En plena dictadura de Pinochet, la banda chilena Sol y lluvia compuso una obra que se volvió lema de la resistencia popular. La canción se titulaba “En un largo tour” (1980), instaba a apagar los televisores, saltarse la “última telenovela” y las “60 mentiras por minuto” aludiendo al noticiario oficial. La canción invitaba además a salir de las casas e ir a “caminar en un largo tour/por Pudahuel y La Bandera”, “por La Bandera” y “por La Legua”. En vez de seguir narcotizados por las mentiras televisivas o radiales, los hermanos Labra de Sol y lluvia llamaban a los chilenos a “despertar”, a dar una vuelta por la periferia pobre de Santiago para desde esas poblaciones ver “la vida tal cómo es”.
Aquel llamado a conocer por uno mismo la realidad socio-política se justificaba por el contexto excepcional del país; sin una prensa libre y donde los medios de comunicación de la época actuaban en servicio y encubrimiento de la dictadura y sus crímenes. Hoy, afortunadamente, recuperada la democracia, contamos con la posibilidad de que los medios de comunicación puedan informar libremente y sin censuras sobre temas de relevancia y actualidad. Con todo, no dejan de emerger polémicas.
Como la de los últimos días, y a raíz de una serie de reportajes y visitas recientes de algunos matinales chilenos en terrenos tomados en Santiago. Una polémica en concreto surgió a partir del reporteo del periodista Luis Ugalde para el matinal Contigo en la mañana de CHV en la Toma Nuevo Amanecer en la comuna de Cerrillos, luego de que una mujer fuera asesinada por cinco disparos.
La periodista Paola Dragnic señaló sentir “vergüenza como periodista” por el sentido sensacionalista y poco respetuoso en el que en dicho matinal se expuso la precariedad y pobreza con la que viven muchas personas ahí, deshumanizando a sus protagonistas. Dragnic señaló que tal periodismo contribuía a criminalizar la pobreza -la noticia se transmitía con el titular “Crimen y violencia en Toma Nuevo Amanecer” mientras se entrevistaba a una mujer extranjera relatando su precaria, pero nada delictual realidad- e iría contra la dignidad de quienes son expuestos como en un “safari”.
Antes de apresurarnos en tomar partido o evaluar el rol de los medios, complejicemos la discusión con algunos antecedentes importantes. Por ejemplo, considerar la relación que tienen los medios de comunicación con la política. Desde el surgimiento de los primeros periódicos, radios y televisores, pasando por las actuales tecnologías de comunicación e información digitales, estos han sido cruciales para la generación de opinión pública y para la comunicación bidireccional entre la política y la ciudadanía. No obstante, pese a que vivimos una era marcada por el desarrollo de tecnologías de comunicación e información, una era de hiperconectividad, hiperexposición e hiperglobal, no necesariamente estamos más y mejor informados que antes, ni contamos con una opinión pública representativa o cohesionada. Más bien parece ocurrir lo contrario: entre tantas fake news, postverdad, negacionismos, distorsión, imprecisiones y falsedades vivimos una era en la que el buen periodismo escasea y la verdad parece una pieza de museo.
Pero a ello se cruza otro fenómeno importante. La política, miremos el caso chileno, se haya en un profundo descrédito. La ciudadanía desconfía de la clase política y está hastiada de promesas incumplidas y cree cada vez menos en consignas ideológicas o agendas programáticas, sean de izquierda o derecha. Además de la desconfianza acrecentada por los últimos casos de corrupción en altos cargos y autoridades, la tesis de la desconexión entre la clase política y la vida de la mayoría de la ciudadanía parece correcta y se manifiesta en el rechazo o apatía generalizada hacia la labor política. El “ciudadano de a pie” ya no cree que los políticos estén en el gobierno o en el parlamento para representar sus intereses y mejorar su calidad de vida, porque ya no cree en sus discursos o piensa que no conocen en carne propia sus demandas.
En este contexto, ¿se justifica que medios de comunicación masivos -pensemos en los matinales que en Chile alcanzan grandes audiencias y son escenario matutino para el desfile de políticos- sirvan como plataformas para denunciar la precariedad y miseria que aqueja a quienes poco o nunca tienen voz? ¿Es legítimo que esos medios nos lleven en un “tour de la pobreza” como cantaban Sol y lluvia para sensibilizarnos sobre ella?
Un dicho popular dice “ojos que no ven corazón que no siente”. Hoy, quizás hay situaciones extremas de vulneración de derechos o incluso anomia que requieren más que nunca de la cobertura de medios importantes y de un escenario que les permita ser visibilizados. Más aún si aquella denuncia tiene el poder de movilizar acciones por parte de autoridades, aunque sea en el intento de ganar votos para mejorar y resolver con prontitud demandas urgentes. Si el tour tiene la capacidad de reconectar a la clase política con las necesidades expresas de una comunidad vulnerable o vulnerada para retomar confianzas y trabajar en pos de mejorar su calidad de vida, entonces la acción parece éticamente justificable.
