Las historias importan. Muchas historias importan.
Chimamanda Ngozi Adichie, El peligro de la historia única.
La aparición de discursos feministas y LGTBIQ+ en la Literatura infantil y juvenil (LIJ) es más bien reciente. De hecho, cuando hace poco me pidieron escribir una ponencia sobre la importancia de la representación de las diversidades en la LIJ, lo primero que se me vino a la cabeza fue la poca representación que hay. Con esto no quiero decir que no existan libros para niñes, adolescentes y jóvenes que aborden estos ‘temas’, sino que, en mi opinión, quizás uno de los problemas sea, justamente, que para muchas de estas obras es una temática; porque cuando la vida se tematiza entramos en terreno pantanoso.
Este texto es una invitación a reflexionar en torno a un corpus que, si bien visibiliza la diferencia, en algunos casos también perpetúa la construcción de imaginarios articulados desde la perspectiva hegemónica; como consecuencia, tienden a mostrar la diversidad a partir de un estereotipo cultural patriarcal generalizado, que todavía piensa la realidad de modo binario: las mujeres –y todo lo relacionado a ellas–, que supuestamente nacieron para servir los intereses de los hombres; y ellos, que nacieron para sí mismos.
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¿Qué entendemos por identidad? Primero, podríamos mencionar que toda identidad es variable: se construye y redefine permanentemente, por lo que debiera ser considerada en tanto proceso de construcción social, no como esencia. Segundo: no es unitaria, sino que está conformada por diversos discursos que son tomados del mundo social; he ahí la relevancia de contar con lenguajes caleidoscópicos, no estereotipados. Tercero: la identidad se construye narrativamente, es decir, aprendemos a ser personas y a relacionarnos a través de las narrativas textuales y de vida con las que entramos en contacto. Teniendo en cuenta lo anterior, podemos entonces entender la importancia de la cultura, el territorio y marco histórico como elementos que ayudan a conformar la identidad de cada ser humane, pues las identidades están enraizadas en contextos colectivos culturalmente determinados. Resulta casi imposible pensarnos identitariamente sin hacer un cruce con nuestra cultura, que, a través de múltiples materialidades, nos entrega elementos vitales de autorreconocimiento. Sin duda, la literatura es una de ellas.
La relación entre literatura e identidad ha sido ampliamente abordada. Así, por ejemplo, siguiendo a Culler: «La literatura se ha ocupado desde antiguo de la cuestión de la identidad, y las obras literarias esbozan respuestas, implícitas o explícitas, a estas cuestiones»; según Ballaz: «Todos los textos son pistas por las que el lector va haciendo la construcción de su yo»; y para Eco: «La literatura ha de contribuir a formar la lengua, crear identidades y comunidad». Como parte del campo literario, la LIJ no queda ajena a ese proceso; más bien, incluso podríamos colegir que tiene un papel trascendental, en la medida que la adolescencia y la juventud se constituyen como etapas fundamentales en el proceso de subjetivación de todo ser humane. Es en esa etapa vital cuando empezamos a elaborar preguntas como: ¿Quién soy? ¿Qué me diferencia de los otros? ¿Cuál es mi lugar en el mundo? Es, sobre todo en ese momento de la vida, cuando surge la necesidad de encontrar un lenguaje –palabras e imágenes– que nos ayude a describir y construir un mapa del sí mismo, de sí misma y de sí misme.
Aprendemos a ser personas y a relacionarnos a través de las narrativas textuales y de vida con las que entramos en contacto.
