Ahora que ha pasado la resaca del dieciocho es necesario situar y reivindicar a la música chilena originaria. La cueca padeció el destierro más cruel durante los largos años de dictadura. No solo se la proscribió de la vida cultural (como tantas otras manifestaciones artísticas durante ese período infame); se la reemplazó por un sucedáneo estilísticamente pobre, desprovisto de la esencia que tiene la cueca verdadera, la que han llamado brava, o urbana, o chora. Yo la llamo simplemente cueca, como una manera de reivindicar su supremacía, su autenticidad, su condición de arte fundacional y propio chileno.
Es necesario precisar, antes, a qué me refiero con el destierro de la cueca. Por supuesto, hablo del arduo trabajo realizado por la dictadura para construir un relato popular funcional a sus intereses. Ante todo, la dictadura tenía por objetivo desvincular las expresiones culturales de lo que se hacía durante la Unidad Popular, e incluso de las formas de arte previas. El objetivo era que la cultura también sustentara la idea de un nuevo país, o una nueva imagen-país. La cueca, entonces, se convirtió en estandarte cultural de la patria bajo Pinochet. Una cueca limpia, orgullosa de la imagen proyectada. En el relato de aquel baile nacional, se advierte el campo como espacio nacional y fundacional del ser chileno. Ese campo es ordenado y alegre, uno donde el inquilino realiza su trabajo sin reclamar, agradecido del patrón por la generosa oportunidad que le brinda. En esta cueca oficial, el huaso hace las veces de macho coqueto, siempre tincudo con la china. No hay borrachera ni desenfreno. Cuando toma, es con mesura y, si se le llega a pasar la mano, se pone chispeante, alegre, como un bufón para divertimento de la señora y del patrón.
Existieron otras variantes del relato, u otros relatos sobre la chilenidad bajo la mirada pinochetista. Menciono solo una, ejemplar para comprender, más menos, qué era lo que se deseaba de los ciudadanos virtuosos y patriotas.
Así, la cueca de salón (el mote con el cual identificamos a la cueca pinochetista) tenía que bailarse en cuanta actividad oficial se realizara durante el mes de la patria. Previo al 18, veíamos en oficinas y por la televisión los pie de cueca con huasos trajeados de impecable negro, espuelas, faja tricolor y sombrero de ala ancha. Todo de una brillante oscuridad. La china, por su parte, con trenzas y vestido floreado, maquillada con cierta timidez —no vaya a ser que se piense que quiere provocar—, calcetines blancos y zapatos negros de charol, diáfanos, como suponemos que es su condición de mujer pura.
Este baile, ausente de cualquier signo de pulsión erótica o desenfreno, fue el que aprendimos a despreciar en el colegio. Apenas comenzaba el almibarado sonido del arpa, una creciente angustia nos embargaba. Era la vergüenza de tener que salir a bailar esa música sosa, aburrida, ridícula. La mayoría vestíamos como improvisados peones, con chupallas de cartón y jeans; a modo de faja, larga bufanda anudada a la cintura. Otros, los menos, disponían de pequeños trajes de huaso elegante, espuelas incluidas.
Otro pecado del baile oficial de Pinochet: la cueca en la prisión de septiembre. Se nos obligó, y luego acostumbró, a oírla solo durante el mes patrio, casi siempre los días que durara la celebración del dieciocho. A veces un único fin de semana; cuando había más fortuna, un par de días feriados, al calor de generosas parrillas atiborradas de productos cárnicos. A todo volumen, alternando con las cumbias de rigor, empezaba en los parlantes (distorsionados por la baja calidad de conos y manufactura) la introducción del arpa —otra vez—, las voces falseadas de huasos y chinas y viejas campechanas, los gritos que azuzaban a salir a zapatear. Era una impostura, no un gusto adquirido. Un fingimiento de un mes. Un disfraz, no un verdadero sentir, no una forma musical incorporada al cotidiano. La cueca era un asunto folclórico, propiedad de Fiestas Patrias, saqueada de toda su complejidad y contundencia, transformada en una cáscara para evasión del nuevo chileno de la década del ochenta.
En esta cueca oficial, el huaso hace las veces de macho coqueto, siempre tincudo con la china. No hay borrachera ni desenfreno. Cuando toma, es con mesura y, si se le llega a pasar la mano, se pone chispeante, alegre, como un bufón para divertimento de la señora y del patrón.
Por fortuna, el exilio de la cueca urbana llegó a su fin. El regreso de los proscritos, de los censurados, de los desterrados, es un movimiento arquetípico en las formas narrativas que nos constituyen. Como Ulises, la cueca chilena volvió. Continuaríamos padeciendo, eso sí, los estragos de la cueca pinochetista. Durante años seguiríamos bajo el tóxico sonido de la guitarra —afinadita, dulce, armónica— de los Quincheros y la sempiterna arpa, que yo relaciono indefectiblemente con esa música.
