Ensayo

Integración migratoria


Hacia una valoración de la diversidad

Compartir una lengua madre en común -como ocurre con el castellano en Latinoamérica- no asegura integración ni entendimiento. En la obviedad de este aprendizaje viven las grandes brechas que se trazan a la hora de construir inclusión, dice el autor de este ensayo. En nuestras latitudes hispanoparlantes, en palabras de Gabriel García Márquez, son muchos los castellanos que se hablan. En ese contexto, sostiene, las escuelas y el amor pueden surgir como espacios integradores para las personas migrantes a un lado y otro de la Cordillera.

¿Es válido establecer espacios de conexión, o desconexión, entre lo que sucede en los lugares conocidos de ambos lados de la Cordillera? Quizás la pregunta de fondo sea cómo se sucede el acercamiento a ello y a los elementos que componen ese análisis.

Desde una mirada personal, es posible animarse a ese abordaje. 

Soy chileno y trabajo en temas de migración, recuperando historias y trayectorias, aquellas que no suelen verse reflejadas en las estadísticas. Si bien estoy instalado en Buenos Aires desde hace 16 años, en la última década me he movido constantemente entre ambos lados de la Cordillera. Ello me ha permitido constatar que en Argentina persiste arraigado un discurso que, más allá de insistir en la épica de las grandes migraciones del siglo XIX y finales de la primera mitad del XX, invisibiliza las particularidades y características de lo que ha sucedido respecto de las migraciones durante las últimas décadas.

Mientras en Argentina se estima que hay 2 millones de personas migrantes (4,5% de la población total), en Chile esa cifra es de aproximadamente 1,5 millones (alrededor de 8%). Los dos países han experimentado un importante flujo migratorio desde 2013, especialmente desde Venezuela. En el caso chileno, a esa población migrante se suma la haitiana. Ambas reconfiguraron a Chile, un país que se acostumbró a reconocerse en una cromática con pocas alteraciones.  

En los dos países han quedado en evidencia las diferentes formas -institucionales y sociales- de enfrentar y abordar la migración. En esas transformaciones, entendidas como la base a través de la cual se cimentan (o modifican) los discursos y relatos, la educación presenta divergentes formas de ser abordada.  

***

Desde errores no forzados de un presidente que insistió en la idea de que “los argentinos descienden de los barcos”, a los relatos reaccionarios que incluso traspasan las fronteras del progresismo, existe un discurso sobre la migración orgánicamente arraigado en Argentina. La instrumentalización de la educación ha jugado un papel fundamental en esto. 

El ámbito educativo ha replicado por acción y omisión ese relato oficial. Por un lado, la Escuela Pública -sin que esto signifique restarse de la defensa de la misma-, en una cotidianeidad todavía no resuelta, traza una línea entre el nosotros y el ellos. Que hay experiencias que dicen lo contrario y que hay esfuerzos los últimos años por cambiarlo desde -al menos- una parte de la institucionalidad, ciertamente sucede. Más allá de lo que pueda dar cuenta en sus diferentes aproximaciones, quienes hemos vivido la experiencia escolar, en este caso con una hija (de padre chileno y madre libanesa-canadiense), podemos dar fe de ello. 

Y es que las transformaciones son complejas, porque implican mirar los dolores orgánicos. Supone conversaciones incómodas en terrenos y espacios eventualmente poco preparados, junto con asumir un derrotero que nos aleja de la épica oficial.   

Frente a ello, la educación privada muestra una suerte de integración desde una perspectiva más bien dominante. No es difícil constatar el hecho de que las instituciones educativas privadas reciben a hijos de familias expatriadas o extranjeros residentes con recursos, quienes apuestan por una educación, en muchos casos, con tintes elitistas desde el acceso, no necesariamente por el contenido que ahí entregan.

Mientras en Argentina se estima que hay 2 millones de personas migrantes (4,5% de la población total), en Chile esa cifra es de aproximadamente 1,5 millones (alrededor de 8%).