En ese contexto, la literatura sirve de interlocutora, aportando nuevos elementos al diálogo que conduce a la conformación de nuestra identidad. En tal sentido, si bien toda la literatura puede servir como un banco de discursos para la construcción de identidades –en este punto es necesario recordar que la literatura juvenil, es decir, la existencia de un corpus especialmente creado para (y hoy, incluso por) jóvenes es un fenómeno bastante nuevo, por lo que muches de nosotres encontramos ese registro discursivo en obras pertenecientes a una ‘literatura ganada’: textos que no fueron pensados para adolescentes y/o jóvenes, pero se los apropiaron o se los destinaron los adultos, tales como El guardián entre el centeno, El señor de los anillos, Mujercitas, o Robinson Crusoe, algunas de las obras que tendemos a calificar como ‘clásicos juveniles’–; pero, retomando lo anterior, si bien la literatura forma parte de ese banco discursivo que nos permite pensar y, en consecuencia, articular nuestra identidad, en particular, las narraciones para adolescentes y jóvenes les ofrecen modelos discursivos a estos lectores, que propician la identificación. Así, por ejemplo, en muchas de ellas encontraremos ciertos aspectos frecuentes, por ejemplo, es común que se haga referencia al cuerpo y, generalmente, la aceptación de esta imagen por parte de les personajes es señal de haber alcanzado una suerte de integración identitaria; la presentación del mundo interno se construye a través de metáforas y, a su vez, estas imágenes funcionan como motivo de la obra; también hay algunos aspectos temáticos, como la búsqueda del yo, la resolución del conflicto con la llegada de la madurez o la inclusión de imágenes corporales; y la presencia de ciertos aspectos formales, como la focalización en el adolescente/joven mediante un narrador en primera persona o la presencia de una serie de paratextos (tapa, solapas, título, contratapa, etc.), que, en muchos casos, sirven como elementos introductorios a la obra en cuestión. De tal manera, este corpus creado para/por adolescentes y jóvenes permite componer una narración del yo, que puede servir a lxs lectorxs en su proceso de conformación identitaria.
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Al igual que una parte de la literatura para adultes, una porción de la narrativa para adolescentes y jóvenes también ha tendido a reproducir un discurso que divide la realidad de forma jerárquica y dual, que valora o devalúa, visibiliza u oculta, premia o castiga. Sin duda, esto responde a un problema mayor, relacionado con las historias largamente invisibilizadas y silenciadas por ideologías que operan según privilegio u opresión: el generismo, el andro-antropocentrismo, el racismo, el eurocentrismo, el heterosexismo, el elitismo, el clasismo, las políticas de la apariencia, las creencias religiosas, el sesgo de lenguaje y –en el caso de la LIJ, sobre todo– la discriminación por edad. Sin duda, todas estas ideologías han permeado el campo de la literatura en general, pero podríamos suponer que lo han hecho todavía más en la literatura infantil y juvenil. En muchos casos –y especialmente en el inicio de la conformación de un canon literario–, la mirada adulto-dominante ha adaptado los discursos que están en los márgenes pujando contra el centro, en razón de la conceptualización que el mundo adulto ha elaborado para cada etapa: para la infancia, durante mucho tiempo prevaleció el ‘no van a entender’, consolidando la necesidad de dulcificar y simplificar, a veces al máximo, la experiencia estética, negando otros modos de acceso al conocimiento, como el asombro; para la adolescencia, la idea de que, si bien pueden ‘leer mejor’ que les niñes, aún no están preparades para abordar ‘ciertos temas’, volviendo el discurso llano y predecible, como es el caso de la novela de peripecia, donde les personajes viven una serie de aventuras, pero ninguna de ellas les transforma; por último, para la juventud, la creencia de que deben ser convocados como adultos funcionales dentro de la sociedad, ofreciéndoles el modelo literario canónico o cualquier discurso que, a partir de diversas estrategias de poder, se adapte a los valores de la sociedad adulto-hegemónica.
