Ensayo

Plebiscito en Chile


Entre la urgencia y la paciencia

Después del shock por el resultado del plebiscito, Alia Trabucco Zerán se dispuso a devolver a su biblioteca los libros que la consolaron. Se sintió incómoda cuando llegó el momento de darle un destino al librito azul de la nueva Constitución. ¿Cómo atesorarlo? ¿Ficción especulativa? ¿No ficción? ¿Novela utópica? No, no. Borrador. Quizá no haya un lugar en las bibliotecas para los borradores, pero siempre son textos que sirven de secreto compás, guardan una chispa, una ruta, la urgencia y la paciencia. Una espera que no es pasiva porque no es renuncia.

Este no es un análisis de la derrota electoral. No es un intento altanero por tener la razón, hallar los errores cometidos, hablar fuerte y golpeado. Tampoco es un esfuerzo por ensayar lucidez, ni menos es una exhibición de dolor –aunque solo veo coraje en quienes han sido capaces de demostrarlo públicamente– tras la significativa derrota que sufrimos quienes votamos con alegría y convicción por la propuesta de nueva constitución. 

Pasé dos días aturdida después de los contundentes resultados del plebiscito. No es una sensación que hubiese tenido antes –al menos no vinculada a una elección– pero tampoco lo que precedió al plebiscito fue algo que hubiese vivido antes. Una revuelta popular, un profundo desajuste de la clase política, un despertar colectivo y la apertura de un proceso inédito: la escritura conjunta de un libro. Como aún hay mucho que analizar sobre la revuelta y sus derroteros, y creo que otros tendrán reflexiones más agudas que la mía sobre la clase política y sus intentos de restauración, prefiero remitirme al ámbito que me resulta más familiar y más querido: la escritura. 

Al tercer día de aturdimiento me levanté decidida a ordenar, limpiar y volver al trabajo. Me encontré entonces con la ruma de libros que leí vorazmente para evadir la tristeza: dos novela y dos ensayos desparramados sobre mi cama. Los levanté y vi que abajo, escondido tras un cojín, se asomaba el librito azul: la nueva constitución. Otro trago de amargura, respirar hondo y seguir adelante. Me acerqué a mi estantería y fui acomodando los libros leídos en su lugar: la novela irlandesa con los irlandeses, la mexicana con los mexicanos, los ensayos con los ensayos, pero me quedé con la nueva constitución incómodamente en la mano. ¿Ficción especulativa? ¿No ficción? ¿Novela utópica? No, no. Por supuesto que no. 

No sé cuánto tiempo estuve frente a mi propia biblioteca pero el suficiente para que mis ojos se fijaran en otro libro delgado, pequeño y apenas visible. No lo había vuelto a leer y hasta podría decir que lo había olvidado. Urgencia y paciencia, de Jean-Philippe Toussaint.

Habitualmente subrayo mis libros, los gloso y discuto imaginariamente con sus autoras o autores, garabateo signos de exclamación en las oraciones que no me gustan y dibujo corazones cuando siento conmoción o admiración. Este libro, por cierto, no se había salvado de mis intromisiones. Se trata de un ensayo sobre la escritura, es decir, un libro sobre escribir libros. Lo leí el 2016, en medio de un proceso de escritura dominado por la desorientación y el desánimo. Así que me encontré con lo que subrayaría una mujer desorientada y desanimada, alguien que buscaba en este libro una posible salida o al menos una compañía en medio de otro tipo de aturdimiento. 

Toussaint esgrime una teoría hermosa y extraña sobre la escritura: la urgencia es un motor imprescindible, dice, pero no puede existir sin la paciencia. Y los momentos de paciencia son los más difíciles de sostener. Ambas fuerzas están presentes en cada escritor y, yo agregaría, en cada escritora. En Proust primaría la paciencia, en Faulkner la urgencia. Sergio Chejfec y Sylvia Molloy serían buenos representantes de la paciencia, y Carlos Droguett y Diamela Eltit ejemplos de lo que puede alcanzar la urgencia. Pero la urgencia, aclara Toussaint, no es sinónimo de inspiración. “Lo que las distingue -dice- es que la inspiración es recibida y la urgencia es adquirida. En el mito de la inspiración –ese mito romántico– subyace una pasividad que me parece desagradable, como si el escritor –el poeta inspirado– fuera el juguete de una gracia externa, Dios o la naturaleza, que aparece y posa su dedo sobre él. La urgencia”, afirma Toussaint y yo subrayo sobre el subrayado anterior, “no es un don sino una búsqueda. Y solo se llega a ella a través del trabajo; uno debe salir a encontrarla, aventurarse en su reino”.

