Publicado el 23 de enero de 2015
Foto: Sebastián Tapia Brandes
Me gustaba la cara que ponían los alumnos cuando leían por primera vez a Pedro Lemebel. Cuando lo escuchaban, en realidad, porque yo llevaba sus perlas, sus cicatrices y sus locos afanes, y de repente me lanzaba a leerlos en voz alta. Hablaba por su diferencia, por la diferencia de Pedro, por la diferencia de estos colegiales que llegaban a los talleres gratuitos de Balmaceda 1215 buscando un lugar donde afilar sus plumas prematuras. Era todavía el siglo veinte y Lemebel movía montañas con una fe propia: con el puro tesón del que defiende lo que es. Me acuerdo de la cara de estos colegiales cuando escuchaban que ser pobre y maricón era peor, que había que ser ácido para soportarlo, darle rodeos a los machitos de la esquina. Luego se largaban a escribir, los colegiales, y les brotaban unos textos atrevidos, llenos de rabia y de vida. Me gustaba también la cara que ponían otros alumnos de un taller más bien pituco, en el barrio alto. Pero esas caras me gustaban por otras razones. Ellos se ruborizaban con el beso de Lemebel a Joan Manuel Serrat, esa “sed carmesí de una boca chupona”. O con la imagen de Cecilia Bolocco “acaramelada posando con Augusto”. Y se movían muy incómodos en sus asientos con el relato de las veladas literarias en la casa de Mariana Callejas, “una inocente casita de doble filo donde literatura y tortura se coagularon en la misma gota de tinta y yodo, en una amarga memoria festiva que asfixiaba las vocales del dolor”. Me gustaba ver esas caras contrariadas y ver que luego apuntaban, como que no quiere la cosa, los datos de este escritor tan sedicioso, tan lengua suelta que terminaba hechizándolos. Recuerdo la mujer que un día llegó a clases con un libro forrado en un papel con florcitas. Le pregunté qué estaba leyendo, qué había bajo esa envoltura. Eran las crónicas de sidario de Lemebel, que la mujer no se atrevía a llevar a cuero pelado en la cartera. En realidad, me lo confesó después, era para que su marido no la pillara leyendo a este escritor marica. Porque la palabra de Pedro Lemebel era una herramienta subversiva. Es posible leer sus libros, pienso hoy, como el retrato fragmentado de un país lleno de grietas. Lemebel sacaba su voz gay aleonada para dibujar los contornos de un Chile homofóbico, clasista, segregado. Y alumbraba esas orillas que conocía en cuero y carne muy propios. “Ojo de loca no se equivoca”: así firmaba la columna dominical que mantuvo por años en el diario La Nación. Y nos prestaba esos ojos de loca para que nosotros, sus lectores dispersos, pudiéramos mirar lo que las luces y los brillos de un país enceguecido se empeñaban en ocultar. A través de sus crónicas urbanas, Lemebel no sólo borraba las esquemáticas fronteras entre los géneros, sino que revitalizaba la literatura local y daba sentido ciudadano a las palabras que nos propinaba en la cara. Que no le dieran el Premio Nacional es una más de las injusticias de este Chile enfermo de consensos y medidas de lo posible.