Como con toda forma de arte censurada, el de la cueca urbana fue un retorno lento, accidentado, aunque podemos identificar un momento concreto. Se trata del MTV Unplugged, de Los Tres, cuando los músicos del Biobío interpretaron dos cuecas, de autoría de Roberto Parra (a quien originalmente iban a llevar a tocar a Miami, plan truncado por la muerte del músico). Más adelante propondremos algunos textos fundacionales de la cueca verdadera, pero ahora nos detendremos en el fenómeno que permitió a los chilenos volver a disfrutar sin culpa de la música genuinamente chilena. Habrán quienes digan que, al margen de la oficialidad, la cueca brava continuó sonando y haciéndose, perpetuando su llama en la oscuridad, escondida del oficialismo militar. Claro que sí. El mismo Roberto Parra, Margot Loyola, la eterna música de Nano Núñez y de Los Chileneros; sin duda siguieron sonando firme y salvaguardando la valía de la cueca. Pero es imposible que ese regreso hubiera sido tal, con la fuerza y la popularidad que lo hizo, sin la participación de Los Tres. Como en tantos otros rescates musicales, la particular visión y la erudita melomanía de Álvaro Henríquez fueron cruciales para que Los Tres apostaran su capital artístico en el primer MTV Unplugged realizado por una banda chilena. Pudiendo haber sostenido ese concierto solo con canciones propias —asegurando éxito y calidad a partes iguales—, decidieron arriesgarse e incluir dos cuecas y un foxtrot. Algunos meses más tarde, la banda organizaría su primera fonda (La Yein Fonda), realizada en una carpa en plena Plaza Ñuñoa. Yo asistí a uno de los shows y vi cómo se repletó la pista de baile a la hora de las cuecas, los participantes enarbolando cualquier cosa para utilizar como pañuelo. No había vuelta atrás. Nadie pifiaba la aparición de los acordes cuequeros, nadie se iba a sentar, al contrario. Sin necesidad de disfraz, entonados a punta de fanshop, intuyendo la forma del baile, los asistentes se lanzaron al disfrute de la música que les había sido negada y falseada por tantas décadas.
Casi treinta años más tarde, el circuito de la cueca urbana goza de una salud plena, rebosante y en alza. Abundan diversos grupos, aparecen discos (editados muchos bellamente en CD y vinilo), y esos mismos músicos elaboran sus propuestas yendo a las fuentes, rescatando no solo el sentido profundo de las líricas de la cueca, también son leales a la sonoridad, a la métrica sagrada de esta música (los 6/8), aunque han sabido dotarla de otras influencias. Si bien la cueca de salón tipo ballet folclórico convive con la cueca brava, es esta última la que se toca, escucha y baila todo el año, la música nacional que convoca a hombres y mujeres de todas las edades, a los jóvenes a descubrirla y apasionarse por ella, la que se disfruta en tocatas y fiestas nocturnas. Aunque Los Tres (y Henríquez en su disco solista y con Petinellis) compusieron sus propias cuecas, algunas magníficas y con elementos modernos, hay muchísimas bandas que ya han editado varios discos, y que tocan semana a semana. Pienso en los primeros que se me vienen a la cabeza: Los del Mapocho; Las Niñas; Los Benjamines; Torito Alfaro y su lote; Los Republicanos de la cueca (que no exista confusión posible con los seguidores de Kast, por favor); Las Peñascazo, sin mencionar el rescate de viejos músicos cuequeros, esos que persistieron con la cueca de los bajos fondos durante la maldición de la dictadura.
Otro tema de alta complejidad, con respecto a la cueca, es su origen. Es sabida la hipótesis elaborada por Benjamín Vicuña Mackenna sobre la génesis de esta música, que él ubica en el Perú, de manos de descendientes de afroamericanos. Antonio Acevedo Hernández pone en juicio el hallazgo mencionado antes, y Fernando González Marabolí sitúa su nacimiento en Valparaíso, asegurando que nuestra cueca desciende de la música arábigo-andaluza única y exclusivamente. Me inclino por esta última idea. Para darle enjundia a la discusión, sugiero ir a algunos libros valiosos: La cueca. Orígenes, historia y antología, de Antonio Acevedo Hernández, reeditado hace algunos años por Ediciones Tácitas; Chilena o cueca tradicional, de Samuel Claro Valdés, Carmen Peña y María Isabel Quevedo, profundísimo estudio que lleva hacia el mundo académico las investigaciones y enseñanzas de Fernando González Marabolí, erudito popular, investigador de la cueca, matarife, boxeador y, por supuesto, cuequero. Y uno de mis textos favoritos del tema, Por la güeya del Matadero. Memorias de la cueca centrina, de Araucaria Rojas, Karen Donoso y Luis Castro, con música de Los Chinganeros, donde se analiza no solo la producción que surgió desde el barrio Franklin y el Matadero mismo, sino también aborda las formas de vida y sociabilidad que se dieron en este lugar.
Sin necesidad de disfraz, entonados a punta de fanshop, intuyendo la forma del baile, los asistentes se lanzaron al disfrute de la música que les había sido negada y falseada por tantas décadas.
En su teoría sobre el origen de la cueca, González Marabolí le asigna una dimensión esotérica a esta forma musical. Su armonía, el tono de voz con el que los cantantes la interpretan, el pulso y la métrica, el contenido de sus textos, todo en la cueca abre un invisible puente que conecta a músicos y bailarines con los elementos constitutivos de la naturaleza. La cueca es una fuerza suprema que bebe de lo popular, se sirve de la música de obreros y matarifes para el trance que suspende el plano de la realidad cruda y hostil. Entra el ser humano en sintonía con aquello invisible, con lo que nos constituye, con lo que no es palpable y flota en una dimensión extrasensorial. Pienso, para graficar esta reflexión, en un verso de Pablo de Rokha, parte del poema Epopeya de las comidas y bebidas de Chile:
arde el ponche y estalla la cueca
zapateando los entorchados, entre cielo y mundo,
el varón dibuja la escritura de la varonía fundamental de los rotos chilenos,
y la mujer fija la huida de la coquetería en los zapatos
“Entre cielo y mundo” escribe de Rokha, expresando con esa imagen el poderío que alcanza y abarca la cueca en su ejecución. Pienso, más allá de todo esto, que el gran triunfo de nuestra música nacional —mas no nacionalista— es que hoy la escuchamos junto a nuestras bandas de rock y pop favoritas. Ha dejado de ser prisionera del patriotismo pinochetista, y ha podido volver a la cotidianeidad de los chilenos; es decir, al lugar que siempre le ha pertenecido.