La urgencia, así, es vértigo y es premura, son los dedos deslizándose presurosos sobre el teclado, la urgencia es la proliferación de imágenes, es la convergencia de ideas, la urgencia es certeza, es velocidad y también una inusual forma de armonía. Pero también la urgencia es excepcional y frágil, y así lo explica Toussaint. “La urgencia es un estado de la escritura al que solo se arriba después de infinita paciencia. Es la recompensa por esa paciencia, su milagroso desenlace”. La regla, en la escritura, es la imagen borrosa, la duda, la lentitud, los dedos pasmados sobre el teclado, la desorientación y muchas veces, la desesperación. Y, sin embargo, ambas fuerzas conviven. La velocidad y la parsimonia. La intuición y la reflexión. La certeza y la duda. La escritura, así, escapa a las dicotomías. Puede ser, simultáneamente, feliz y desoladora. Lenta y veloz. Superficial y honda. Y cada libro es en igual medida fruto de esas fuerzas contradictorias. No puede haber urgencia sin paciencia, y la paciencia sin urgencia no es más que escritura burocrática, es decir, no podría ser literatura. 

Esto que se aplica a la escritura es trasladable a otros espacios. ¿Al amor? Probablemente. ¿A la amistad? Tal vez. Y a lo mejor también puede ser útil para pensar el momento político actual y observar a uno de los movimientos que ha estado con más firmeza empujando los cambios. Me refiero al movimiento feminista y a su fuerza transformadora. Y no puedo evitar preguntarme si acaso su éxito histórico, sus múltiples conquistas, se debe también a una relación, sabia y profunda, con la urgencia y la paciencia. 

A mediados del siglo dieciocho, un grupo de mujeres encorsetadas y envalentonadas por conversaciones llenas de urgencias, comenzó a tener un sospechoso protagonismo en la vida pública de Chile. Ya Mary Wollstonecraft había escrito su Vindicación de los derechos de la mujer y Olympe de Gouges había publicado su Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana. ¿Qué ocurrió con la sociedad chilena ante esas señoras con aires de independencia? Legisladores, todos hombres, consideraron necesario agregar a la ley electoral de 1884 un artículo que prohibiera expresamente el voto para la mujer por “encontrarse sometida al yugo del esposo quien podía ejercer su poder e influencia sobre su esposa”. ¿Cuántos años transcurrieron? ¿Cuántas marchas? ¿Cuántas luchas? ¿Cuántos proyectos detenidos por la misma palabra que hoy nos acongoja, la palabra rechazo

Décadas después, recién en 1949, un 4 de septiembre como lo fue también el domingo pasado, las mujeres votamos por primera vez en una elección presidencial y adquirimos, así, pleno derecho a voto. Desde entonces los avances han sido vertiginosos y, me atrevería a decir, movidos por una urgente imaginación. Las mujeres nos hemos atrevido a imaginar mucho más allá de lo que permitía una realidad que nos decía que no, una realidad que rotundamente nos rechazaba. Imaginó, por ejemplo, que la palabra abogada, que designó durante siglos a la esposa del abogado, podía, con el tiempo, significar otra cosa. No ocurrió para mí, mi título aún dice “abogado”, pero el año siguiente de mi titulación, se incorporó al fin la letra “a”. Fue también la imaginación feminista, porfiada y persistente, la que proyectó que podíamos ser doctoras, obreras, ingenieras, científicas, ministras, presidentas, astronautas y que, por qué no, podíamos conformar la mitad de los integrantes de una Convención Constitucional. Para ello marchamos, leímos, discutimos, reímos, nos replegamos y luego volvimos a salir. Pero para llegar a eso, hubo derrotas y reveses. La derrota de la ley de divorcio, que hoy día es ley. La derrota del matrimonio igualitario, que también forma parte de nuestros derechos. La derrota del aborto en tres causales, que aunque insuficiente, está regulado. 

