La muerte de un hombre que acumuló su fortuna en tiempos oscuros, que la disfrutó sin ningún pudor y fallece en su propio helicóptero —una posesión que pocos, y no solo en Chile, sino en el mundo, se pueden permitir— no puede equipararse a la de los cientos de fallecidos en los últimos días a causa del fuego. Tampoco lo pretendo Hay un algo, sin embargo, en esa “fragilidad de los asuntos humanos” —para decirlo con Hannah Arendt— un algo que nos es común a todas y todos los que estamos en un mundo que no pertenece a nadie en particular pero que compartimos todos y todas.
Esta precariedad, esa inseguridad que es parte de nuestra vida, se nos muestra de forma más impactante cuando el destino elige a una persona como el expresidente y empresario Sebastián Piñera, cuya imagen pública era, para muchos, la de un hombre emprendedor, hecho a sí mismo, poderoso y capaz de alcanzar sus objetivos. Así, más o menos, me lo describió en el 2017 un taxista en Santiago, mientras me explicaba las razones por las que iba a votar por él. Todas ellas se resumían en que lo consideraba un ejemplo a seguir. Como si el voto a favor pudiera elevar al votante a esa misma condición de poderío económico y social. De nada importaron mis objeciones. Tuve que reconocer que esa “receta de vida fácil”, esa “filosofía banal”, esa “buena onda”, el “discurso Disneyworld” piñeriano (todas son definiciones de Pedro Lemebel), parecían haber calado en la gente de a pie y no solo en los “arribistas”. Ese taxista, lejos de ver la diferencia de sus circunstancias, la desigualdad brutal que tanto marca los territorios humanos en Chile, admiraba el sueño que, al parecer, representaba Piñera. Un sueño en el que yo, extranjera en la sociedad chilena y ajena a los valores conservadores, no veía ni compartía.
Al enterarme de la muerte de Sebastián Piñera y ver en los medios la reacción de duelo espontáneo en muchos ciudadanos y ciudadanas, recordé a ese taxista y comprobé, una vez más, que hay un modo de ser “patrón” en Chile que es muy querido. Es esa imagen “paternal” y de “cuidador” que todo lo arregla y al que se puede acudir siempre la cultivó Piñera, no cabe duda. Imagen que unida a esa actitud empresarial de que todo se puede conseguir si se gestiona bien, le proporcionó no pocas simpatías en Chile e incluso en el exterior. Su muerte, pilotando su propio helicóptero, va a contribuir probablemente a afianzar aún más la del hombre audaz y resuelto, tanto en la vida privada como en la profesional. Al menos durante un tiempo prevalecerán sus luces, mientras las sombras se quedan en el fondo del lago Ranco.
Esta precariedad, esa inseguridad que es parte de nuestra vida, se nos muestra de forma más impactante cuando el destino elige a una persona como el expresidente y empresario Sebastián Piñera, cuya imagen pública era, para muchos, la de un hombre emprendedor, hecho a sí mismo, poderoso y capaz de alcanzar sus objetivos.
En su libro La condición humana, Hanna Arendt, señala que es la muerte la que, poniendo fin a nuestra existencia, hace salir a la luz la esencia de lo que es y ha sido el personaje que abandona el mundo. Su verdadera identidad comienza pues tras el deceso y es a través de la historia (o historias, tal vez) que se narra (n) una y otra vez que va tomando forma. Así pues, no sabremos quien era Sebastián Piñera hasta que las narraciones de su vida, de su historia se ajusten y se equilibren. De modo que el recuento de sus aciertos, así como el de sus errores tardarán un tiempo (y narraciones varias) hasta llegar a un balance. Ni un heroico “San Sebastián”, ni el villano Sebastián nos darán pues la justa medida. Y por estas “cuentas” —¿o debería escribir “cuentos”?— vamos a pasar todas y todos cuando desaparezcamos de este mundo.
En el caso de Sebastián Piñera no podemos olvidar su condición pública lo que implica una narrativa escrita con la H mayúscula de Historia. Esa que suele atribuírsele más a los hombres, desde luego. Como funcionario público que llegó, además, a presidir la República de Chile durante ocho años, su muerte merece pues una consideración y tratamiento extraordinarios. También lo serán los ajustes y descripciones de sus hechos. Tiempo habrá para hacerlo, pero no es hoy. Ahora solo hay un momento detenido en lo que la actual ministra del interior, Carolina Tohá, calificó como “conmoción por esta tragedia”. Ahora toca despedir con honores a quien representó a los chilenos durante años. Y, para que no se me entienda mal, los honores son para los chilenos y no para él. Creo que, en este punto, el gobierno de Boric ha demostrado saber dónde está su sitio y el de la misma República.
Es, sin duda, un guiño irónico del destino —ese que a veces sentimos que mueve y tensa los hilos a su antojo— que sean precisamente aquellos jóvenes estudiantes que con su revuelta del 2011 pusieron en jaque a Piñera en su primer periodo presidencial, los que en este momento organizan su funeral de Estado. Los mismos que entienden que algunos asuntos de la polis merecen un tratamiento que va más allá de la dialéctica del amigo/enemigo. De esto se trata en democracia: de respetar que en su día una mayoría de un pueblo decidió elegir a esa persona como su presidente. Por eso los honores son para todas y todos, porque honrando a quien en su día fue elegido para representarla, se está dignificando a la democracia misma. Y en eso, Chile y su gobierno actual están dando un ejemplo de reconocimiento institucional y ciudadano a esa misma democracia y a quien hoy sufre por quien la encarnó.