Todo gran artista cuenta con una secuencia temprana que anticipa su gloria futura. Charly le dijo a Falú que tenía una cuerda de su guitarra desafinada, Maradona empezó a gambetear a los ingleses al esquivar los sopapos de su padre, a los 12 años Lennon se dio cuenta de que era un genio porque no estaba encerrado en un neuro-psiquiátrico. En el caso de Fito Páez, el recuerdo es una síntesis magnífica de su vida y obra: con menos de cinco años, mira El hombre que volvió de la muerte junto a su familia, pide la llave del piano August Förster de su madre (fallecida cuando él tenía ocho meses), golpea las teclas de manera aleatoria y así ambienta la trama macabra con rudimentarios clústeres.
Ahí aparecen la música, el cine, la presencia fantasmal de su madre concertista y el respaldo amoroso de la familia. Si algo deja en claro esta escena es que para Fito la música profesional es una continuación de la infancia por otros medios. De ahí, tal vez, la reivindicación del “capricho” que muchas veces ha enarbolado para justificar decisiones artísticas. Para Fito la música es un juego, pero los juegos también tienen reglas, y por eso este costado lúdico no se contradice con su notoria disciplina (ha llegado a decir que en la música la democracia no existe).
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A fines de los noventa, en su furiosa diatriba contra “los jipis”, Ricky Espinosa gritaba: “No me gusta Fito Páez”. Un par de años después, en un video, los Kapanga divisaban al rosarino “al costado del camino” y al tiempo que se burlaban (“Pará, pedazo de pancho”) el Mono le pegaba con una llave francesa en la cabeza. Un par de bromas un tanto agresivas que daban cuenta de cierta animosidad hacia la figura de Fito desde un sector del rock. Si durante los años ochenta —cual Sex Pistols con Pink Floyd—, la nueva camada parricida apuntó sus misiles hacia Charly García, tras el éxito sin precedentes de El amor después del amor (1992), la centralidad pasó a ser ocupada por Páez.
Con menos de cinco años, mira El hombre que volvió de la muerte junto a su familia, pide la llave del piano August Förster de su madre (fallecida cuando él tenía ocho meses), golpea las teclas de manera aleatoria y así ambienta la trama macabra.
Los años en los que aquel flaco de rulos se trasladaba por Buenos Aires a bordo de camiones de basura y a veces paraba en la pensión de la calle Alsina con Luca Prodan dieron paso a un Fito que se había cortado el pelo, salía con Cecilia Roth y grababa temas sobre noches narcóticas en el “East Village”. Esta disyuntiva entre el viejo Fito y el de los noventa es uno de los debates más apasionantes de la música argentina: lo que se discute es cómo afecta a un artista el cambio del lugar de enunciación. A su vez, es de los más insoportables, en especial porque los haters no parecen conocer ni el diez por ciento de su obra o quieren cerrar la discusión con una supuesta frase de Pappo: "AC/DC es rock, y Fito no suena como AC/DC, por lo tanto no es rock". Una máxima ingeniosa pero no por eso menos falsa, ya que implicaría el desconocimiento de que el rock se caracteriza por ser una cultura además de un género. Por lo pronto, alguien debería llamar por teléfono a Bob Dylan y comunicarle que lamentablemente no es parte del rock porque no suena como AC/DC.
En el resto de América Latina estas discusiones no existen. Es usual, en los comentarios de Youtube, donde argentinos se trenzan en batallas verbales sobre la verdadera relevancia de Fito o sus opiniones políticas, que algún guatemalteco o colombiano, enojado, se pregunte en qué cabeza cabe poner en discusión su obra. En los últimos años, además, la discusión pareció saldarse a favor de Páez: desde el “Te quiero, Fito” de Santi Motorizado cuando tocaron a dúo “El tesoro” hasta la cita de “Brillante sobre el mic” en “Plegarias” de Nicki Nicole, es evidente que una serie de referentes de diversas estéticas, quizás antagónicas y ajenos a las internas históricas del rock argentino, han dado muestras de que el encono hacia Páez ya terminó.
En el contexto consagratorio de la gira por los 30 años de El amor después del amor, que incluirá dos Vélez, Páez publicó Infancia y juventud, la primera parte de su autobiografía.
