La reciente Cuenta Pública realizada por el presidente Gabriel Boric, nos recuerda que pocos hitos anuales reúnen tan claramente las características de una obligación, un rito y una performance tanto como este. La rendición de cuentas que, año a año, hace el Presidente de la República ante el Congreso Pleno, está en el núcleo de todo Estado de Derecho, su separación de poderes y la vigilancia y deberes recíprocos que existen entre ellos. Es, junto al Censo, uno de los pocos ritos republicanos nacidos en el siglo XIX, uno que aún hoy, prueba que el Presidente no es un pequeño rey (¡aunque cuántos han querido serlo!) sino un servidor público que debe dar cuenta de su labor ante la nación entera. Como acto público, además, siempre ha tenido algo performance y espectáculo, lo que solo se ha intensificado cada vez que sus audiencias se expanden: en 1924 primero, cuando empezó a ser transmitida por la radio, luego en 1962 al empezar a difundirse por televisión y, ya en el siglo XXI, cuando la Cuenta Pública se convirtió en otro producto más de nuestro consumo digital.
A diferencia de otros discursos presidenciales, las Cuentas Públicas siguen además un ritmo preciso y que ningún gobierno puede ignorar. En un país como Chile, donde el período presidencial dura cuatro años, cada cuenta pública tiene parte de su campo de juego delimitado de antemano. La primera se desarrolla siempre a pocos meses de asumir y es, por lo tanto, una instancia de promesas y buenas intenciones, donde hay poco que mostrar por la sencilla razón de que poco se ha hecho. La última, en tanto, ocurre siempre a pocos meses de las próximas elecciones presidenciales, con la ciudadanía más preocupada por quién será el próximo ocupante de La Moneda y cuando no hay tiempo ya de hacer mucho más que intentar instalar una mirada retrospectiva benevolente y que resguarde el propio “legado”. Las otras dos cuentas públicas son historias distintas, porque en ellas el mandatario tiene mayor margen para decidir cómo jugar sus cartas, si apelar a los logros o a las promesas, si enfatizar la autocrítica o los desafíos pendientes; en resumen, si poner el foco en el realismo político propio de la obligación o en la declaración de principios soñadora y esperanzadora que suele albergar la performance.
¿Qué opción tomó este sábado 1 de junio el presidente Gabriel Boric? Y más importante, ¿qué nos dice ella del momento que atraviesa su gobierno, de sus apuestas para lo que resta de su período y del legado que dejará una vez que abandone La Moneda? Su tercera cuenta pública se extendió por dos horas y cuarenta y cinco minutos y se cargó claramente hacia la seguridad y el desarrollo económico. Durante ella, el presidente no solo intentó destacar los logros de su segundo año de mandato, sino que anunció sesenta y un medidas en distintos ámbitos. Varias de estas habrían dado por sí solas de qué hablar durante semanas, como la ley que institucionalizará el Sistema Nacional de Apoyos y Cuidados, la creación de la Comisión de Verdad, Justicia y Reparación para Víctimas del SENAME, el respaldo de Chile a la demanda de Sudáfrica contra Israel en la Corte Internacional de Justicia o el intento de que nuestro país sea sede de los Juegos Olímpicos de 2036. Pero de nada de esto se ha hablado mucho en estos días ni probablemente se hablará, porque dos anuncios se llevaron toda la atención: las promesas de presentar un proyecto de ley de aborto legal y de dar urgencia al proyecto de ley sobre eutanasia que está hoy en el Congreso. Numerosas columnas entregarán, durante estos días, razones de por qué se debe avanzar o no en estos temas. Por mi parte, solo diré al respecto que los últimos procesos constituyentes evidenciaron que el aborto y la eutanasia siguen provocando profundas divisiones en el país y que, por lo mismo, no debiese haber mejor lugar que el Congreso para que una sociedad democrática como la que queremos ser aborde estos temas. Más que en el contenido de estos anuncios, mi interés aquí radica en la decisión de realizarlos durante la Cuenta Pública y cómo esta refleja, de manera muy clara, la encrucijada que el gobierno enfrenta hoy.