Ahora bien, el problema ético se presenta cuando consideramos otras variables: por un lado, que en Chile, y no sólo en los matinales, los medios de comunicación televisivos se financian mayoritariamente por privados que pagan por publicidad. Para ello, los canales tienen que lograr cautivar y mantener a espectadores frente al TV y demostrar buenos números en rating. Es por ello que la producción de contenidos y programas de TV se haya supeditado al mandato de generar contenidos que agraden a las masas –más allá de su propia línea editorial o preferencias-. Si el contenido no es el objetivo de la comunicación, sino que el medio –comunicar- es el fin, es decir, mantener a grandes audiencias frente al televisor, es evidente que la profundidad, seriedad o relevancia de la información entregada no es dada por la naturaleza misma de lo informado, sino por un factor externo, lo económico. Es a partir de este último que se modela exposición y permanencia de una noticia. Si las audiencias se aburren de ver la pobreza en la mencionada toma, por ej. aun cuando la nota haya cumplido con todas las venias de un periodismo responsable y riguroso, la noticia tendrá que ser interrumpida por otra que recupere sintonizantes; por otra noticia que cautive masas.
Por otro lado, hay algo especial que considerar sobre el “turismo de la pobreza”. Aquel no solo se observa en programas televisivos; hay también alternativas concretas. Empresas de viaje o agencias que organizan por ej. viajes a Dharavi (uno de los lugares más pobres de Asia y donde se asegura que parte de las ganancias van a la propia comunidad) o a favelas en Río de Janeiro, Brasil. En su defensa podríamos argumentar que a través de experiencias como estas es posible para personas o grupos acomodados conocer realidades difíciles de imaginar y que ello permite educar y sensibilizar de las precariedades que viven millones de personas en todo el globo. Ver la miseria y pobreza de personas con los propios ojos podría activar una mayor empatía y solidaridad con ellos. No obstante, podríamos argumentar también el efecto exactamente opuesto. Experimentar la pobreza como turistas en vez de sensibilizarnos podría resultarnos trivial e irrelevante; quizás poco después del shock inicial, al volver cómodos a los hoteles o ya en casa tras las vacaciones, las experiencias vividas quedan guardadas como una más en la colección de experiencias exóticas acumuladas. Y es quizás por esa forma especial de voyerismo propio del turista que no es posible generar un vínculo educativo y/o socio político de mayor envergadura.
El sociólogo Zygmunt Bauman ya en su Ética postmoderna expuso la figura del turista como un tipo sociológico complejo. Al estudiar las formas de vida de nuestras sociedades contemporáneas analizaba tanto al “vagabundo” como al “turista” como figuras cada vez más típicas. En ambos casos, Bauman notaba su falta de arraigo; el vagabundo anda como nómade por la vida, sin vínculos duraderos ni morada fija. Por su parte, el turista también recorre el mundo con comparable libertad. Ambos comparten una cuestión común: renuncian a la “responsabilidad moral”; una que “pesa”, “limita”, “arruina la diversión” o “quita el sueño”. Pero entre el vagabundo y el turista, Bauman considera a éste último como una figura moralmente más dañina en tanto el turista -y no el vagabundo-, decide su desarraigo. El turista busca voluntariamente recorrer el mundo, verlo, coleccionar la mayor cantidad de experiencias extravagantes y diferentes, pero sin jamás ocuparse del mundo que ve. Esa falta de compromiso con el mundo, ese voyerismo desapegado del turista es lo que denomina Bauman una “mala noticia para la moral”.
Por último, agreguemos una última capa de complejidad desde la antropología filosófica, es decir, desde el estudio que hace la filosofía del animal extraño que somos. Porque gracias a esta disciplina, que dialoga permanentemente con otros saberes y ciencias sobre lo humano, sabemos que somos un animal que además de estar atado a las reglas biológicas del sobrevivir propio de nuestros pares mamíferos, también somos animales bien particulares –casi ridículos-. Pues además de intentar sostener nuestra precariedad biológica y anatómica a través de una serie de mecanismos técnicos y culturales (como la medicina, la ética, la política, las ciencias o las artes), y sobrevivir con sentido humano, también somos animales curiosamente influenciables por el sentido –uno que nunca está pre-configurado ni en el ADN, el contexto histórico o en verdad revelada alguna-.
