Fotos: Ibar Silva | Migrar Photo
Esta crónica fue publicada el 5 de mayo de 2023.
–Nadie puede negarme el derecho de llegar a mi casa.
Juan Carlos lleva días en la frontera de Chile con Perú junto a su pareja y a sus hijos de siete y nueve años. Llegó a Santiago en 2020, poco antes de la pandemia, con la esperanza de encontrar un trabajo y tener una vida estable. No fue posible. La crisis provocada por el Covid-19, la inflación y el endurecimiento de las leyes migratorias le impidieron dar con un empleo formal. La única solución: volver.
–Créeme que por mí no estaría aquí. Pero merezco la oportunidad de llegar a mi destino, a mi país.
Cuando salió de Maracaibo con su familia, sin papeles, por la tardanza burocrática del régimen venezolano, Juan Carlos ya había atravesado el desierto, esa alfombra de arena seca modelada por los vientos. Entraron a Chile por Colchane -donde pasan a diario unos 350 migrantes- y se enfrentaron a las condiciones extremas del altiplano, a 3.600 metros de altura.
Tres años y varias historias después, ahora están varados en la Línea de la Concordia, en el Atacama, junto a más de 200 personas que también, por situaciones similares, buscan cruzar todo el mapa peruano para regresar a Venezuela, Colombia o Haití o seguir rumbo a Estados Unidos.
Hay enojo, hay pena, hay rabia. Se vio el fin de semana, cuando un grupo de migrantes se enfrentó con comerciantes peruanos que intentaban cruzar a Chile y fue reprimido por la policía de la frontera.
–Creo que esos hechos se produjeron por la desesperación de los extranjeros… Muchos días en el desierto –comenta César, un periodista peruano que cubre las noticias de la zona.
El Atacama es uno de los desiertos más secos del planeta. Mientras sus días son extremadamente calurosos, sus noches son de un frío intenso. Para protegerse, los migrantes han armado chozas con frazadas y colchas. No es suficiente.
Duermen a la intemperie.
Sus camas son sus maletas.
No hay servicios sanitarios.
Casi no hay agua ni comida.
–Están en situación de ausencia máxima de cuidado –resume Macarena Rodríguez, presidenta del directorio del Servicio Jesuita a Migrantes.
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En el desierto, los migrantes indocumentados se reúnen según su nacionalidad. Los haitianos con los haitianos; los venezolanos con los venezolanos; los colombianos con los colombianos. Casi como si no estuvieran en la frontera de Chile con Perú y sí en el país de cada uno. ¿Qué significa esto? ¿Somos de donde nacemos, de donde aprendimos a caminar, de donde pasamos más tiempo, de donde morimos? ¿El suelo es un pedazo de tierra cualquiera y en realidad nada de eso importa?
–Antes creía que había categorías de migrantes. Antes era así, ¿cierto? Cuando llegué a Chile no me miraban mal por ser colombiana porque soy blanca, pero si fuera negra ya era otra cosa. Ahora da lo mismo cómo somos o de dónde venimos. En Chile nos tratan como extranjeros, y ser extranjero es malo y punto –dice Andrea, de Cali.
Las encuestas de percepción ciudadana muestran que en Chile la migración “ilegal” -como dicen esos estudios- es vista como uno de los tres principales problemas sociopolíticos del país, junto con la inseguridad. Según la última edición de Pulso Ciudadano (Activa), los chilenos creen que la delincuencia aumenta por la migración irregular (66%) seguida del incremento del narcotráfico (48%). Esto, pese a que todos los estudios muestran que el involucramiento de migrantes con delitos es proporcionalmente inferior que el de los chilenos.
Chile sigue de revuelta. Y lleno de tensiones. Así como el estallido del 18 O fue un grito de rechazo contra las consecuencias del neoliberalismo, el devenir de la contingencia -el cansancio social, el desencanto político, la incidencia de las nuevas derechas- reencarna la ideología xenófoba. El poder mediático no ha colaborado en ese proceso; las organizaciones de derechos humanos insisten: es urgente construir narrativas comunicacionales éticas, que no sean cómplices de procesos criminalizantes.
Lo más complejo, destaca Nancy Arellano de la ONG peruana Veneactiva, es que son las mismas medidas de securitización tomadas por los países las que exponen a miles de migrantes a usar rutas de tráfico y trata y pasos no autorizados. “Quedan entregados a las mafias del crimen de traficantes y tratantes, ligados al negocio del narcotráfico y la explotación sexual y laboral.”