En el proceso constituyente, las feministas nos atrevimos a imaginar un país con una democracia paritaria, con derechos sexuales y reproductivos, normas contra la violencia y los estereotipos de género, con igualdad para las diversidades sexuales, reconocimiento al trabajo doméstico y un sistema nacional de cuidados. Para quienes creen que estas eran “demandas identitarias”, les digo: la igualdad no es una identidad, es un derecho. Y el derecho de las diversidades sexuales o de los pueblos indígenas a caminar por las calles sin miedo, a vivir plenamente sus vidas, a no ser considerados ciudadanos de segunda clase, no se basa en una identidad ni un privilegio sino en el más básico de los derechos: ser considerados iguales a otros seres humanos. 

En ese proceso constituyente también nos atrevimos a imaginar otra relación con la naturaleza para trazar un posible camino de recuperación ecológica. Una imaginación intrépida, claro que sí, aguerrida y valerosa. Una imaginación que propuso cambiar de paradigma para un momento de la historia donde solo un cambio de paradigma podría ofrecer una salida. ¿Vanguardista?, tal vez. ¿Audaz?, de seguro. ¿Demasiado avanzado?, por ningún motivo. El feminismo ha estado siempre contra el tiempo, contra las costumbres de su tiempo, contra las leyes de su tiempo y contra lo que el tiempo ha normalizado bajo el nombre de “costumbre”. Y ahora, que como humanidad, también estamos contra el tiempo ante una crisis ecológica de proporciones insospechadas, el feminismo, con una idea de ser humano que ilumina su interdependencia con la naturaleza, pretendía también ofrecer una alternativa. 

Habrá quienes, aprovechando este momento de amargura, afirmarán que fue esa imaginación feminista la derrotada en el plebiscito. No creo que sea así. No hay claridad sobre qué fue lo rechazado. Y si hubiese unos pocos que sí se rehusaron al texto por ese motivo, porque eran muchos derechos para las mujeres, muchos derechos para las diversidades, muchos derechos para los mapuches, dejo este recordatorio por aquí: también el sufragio femenino fue rechazado. Lo que hoy es obvio y damos por sentado, apenas ayer era inconcebible. Lo que hoy es sentido común, también fue inimaginable y revolucionario. Esa ha sido también la historia del movimiento feminista: correr el cerco de lo imaginario y negarse a abandonar ese lugar. 

La Constitución del 2022 quiso ser libro y no fue más que borrador. Eso pienso con este objeto ahora inubicable en mi mano. Y es que no tengo una sección en mi biblioteca para los borradores. Y esta es la razón: los borradores siempre me han servido de secreto compás. Nunca alcanzan el estatus de convertirse en libro de biblioteca. Vuelvo una y otra vez a ellos porque siempre hay allí una chispa, una semilla, una ruta. Porque en los borradores está la urgencia y lo que sigue es la paciencia. No hablo de esperar, claro que no, la espera es una palabra distinta. La espera es pasiva. La espera significa renunciar. Y no es legítimo pedirles a los jubilados que esperen, a las trabajadoras que esperen, a las disidencias, a las mujeres o a los pueblos originarios que sigan esperando. 

Dice Jean-Philippe Toussaint: “Detrás de escenas escritas en medio de la urgencia hay momentos en que todo progreso parece detenerse, en que los vientos ya no soplan y parecemos irreparablemente paralizados. Es entonces cuando debemos perseverar, resistir, apretar los dientes, seguir no llegando, porque la urgencia sigue moviéndose hacia delante, sigue trabajando subterráneamente, acumulando energía”. El movimiento feminista, con su larga historia, con sus olas y resacas, conoce muy bien ese vaivén entre urgencia y paciencia. La ola que sigue es siempre más fuerte y más ruidosa. La ola que sigue, siempre, llega mucho más lejos que la anterior.