¿Cuáles son esas estrategias y cómo operan en la narrativa juvenil? La primera de ellas es la construcción de un relato único; como consecuencia de los relatos globalizados, cada contexto y realidad social se desvanece, perdiendo su identidad local. Una segunda estrategia es insertar estas obras bajo el marco de la novela de peripecia; esto concentra el eje de la narración en las aventuras, lo que muchas veces va en desmedro del desarrollo identitario de cada personaje. Una tercera estrategia de poder podría ser la persistencia de un pensamiento binario, que articula la realidad de forma maniquea acorde al sexo/género de cada individuo; es decir, las categorías hombre/masculino y mujer/femenino no se cuestionan ni subvierten. Y una cuarta estrategia se encuentra en el amor romántico, presente incluso en textos que dicen apelar a la diversidad, pero estableciendo esta ideología como el eje central en la vida de tode adolescente y joven, lo que reduce la adolescencia al pensamiento amoroso único e incluso la misma experiencia del amor a esos límites opresivos. Algunas de las obras de literatura juvenil que abordan la diversidad desde la óptica antes mencionada, son: George (2015), Alex Gino; El arte de ser normal (2015), Lisa Williamson; Yo, Simón, homosapiens (2015), Becky Albertalli; Llámame Paula (2016), Concepción Rodríguez Gasch; Rojo, blanco y sangre azul (2019), Casey McQuiston; Heartstopper (2020, cómic), Alice Oseman; y Anne, sin filtros (2021), Iria G. Parente y Selene M. Pascual. A continuación, quisiera enfocarme en George, una de las novelas inaugurales en términos de presentar una propuesta feminista y LGTBIQ+ en la narrativa para adolescentes.
Alex Gino es un escritor norteamericano muy involucrado en el activismo queer y transgénero desde hace más de veinte años. Su primera novela fue George, que la empezó a escribir en 2003, aunque –según él mismo cuenta– logró publicarla años más tarde, ya que en un primer momento no existía interés social por abordar narrativas LGTBIQ+ en la literatura para adolescentes y jóvenes. Ahora bien, veamos cómo se nos presenta esta novela, primero, desde un nivel paratextual: mientras la tipografía de arcoiris destaca tras el fondo blanco de la portada, la contratapa nos revela la sinopsis:
George cree que jamás podrá decirle a nadie que ella, en realidad, es una niña. Un día, su profesora anuncia que su clase va a representar una obra de teatro. Y George desea con todas sus fuerzas el papel de la niña protagonista, Charlotte. Pero su profesora le dice que ni siquiera puede hacer la prueba para el papel... porque es un chico. Con la ayuda de Kelly, su mejor amiga, George traza un plan. No sólo para poder ser Charlotte en la obra, sino para que todo el mundo sepa, de una vez por todas, que es ella en realidad. George es una historia tierna, genuina y conmovedora. Un libro para aprender a aceptarnos como somos» (George, énfasis mío).
Me parece que, incluso desde ya, podemos advertir varias de las estrategias que comentamos previamente. Veamos algunas de ellas.
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A propósito de las narrativas globalizadas, no deja de llamar la atención que el imaginario norteamericano haya logrado posicionarse como una suerte de ‘historia única’ en la literatura juvenil, colándose incluso en novelas chilenas, como es el caso de la saga Mi vida es un desastre de Lily del Pilar, aunque por motivos de tiempo, no me detendré en ello. Sí lo haré, siguiendo a Chimamanda Ngozi Adichie, en el peligro de esta historia única, que «crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Convierten un relato en el único relato»; de este modo, la historia única le 'roba' la identidad a las personas y a los pueblos porque «se muestra a un pueblo sólo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo convierte en eso».
Una porción de la narrativa para adolescentes y jóvenes también ha tendido a reproducir un discurso que divide la realidad de forma jerárquica y dual, que valora o devalúa, visibiliza u oculta, premia o castiga.