El efecto bola de nieve ha politizado y securitizado aún más una crisis que es, ante todo, humanitaria. Y de la que son responsables, también, los países emisores de migrantes.
En el caso de los venezolanos, más de siete millones de personas han dejado su tierra por la difícil situación sociopolítica de su país. “Esto se ha traducido en dificultades para acceder a empleos o satisfacer necesidades básicas”, detalla Víctor Flores, coordinador de gestión territorial de OIM Chile.
“Venezuela está incumpliendo el acceso al derecho básico de la identidad de sus ciudadanos”, agrega Arellano. El Estado venezolano no ha respetado, al poner barreras económicas y burocráticas a la obtención de documentos que son clave para poder iniciar una regularización migratoria en distintos países: demoras excesivas de emisión de pasaportes, costos que superan los 300 dólares y la imposibilidad de obtención de una cédula de identidad en el extranjero.
En 2023, Chile asumió la presidencia pro tempore del Proceso de Quito. Al dar a conocer su agenda de trabajo para la IX Ronda (2022-2023), prometió:
El objetivo es robustecer el Proceso de Quito como un espacio técnico de coordinación para la elaboración de respuestas ante las crisis humanitarias y migratorias en la región (...) con a) desarrollo sostenible de las comunidades locales e inserción socioeconómica; b) regularidad migratoria y regímenes de permanencia y residencia; c) enfoque de protección y acceso a derechos; d) cooperación internacional y regional para el sistema de Proceso de Quito y sus países miembros.
Si esto se cumpliera, dicen distintas organizaciones migrantes, se evitarían imágenes como las vistas en la frontera de Chile-Perú en los últimos días.
Distintos instrumentos internacionales como la Convención de Viena -respaldada en el Sistema Interamericano y en las leyes y normas nacionales de los Estados- sostienen que el deber de protección consular que tienen los Estados para sus nacionales debe estar salvaguardado.
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—Voy a cruzar las fronteras que sean necesarias-, le dice la vendedora de un puesto de calcetines de la Plaza de Armas de Santiago a su acompañante. Es martes al mediodía. Escuchan la radio: llegan las últimas noticias provenientes de la Línea de la Concordia, a 1.700 kilómetros al norte de la capital.
Son las mismas noticias que recogieron de manera acotada la muerte de Nehomar José Tránsito Briceño, 37 años y de origen venezonalo, quien fue abatido por Carabineros a finales de abril en la ciudad de La Serena. El reporte oficial señala que el hombre intentó atropellar con su motocicleta a personal que realizaba control preventivo de identidad en la Av. del Mar. Nehomar había llegado a Chile por un paso clandestino.
Hasta ahí la información dura. ¿Qué sucede si ampliamos el contexto?
A principios del mismo mes fue aprobada por el Congreso y promulgada por el Presidente Boric la llamada Ley Naim-Retamal, cuestionada por los organismos de derechos humanos nacionales e internacionales. Sindican a la “legítima defensa privilegiada” como un elemento que establece desigualdad ante la ley. En este contexto, el relato anti inmigrantes profundizó su vehemencia, azuzado por el asesinato de efectivos policiales con participación de extranjeros y por un discurso enfocado en sacar réditos políticos de cara a las elecciones del Consejo Constitucional de este domingo 7 de mayo. A la sanción de la Ley Naim-Retamal se le suma la llamada “Doctrina Valencia”, que hace referencia a la instrucción emitida por el fiscal nacional Ángel Valencia para que los persecutores soliciten la prisión preventiva de todo extranjero que sea detenido y no cuente con identidad comprobada.
Es decir: Juan Carlos, el venezolano de Maracaibo que emigró con su mujer y sus dos hijos pequeños, puede ser detenido en un control preventivo de Carabineros, ser detenido y, eventualmente, expulsado. Infundir miedo es una antigua fórmula para generar conflictos y puntos de quiebre.
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La criminalización de la inmigración sigue siendo una carta de oro a ser jugada por la ultraderecha. Su campaña de cara a las elecciones del Consejo Constitucional dan clara cuenta de aquello. “Vamos a recuperar Chile”, invitan algunos candidatos, mientras otros llaman a “expulsar del país a toda organización que promueva el conflicto entre chilenos”.
“Lo preocupante, es que estos discursos impactan muy fuerte en la opinión pública, que además está poco informada” señala Adriana Palomero, directora ejecutiva del Centro de Estudios Migratorios de la Universidad de Santiago de Chile.