Fuera de una leve atmósfera sombría, normal por la ausencia prematura de su madre, la de Fito es una infancia feliz: picados entre amigos, sábados de compras con su padre, Casa Tía, asaltos, técnicas de masturbación y el juego de la copa. Estas experiencias, que recorren los hitos costumbristas de la niñez argentina del siglo XX, conforman el sustento vital de la cercanía que Fito estableció con sus seguidores a través de las letras. Algo de vos llega hasta mí. A partir de mediados de los noventa, el periodo en el que “el tiempo” lo pone “en otro lado”, se hizo frecuente que se lo criticara por su tendencia autorreferencial. Sin embargo, lo primero que se oye cuando inaugura su carrera solista es un elocuente “Nací en el sesenta y tres”. Aunque muchas de sus canciones lo han hecho en modo asistemático, Infancia y juventud viene a informar todo lo que pasó antes.
Si en la obra de Fito se entremezclan una veta cosmopolita y otra asociada al infierno grande de los pueblos chicos, se podría decir que la primera viene de la melomanía de su padre y la segunda de las historias sobrenaturales, propias de la vida rural, contadas por sus tías. Se puede concebir a Infancia y juventud como la caja negra de Fito, el artefacto donde están comprimidos todos los vectores que atravesaran su existencia, y también como su tercera película: desde la reconstrucción milimétrica de su casa y su barrio, filmada con lente objetivista, hasta su iniciación sexual (circunstancia ambigua propia del cine italiano erótico de los 70 y que podría tener a Laura Antonelli en su reparto), la autobiografía es un libro con alma cinematográfica.
Se puede concebir a Infancia y juventud como la caja negra de Fito, el artefacto donde están comprimidos todos los vectores que atravesaran su existencia, y también como su tercera película.
Otros pequeños detalles que presagian su personalidad iconoclasta: en la escuela prefiere ser escolta a abanderado (una actitud similar a la que tomaría al ubicarse como continuador de la trilogía Nebbia/Spinetta/García) y, aunque por herencia debía ser de Newell’s, se hace de Rosario Central al simpatizar con la picardía de su hinchada. El mismo chico que escuchaba Getz/Gilberto con su papá, treinta años después graba Abre (1999) con Phil Ramone, su ingeniero de sonido. “Naides sabe en qué rincón se oculta el que es su enemigo”, el verso del Martín Fierro de José Hernández que decoraba la casa de familia en un recuadro, vuelve a su mente cuando sucede el crimen de sus abuelas. La de Fito es la historia de alguien que forja su destino a partir de su talento; aun así, en el relato se coquetea con la idea de que, tal vez, algunas cosas ya están escritas.
No es casualidad que el segmento de la infancia finalice justo cuando abandona el grupo de Juan Carlos Baglietto. El verdadero ingreso a Capital Federal, el fin de la inocencia, sucede con el llamado telefónico de Daniel Grinbank y la posibilidad de tocar con Charly García, quien le da la bienvenida al lado salvaje. El Indio Solari rectificó el aparente hermetismo de su poética al señalar que en un país en el cual le robaron las manos a Perón a nadie le deberían sorprender sus letras. La autobiografía de Páez por momentos funciona como el final de El gran pez, donde todas las supuestas ficciones del padre se dan cita en el funeral ante la mirada azorada del hijo escéptico. En una ráfaga de tres años colisionan el amor eterno por Fabiana Cantilo con los enamoramientos efímeros vividos intensamente, la carnicería épica de quitarse las muelas para gambetear el Servicio Militar Obligatorio con la cocaína y un decálogo sobre los diferentes tipos de dealers, la presencia celestial de Luis Alberto Spinetta con la androginia como parte de su figuración autoral. Mientras tanto, Fito era una máquina de añadir himnos al imaginario popular y comenzaba a traspasar los límites del país.
El crimen de Belia, Pepa y Fermina —abuela, tía abuela y una mujer embarazada que ayudaba a las ancianas con las tareas del hogar—, en noviembre de 1986, implica un corte narrativo, el famoso “Track track” que cierra Ciudad de pobres corazones (1987). La pesadilla femicida, que tiene elementos propios del cine de terror (uno de los asesinos merodeaba la ventana de la habitación de Fito desde su adolescencia), cambiaría para siempre su vida y, por consecuencia, la perspectiva sobre su obra: “¿dónde estabas cuando pasó lo que pasó?”.
La de Fito es la historia de alguien que forja su destino a partir de su talento; aun así, en el relato se coquetea con la idea de que, tal vez, algunas cosas ya están escritas.