Gabriel Boric y los suyos llegaron a La Moneda con un gran activo y una gran debilidad. El activo era el discurso de cambio y rebeldía que encarnaban; la falencia, su falta de experiencia en las funciones propias del Poder Ejecutivo. Su gran pecado original fue doblar la apuesta por la primera y hacer la vista gorda ante la segunda: partir a Temucuicui, diferenciar escalas de valores y anunciar gas a precio justo antes de haber siquiera averiguado dónde quedaban los baños en La Moneda. El triunfo del Rechazo en el plebiscito de 2022 los golpeó de frente y los llevó a adoptar un mayor un realismo político, poniendo el foco sobre la obligación. El problema con el que han debido cargar, sin embargo, es la fuerza que le habían imprimido a su propia performance. Cambiar de posición siempre será legítimo, pero, si quienes te observan no se convencen de que tras de ello hay verdadero análisis y autocrítica, tus antiguos partidarios quedarán desencantados y tus críticos de siempre se mantendrán incrédulos. Y no hay nada que contribuya más a esto que el actuar con indefinición.
La Cuenta Pública 2024 reflejó muy bien la que se ha convertido en la carga más pesada para la administración Boric. En ella, el gobierno volvió a tropezarse con su propia indefinición. La apuesta por una rendición de cuentas realista y pragmática, donde el gobierno hizo suyo el discurso de seguridad y renegó de sus propias promesas de cambio profundo –algunas que habían sido incluso reflotadas hacía pocos días, como la condonación del CAE–, se entremezcló con anuncios como el del aborto y la eutanasia. Independiente de la opinión que se tenga ante estas, se trata de dos propuestas para las cuales hoy no existen los votos en el Congreso, y que previsiblemente alterarían a la oposición y tensionarían las relaciones entre el oficialismo y un reciente aliado electoral, como es la DC. Acusado constantemente por sus críticos de priorizar la performance y descuidar la obligación, el gobierno lleva ya un buen rato optando por la segunda, y los sitios web de fact checking han dado cuenta que este sábado presentó vasta evidencia de ello. Sin embargo, al optar por la misma indefinición entre las promesas de reforma profunda y el realismo político que ya le habían pasado la cuenta con los anuncios sobre el CAE, volvió a hacerse una zancadilla a sí mismo. Los costos políticos pagados previamente entre sus bases pierden así su sentido, y sus opositores obtienen la oportunidad perfecta para ignorar sus cambios y mantener sus recriminaciones. No es que hablar de aborto, eutanasia o cualquier otro tema similar sea, en sí mismo, un error político. El error es hacerlo desde las promesas propias de una declaración de principios, cuando se ha optado por el realismo político y, además, no se tienen los medios para convertir esta declaración en una política pública concreta.
No hay nada malo en optar por el realismo político propio de la obligación ni en escoger la ilusión esperanzadora que tan comúnmente acompaña a la performance. El problema es no decidirse por una o por otra pues, en la búsqueda de alcanzar ambas, usualmente no se llega a ninguna de ellas. Cuando eso ocurre, no hay base sólida sobre la cual construir rito alguno y ello sí que es una complicación mayor. Porque es el rito el que nos lleva a soportar los embates del hoy gracias a la esperanza de un mañana mejor que, creemos, se avecina. Y es el rito el que nos lleva a recordar con cariño y respeto a un gobierno ya concluido, valorando aquellas obras que ha dejado. Es justamente su dimensión de rito, la que hace que una cuenta pública, a pesar de tener poco sentido en nuestro mundo tecnológico y postmoderno, siga teniendo la fuerza política que tiene. Es que es sobre el rito que se levanta cualquier proyecto político exitoso y la imagen histórica que todo gobierno sueña con alcanzar. Pero los ritos se construyen, y sobre la endeble y precaria superficie que entrega la indefinición, ningún rito podrá jamás tenerse en pie. Ni siquiera el par de horas que dura una cuenta pública.