La brecha en la relación entre la educación pública y la privada, al cruzar la Cordillera, se vuelve más profunda y la diversidad pasa estar mucho más condicionada por las capacidades socioeconómicas. Más allá de lo oneroso del acceso a la educación privada en Chile, y sin pensar que suponga un pecado acceder a ella, el punto radica en el potencial aporte de esos modelos en la comprensión, aceptación y valoración de la diversidad, lejos de una mirada centrista.

Ya en los liceos, profesores y organizaciones de la sociedad civil intentan -a través de clases de español y de baile, pinturas de murales colaborativos y talleres sobre migración- potenciar la integración entre nacionales y extranjeros. 

***

Converso con Céline, una francesa que pasó dos décadas en Buenos Aires, donde formó familia con un argentino. Para ella, la educación pública fue una condición. Madre de tres hijos, la experiencia de haber probado la educación privada en el Liceo Francés con las dos hijas mayores les hizo decidir que la continuidad de los estudios de una de ellas, junto a la educación del hijo menor, estuviera en una escuela pública en la zona de Colegiales. Se trata de una escuela con alto porcentaje de hijos de familias migrantes. Quiso sentirse parte de la vida porteña que decidió tener.  

Así como esa oportunidad enfrentaba a sus hijos y a su familia a la diversidad, y los distintos procesos de aprendizaje que ello supone, las prácticas excluyentes se daban fuera de los espacios escolares. En su relato aparece la experiencia de una compañera de uno de sus hijos -hija de una familia migrante latinoamericana- que regresó en más de una oportunidad a su casa pidiéndole a sus padres “hablar como todos”. 

Compartir una lengua madre en común -como ocurre con el castellano en Latinoamérica- no asegura integración ni entendimiento. En la obviedad de este aprendizaje viven las grandes brechas que se trazan a la hora de construir inclusión. En nuestras latitudes hispanoparlantes, en palabras de Gabriel García Márquez, son muchos los castellanos que se hablan. Nos entendemos, ciertamente, aunque son las características propias de cada forma diversa de expresarse a partir de esa lengua común, junto a los códigos específicos, lo que marcan las posibilidades de integración; de integrarse y de ser integrados.

Palabras como “marico”, “che”, “huevón”, “chévere”, entre otras, dejan en evidencia a quienes son migrantes. Pero también pueden ser incorporadas -conscientemente o no- por los estudiantes y profesores que comparten con extranjeros en Chile y Argentina.       

***

En Chile la clase pesa. Es la que da o resta valor a determinados espacios. Si bien con esfuerzo y todavía demasiada lentitud, ello está cambiando, y es posible verlo en las instancias educativas. No obstante, persiste la realidad de un modelo mercantilizado que plantea calidad educativa desde lo privado en detrimento de lo público. Y en la búsqueda de aquella calidad, delineada como un producto de consumo, se ha instalado como instancia aspiracional. 

Frente a una sociedad que se ha caracterizado por habilitar constantemente espacios de conocimiento -aunque aquello no asegure integrar información que permita entender la diversidad de los procesos-, Chile se muestra desde hace unos años en un lento proceso de descubrimiento y avanza a pasos lentos hacia una mayor valoración de la diversidad. La invisibilización de ella (salvo que sea blanca, europea o anglo), ha persistido al alero de un modelo implantado de manera brutal, promovido y sostenido por estructuras de poder rígidamente verticales, anquilosadas desde los albores de la república y que han permeado las diversas formas de vincularnos. Desde esa perspectiva, decir que Chile cambió (esa frase ya desgastada puesta de moda post estallido), no es solo retórica, y aunque a paso lento, las formas conocidas tradicionalmente han ido mutando. 