Teniendo en cuenta esto, si bien es cierto que toda obra aparece dentro de un contexto de producción determinado, posiblemente sea necesario leer esta novela de Alex Gino de forma situada, de lo contrario, resulta muy difícil conectar con ella. En particular, desde una perspectiva latinoamericana y siguiendo a Diamela Eltit: «Ninguno de los más importantes niños-monstruos que ha generado un sector de la literatura chilena hubo de sobrevivir a su infancia o a su primera adolescencia. Condenados al fracaso social, su lugar corporal, el cuerpo como sitio político, muestra en el escenario tercermundista, las fluctuaciones y los engranajes del poder». Esta profundidad en la construcción de sujetos liminares muy propia de una literatura del Cono Sur, se desvanece en el contexto de las narrativas globalizadas, lo que repercute directamente en la percepción que tenemos frente a la construcción de las identidades de mujeres y de la comunidad LGBTIQ+ en la LIJ, donde se abre el espacio para el tratamiento de temáticas históricamente invisibilizadas, pero se tiende a ejecutar desde la perspectiva de la historia única y/o desde una mente que ha sido colonizada por esa ideología. En el caso de George, vemos a une protagonista que aparentemente representa una corporalidad-otra, un cuerpo que sobrepasa las categorías hegemónicas y normalizadas por la ideología patriarcal para gravitar en una esfera simbólica abyecta; pero este cuerpo-otro, si bien se proyecta discursivamente a lo largo de la novela, lo hace desde una otredad hegemónica, encarnando una diferencia dulcificada sin mayor conflicto ni tensión, sin mucha crítica y con todas las posibilidades de tener un final feliz, donde cada personaje a su alrededor es capaz de comprender y empatizar perfectamente con la realidad que George habita. Aquí no hay opacidad posible, todo es llano, claro, simple.
A lo largo de la novela también podremos advertir cómo se configura un femenino patriarcal y completamente idealizado, mediante la aparición de ciertos estereotipos y roles de género acordes a una ideología que dista mucho de la diversidad:
Madre: «La madre de George era guapa, sí. Era alta, con una sonrisa amable y auténtica, y tenía los mismos ojos verdes de George».
Profesora de Lenguaje: «Era una vieja bajita y arrugada, con el pelo gris cardado, a lo que todo le parecía mal y andaba tan jorobada que parecía aun más baja y arrugada».
Kelly, mejor amiga: «Cuando las chicas se arreglan, se ponen falda. Tengo que enseñarte muchas cosas sobre las chicas».
George: «Llevaría un biquini rosa fucsia y tendría una melena que a sus nuevas amigas les encantaría trenzar».
A partir de las citas anteriores, es posible advertir cómo dentro de la novela se articula a las mujeres y a lo femenino desde un signo único, donde todas ellas tienen los mismos intereses, gustos, ideales de cuerpo/belleza, necesidades, etc.; eso es lo que George admira en las imágenes de las modelos de revistas y en su mejor amiga, Kelly, sin elevar, en ningún momento de la obra, una sola crítica a ese modelo opresivo y limitante; más bien, queriendo ser parte de esa estructura de poder.
En la novela, las mujeres no existen como una variedad de cuerpos-deseos, ni tampoco bajo la infinita variedad de subjetividades, sino como un mismo mapa discursivo e identitario, donde sólo cambian en razón de su edad y los respectivos roles que deben ejercer (niña/madre/profesora). De este modo, el cuerpo femenino se configura como «demasiado emocional», carente de fuerza y atributos físicos, ámbitos que tanto a Kelly como a George, sólo por el hecho de ser mujeres, no les importa ni interesa: «Las clases de gimnasia significaban niños gritándole para que corriera más rápido o les lanzara la pelota con más fuerza. Odiaba correr un kilómetro en la pista con ellos».
Si George es la ‘diferencia hegemónica’, Kelly se configura como el arquetipo de la niña ideal. Así, no es de extrañar que su pieza, de un hermoso rosa pálido, sea «un centro de operaciones en torno a la belleza» y que siempre esté limpia, ordenada, con un exquisito aroma a limón; por supuesto, todo muy contrario a su hermano mayor, el adolescente Scott, ejemplo de la masculinidad hegemónica y, por lo mismo, muy distinto a Kelly. El ying/yang del patriarcado.