El animal que somos no solo es lo que es, sino en gran parte lo que dice ser, y lo mismo vale para los pueblos, como señala el filósofo alemán Sloterdijk en su psicopolítica. Somos una especie extraña capaz de ser lo que asume, decreta o confía ser, sea desde su propia voz o desde las voces que autoriza. Por ello, lo particularmente humano reside justamente en esa capacidad que tenemos de no solo ser lo que actualmente somos, sino estar también en una cierta y siempre atestiguante distancia sobre uno mismo y el mundo; respirando hoy con planes de futuro, estando aquí, padeciendo incluso algún dolor o sintiendo alegría, pero con la capacidad intacta para imaginarnos un allá, lo otro, algo diferente. Así las cosas, lo que experimentamos como abstracto, sea por la imaginación activada desde uno mismo, por libros o por la música, o también por los medios de comunicación, representan en gran parte y siempre accesos desde lo que no sólo el mundo aparece, sino también nosotros en él, tomando postura frente a éste.
Ante este recorrido, en el que hemos argumentado sobre la relación entre medios de comunicación y política, en el que también se ofrecieron argumentos a favor y en contra para reflexionar hasta qué punto un “tour de la pobreza” pueda tener justificación o no, e incluso, explicando la capacidad de imaginación y representación única del animal que somos, es tiempo de volver sobre la pregunta central: ¿se debe reportear mediáticamente sobre la pobreza para activar la empatía ciudadana o el sentido de urgencia sobre ciertas políticas públicas en quienes nos gobiernan, sin pasar por sobre la dignidad de las personas y en un contexto de prensa libre, pero subordinada al rating y a las leyes del mercado?
Como espero que ocurra, notarán que la respuesta no es fácil por buenas razones. Cualquier intento por zanjar la cuestión con meras moralizaciones de poco o nada aporta ni para un mejor periodismo ni para una mejor política. Más allá de quedarse contentos con la propia consciencia, durante este recorrido lo que se busca es explicitar que la compleja relación entre medios de comunicación masivos, mercado y desconexión entre política y ciudadanía, requiere de una mirada igualmente compleja.
Así, en vez de solo inquietarse por el tono sensasionalista o amarillista de ciertos medios -que sin duda lo tienen-, cabe más bien proponer cambios para evitar que los medios estén sujetos a dichas dinámicas para sobrevivir; asimismo, conviene hacerle frente a ello hoy más que nunca, al ser testigos de que las elecciones de quienes nos gobiernan en buena parte derivan de las emociones de grandes masas activadas por noticias sensacionalistas y alarmistas, pero no desde algo así como programas ideológicos o una genuina opinión pública.
La “opinión pública”, eso tan detestado por Heidegger y otros filósofos pero que, con todo, era al menos opinión, ni siquiera hoy cuenta con un suelo de legitimidad. Las emociones gobiernan todas las opiniones, y estas últimas no sólo no requieren verdad, sino que ni siquiera cuentan con un suelo mínimo, constante y repetido, de error. Incluso una verdad errada como opinión es políticamente más relevante que el puro ser gobernado por emociones. Pues, al menos, habrá entonces el juicio racional de la historia para hacerle frente a dichos errores; al menos habrá la posibilidad de responsabilizar al errado por su mal juicio. Pero, cuando solo se erra desde la emoción errada, ¿quién es responsabilizado políticamente?
Así, quizás el único resultado al que podamos llamar aquí es a rehabilitar que la emoción sin opinión, sin intento de juicio, ponderación o atención al contexto, es el peor escenario. Y esto vale para el periodismo, la ética, el mercado y la política. Porque es muy cierto que el sentir es algo válido en sí mismo; y nadie puede cuestionar el sentir del otro. Pero, exactamente por ello, el sentir se vuelve una prisión mezquina que no permite desarrollar ese otro lado extraordinario que somos: animales que podemos imaginarnos el dolor del otro. No se trata de censurar a los medios o imponer una ética periodística impracticable sin financiamiento libre de las exigencias del mercado. Más bien se trata de tomar en serio y de una buena vez que la política es hoy en gran parte posible por los medios de comunicación que la soportan, incluso sin ella genuinamente buscarlo; porque, como la política, buscan también los medios su propia sobrevivencia. Así, el llamado es a tomar consciencia de que la responsabilidad, sea de políticos o de medios de comunicación, no es algo distinto a la disyuntiva entre el mandato ético que un ciudadano común y corriente también está llamado a asumir, por un lado, y asegurar su sobrevivencia, por el otro.
¿Podemos seguir defendiendo ideales éticos sin antes resguardar condiciones materiales de supervivencia? Ya sería tiempo de reconocer que no podemos saltar sobre nosotros mismos –ni digital ni análogamente; ni personas, ni instituciones-.