada y casi nadie, y a un estallido social. Si insistimos en esa senda, como si los diez o más años de protestas, de 2006 a 2019, y el estallido fueran baches que quedaron atrás, apenas un tropezón; si volvemos al mismo camino —privado— la pregunta es a qué nos llevará ahora, hacia dónde y, sobre todo, cómo saldremos de ahí.
Fotografías: Cortesía de Ladera Sur