La batalla discursiva centrada en la migración es un tema también en Europa y Estados Unidos. Ese discurso que antes estaba acotado a los sectores conservadores -retoma Palomero-, ha ido permeando en espacios más progresistas. Y el peligro latente de esos discursos anti inmigración es que rápidamente pueden pasar a ser discursos de odio, xenofóbicos y discriminatorios.
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La xenofobia y el racismo comenzaron a empujar a muchas y muchos a intentar buscar en otras latitudes ese mejor futuro que creyeron encontrarían en Chile. Hace ya un tiempo que la tasa de ingreso/egreso de personas migrantes se ha revertido, especialmente en el caso de aquellas originarias de Haití. Dentro de las miles de personas que se comenzaron a agolpar en la frontera entre Guatemala y México hace unos dos años, no era difícil encontrar grupos familiares que llegaron hasta ahí luego de semanas de caminata desde Chile.
Para la académica Adriana Palomera, lo que se ha dado en la frontera con Perú es una suerte de “tormenta perfecta”, producto del concurso de varios factores, donde una muestra de la profundidad de la crisis humanitaria que se vive es que la migración se hace en grupos familiares. Ya no es el hombre típico, de hace 30 años, cuando el grueso de los migrantes compartía al menos dos características: se trataba de jóvenes que viajaban solos. Hoy migran, incluso, mujeres embarazadas y familias enteras, lo que vuelve más complejo el proceso actual
Por eso la Ley de Migración vigente, en apariencia más inclusiva e integradora, no alcanza. Entró en vigencia en un momento de gran flujo migratorio, posterior al cierre de fronteras producto de la pandemia.
La institucionalidad responde con medidas represivas que dejan de lado la prevención. El punitivismo se retroalimenta de los relatos de los medios de comunicación masivos.
Y toda esta mezcla provoca, entre otras cuestiones, que la mencionada ley, que data de 2021, ya quiera ser modificada para revertir la medida que despenalizó la migración y que terminó con el delito de ingresar por paso no habilitado.
Las ciencias sociales, las ONGs, incluso desde los corredores migratorios se propone, por ejemplo, empadronar a las personas migrantes. A las voces que confunden medidas de este tipo con una supuesta regularización, la respuesta es que la posibilidad de información mucho más sensible y específica que implicaría un empadronamiento a gran escala, permitiría desarrollar medidas más efectivas.
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Esta nueva migración, además, ya no es fronteriza en lo medular. Así como requiere decisión a nivel bilateral, también se requiere de un concurso de países en el ámbito latinoamericano: “Las limitaciones crecientes para la migración centroamericana hacia Norteamérica, pueden comenzar a modificar el comportamiento de aquellos flujos migratorios hacia el sur”, explica Adriana Palomera.
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La situación de las más de 300 personas migrantes que se encuentran en la frontera norte del país, intentando abandonar Chile, presenta la necesidad de priorizar entre lo urgente y lo importante.
La urgencia de resolver una situación en la que se juegan la vida cientos de personas muestra que una solución estructural -que permita tener las herramientas y mecanismos para una migración ordenada o con mayores certezas y resguardos-, si bien importante, pareciera estar lejos de suceder.
En lo inmediato la solución que parece bastante evidente es la posibilidad de establecer un camino de regreso, un paso que les permita transitar de manera segura.
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El Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular, adoptado en el año 2018, reafirma el compromiso de los estados de respetar, proteger y hacer realidad todos los derechos humanos de todas las personas migrantes, según dice su presentación.
Si bien no establece obligaciones para los Estados, llama a la corresponsabilidad. Se trata de enfrentar la migración con propuestas que involucren a todos los países, cuestión que requiere de una acción coordinada. Pero Chile todavía no es signatario.
“Cuando tú no le permites a esas personas que ingresaron regularizarse, no importa lo que hagan, no importa que puedan conseguir un contrato de trabajo. El que ingresó por paso no habilitado hoy día en este país no tiene ninguna posibilidad de regularizarse”, apunta Macarena Rodríguez. Entre otras consecuencias, significa que esos grupos familiares están condenados a la exclusión.
En el enrarecido aire político, social y económico de principios de este mayo, las trayectorias migrantes poco importan. Mientras tanto, en el desierto, familias enteras avanzan paso a paso, a pesar de todo, sin documentos, sin fronteras, con utopías, con el horizonte de una vida menos peor.