Fito, entonces, se sumerge en el peligroso reviente porteño de fines de los ochenta (de leer a Bukowski a ser un personaje de sus novelas), aunque no deja de sorprender que en medio del caos y la depresión su creatividad no se haya detenido. La muerte de su padre, en 1985, y el desgaste de su relación con Cantilo, forman parte de este descenso a los infiernos que, como el estribillo de “Cadáver exquisito”, también indica que después de bajar, sólo queda subir. Infancia y juventud termina con Fito y Cecilia Roth en las Islas Fiyi: El amor después del amor se encaminaba a convertirse en el disco más vendido del rock argentino.
En Circo beat (1994) Fito regresó a Rosario, en Naturaleza sangre (2003) al rock and roll, en Rodolfo (2007) al piano, en El sacrificio (2013) a los tracks descartados de sus discos de los ochenta y los noventa, en Rock and roll revolution (2014) a Charly García, en Los años salvajes (2021) a su juventud. Una de las preguntas que suscita la autobiografía —y su producción discográfica— es cuántas veces se puede volver al origen para reconocerse a sí mismo. La obra de Fito es enfática en este sentido: todas las veces que haga falta.
Un músico no necesita tener éxito comercial para ser bueno (gran obviedad, excepto en esta época). Claro que una vez que lo obtiene parte del público lo transforma en algo complementario de su trabajo. Cuando esa repercusión no se da, se genera un vacío. Esto se profundizó en las nuevas generaciones, que se indignan o entristecen cuando los singles nuevos de sus artistas no alcanzan un buen número de reproducciones en Youtube o Spotify. Es gracioso pensar que el rock le reclamó a Fito lo contrario: parte de sus fans, tal vez los que se encandilaron con su etapa maldita de Ciudad de pobres corazones y Ey! (1988), se indignaron y entristecieron porque le iba bien. Más tarde, se puso de moda decir que tras El amor después del amor “Fito no hizo nada”. Sólo editó veinte discos de estudio. ¿Acaso deberían haber sido doscientos cincuenta? Esto sucede cuando la perspectiva del mercado coopta la subjetividad de los individuos: no pueden ver sino a través de su filtro. Que a Fito se le haya exigido como a ningún otro músico de su generación tal vez sea la contracara natural de su vigencia.
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En la actualidad, como casi siempre, Fito ejerce la contradicción (“pisciana”) como norte de su rumbo artístico: nadie podría determinar hacia dónde va. Entre el 2021 y el 2022 editó tres discos y el aniversario de El amor después del amor lo llevó a encarar una gira por distintos países, y a la regrabación de aquellos catorce temas, a la que definió como “vejación”. La cantidad de material nuevo podría ser vista como una forma de amortiguar una retrospectiva que lo ubicaría en un repliegue nostálgico ajeno a su idiosincrasia. El disco menos difundido de los tres, The Golden Light, el que muchos fans tal vez ni siquiera saben que existe, parece la banda de sonido de Infancia y juventud, de hecho algunas de sus letras, por ejemplo la de “Hogar”, se articulan como si prosa y canción se reflejaran entre sí.
Una de las preguntas que suscita la autobiografía —y su producción discográfica— es cuántas veces se puede volver al origen para reconocerse a sí mismo. La obra de Fito es enfática en este sentido: todas las veces que haga falta.
Infinidad de veces se han hecho distinciones entre Charly García y Carlitos, Sandro y Roberto Sánchez, Bob Dylan y Robert Zimmermann, Atahualpa Yupanqui y Héctor Roberto Chavero. Es la hipótesis del individuo común y corriente (Bruno Díaz) que cada tanto muta en superhéroe (Batman). Puede que la mejor manera de aproximarse a Fito Páez sea asimilarlo como un personaje creado por Rodolfo: desde ese punto de vista se lo puede ver llegar de Rosario mascando mentho-lyptus, oírlo ofrecer su corazón, maldecir el crimen que parte su vida al medio, seguirlo mientras se las arregla para sobrevivir en la mala, disfrutar de su popularidad noventosa, cansarse y dejar de escucharlo, volver, asistir a su canonización como clásico latinoamericano hasta, por último, reconocer a través de esa tautología a la que pocos se merecen llegar que, simplemente, no hay con qué darle: “Fito es Fito”.