La significancia del espacio educativo público, entendidos sus integrantes como sujetos políticos, marca una gran diferencia en la forma de aproximarse a la educación en Chile y Argentina. Mientras en el primero se han reducido evidente y drásticamente los espacios para el pensamiento crítico, en el segundo la actividad colectiva persiste y alienta una militancia e instancias de pensamiento que van mucho más allá de lo que plantean sectores reaccionarios en cuanto a la ideologización de la educación.

***

En medio de todas las incertidumbres y cuestionamientos que se nos aparecen en nuestras trayectorias migrantes, otros de los aspectos relevantes es el amor, en sus múltiples concepciones, con sus diversas texturas y los tantos colores. Se trata de un elemento que nos mueve y, eventualmente, nos arraiga. 

Más allá de los números, de la cantidad de parejas mixtas conformadas durante los últimos años, su valor radica en lo que ello supone y permite para quienes llegamos. Lo mismo para quienes reciben. 

Las historias de migrantes, en toda su diversidad, muestran que el amor es un componente central en el arraigo. Para algunos ha sido el destino después de un largo periplo por el mundo, donde la incertidumbre, la distancia y las despedidas, fueron condición por décadas. Con todas sus tempestades, Argentina ha sido tierra de acogida que ha permitido concretar deseos imposibles en ciertos lugares de origen.

Palabras como “marico”, “che”, “huevón”, “chévere”, entre otras, dejan en evidencia a quienes son migrantes. Pero también pueden ser incorporadas -conscientemente o no- por los estudiantes y profesores que comparten con extranjeros en Chile y Argentina.       

Leyes de Matrimonio Igualitario y de Identidad de Género, han sido abrazadas por una diversidad que ha encontrado un lugar donde ser quienes desean ser, en donde les es posible reconocerse en otras y otros.   

En lo personal, es la conexión con ambos lados de la Cordillera, de los que me siento ineludiblemente parte. Es el cable que me conecta por origen y opción. En ese espacio donde Emma, mi hija, se convierte en la piedra angular de múltiples y diversos afectos, amores y vínculos que ayudan a delinear el deseo de ser y del seguir siendo, más allá de toda distancia.

Los vínculos afectivos son la posibilidad de un puente. En la partida dejamos de pertenecer a ese lugar y a la forma en que lo conocimos. De regresar, lo hacemos a lugares nuevos, y el amor y los afectos permiten transitar de mejor manera el redescubrimiento. Quizás más claro en otros que en la experiencia propia, hay espacios diversos en la vida argentina, específicamente porteña, donde los trazos entre el ellos y el nosotros comienza a desaparecer, donde es posible una convivencia cómplice.  

Sin que sea exclusivo de ella, en la migración aprendemos de ausencias y despedidas. También del duelo migratorio. Es parte del paquete ineludible. No es difícil especular que cada persona migrante tiene alguna historia de pérdida que compartir, donde las despedidas quedaron en suspenso, donde las lágrimas y la última caricia se desvanecieron ante la distancia.

Amores diversos, diversidad de amores. Las formas múltiples, a veces imprecisas, que trascienden fronteras y se cobijan, nutren y desarrollan en el deseo. Parte fundamental de esto, dicen las familias mixtas, es reflexionar sobre el significado de la migración, sí. Pero también probar nuevos sabores, mezclar comidas típicas, cambiar indiscriminadamente del español chileno al venezolano, argentino, colombiano… Es lo que a muchos les/nos ha permitido sobrevivir en los momentos más duros de nuestras trayectorias migrantes; la caricia urgente y necesaria ante las partidas abruptas.

Se trata de espacios que a veces se me dificulta ver en Chile. La patria y la seguridad le escupen a la cara a muchas y muchos que han pretendido, en este delgado confín, una vida mejor. Les ha expulsado de la peor manera y ha disonante aquella letra que anuncia el regocijo que se siente en estas tierras frente “al amigo cuando es forastero”.    

La resistencia frente al odio se multiplica. Colectiva e individualmente nos atrevemos a entender y disfrutar de las texturas que nos propone la otredad.