En Kelly también se reproduce –y con ello, se perpetúa– la idea de que el cuerpo femenino es algo que necesita arreglo, a través de materialidades muy concretas, como la ropa y el maquillaje, dos de las industrias que más alimentan el mito de la belleza y que juzga a las mujeres según parámetros inalcanzables:
«El mito de la belleza cuenta un relato: la cualidad llamada "belleza" existe objetiva y universalmente. Las mujeres la quieren encarnar y los hombres quieren poseer a las mujeres que la encarnan. Esta encarnación es un imperativo para las mujeres y no para los hombres, cuya situación es necesaria y natural porque es biológica, sexual y evolutiva. Nada de esto es cierto» (Wolf 1990).
Wolf –y también nosotres, ahora– vuelve a la noción del mito como una enorme máquina simbólica, que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya. Esta máquina de símbolos alude, entre otras cosas, a unas cualidades supuestamente esenciales que tendríamos las personas; a un conjunto de ideas y juicios respecto del imaginario identitario, que son percibidos como ‘naturales’. Siguiendo a Bourdieu, le hemos conferido una aparente objetividad, un sentido común, a esta representación androcéntrica, al punto de ser aceptada como consenso práctico. Desde esa perspectiva –y como es el caso de Kelly–, las mujeres «sólo pueden llegar a ser lo que son de acuerdo con la razón mítica, lo que confirma, sobre todo a sus propios ojos, que están naturalmente abocadas a lo bajo, a lo menudo». Es así como notamos que, si bien las construcciones simbólicas, culturales y sociales asociadas a las identidades de las personas han cambiado acorde a la sociedad y el contexto histórico-social –y lo seguirán haciendo–, también es probable que la máquina simbólica encuentre nuevas formas de asentamiento y difusión para mantenerlas vigentes desde el marco androcentrista.
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En el texto «¿Tiene sexo la escritura?», Nelly Richard reflexiona sobre la posibilidad de ‘torsionar’ el lenguaje –y con ello, la identidad–, a través de una ‘feminización de la escritura’, esto es: «cualquier literatura que se practique como disidencia de identidad respecto al formato reglamentario de la cultura masculino-paterna». En ese sentido, para Richard, «no basta con ser mujer [para] que el texto se cargue de la potencialidad transgresora de las escrituras minoritarias». Siguiendo lo anterior, me parece que George es una obra que forma parte de un repertorio que esconde una determinada concepción del yo, que legitima las ideologías dominantes. Esto, me atrevería a decir, no responde tanto a limitaciones del autor, sino al contexto en el que fue publicada la novela; recordemos que el mismo Alex Gino afirma que, incluso en 2015, le fue muy difícil publicarla, cabe preguntarse, entonces: ¿Podría haber sido más cuestionador o transgresor? Creo que la máquina simbólica que opera en esta novela responde a varios factores que trascienden la autoría, como el contexto cultural, el estado del campo de la literatura infantil y juvenil en ese momento y las necesidades del mercado, siempre ilimitadas y brutales.
¿Cómo, entonces, pujar desde los márgenes para alterar el centro? Hoy, lo hacemos desde la reflexión crítica y el diálogo, que devienen acto de resistencia.
Este texto fue escrito a partir de la ponencia de la autora en la FILL de Ñuñoa, 2024.
Los contenidos mencionados a lo largo del ensayo por la autora son:
Bourdieu, Pierre. La dominación masculina. Barcelona, España: Anagrama, 2000.
Carrasco M., Iván. (2005). Literatura chilena: canonización e identidades. Estudios
filológicos, (40), 29-48. https://dx.doi.org/10.4067/S0071-17132005000100002
Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona, España: Crítica, 2000.
Eltit, Diamela. «Clases de cuerpo y cuerpos de clase». Aisthesis: Revista Chilena de Investigaciones Estéticas, 38.2005: 9-20.
Eco, Umberto. Sobre Literatura. Barcelona, España: RqueR Ediciones, 2002.
Gino, Alex. George. Buenos Aires, Argentina: Nube de Tinta, 2016.
Le Breton, David. Antropología del cuerpo y la modernidad. Buenos Aires, Argentina. Nueva Visión, 2002.
Ngozi Adichie, Chimamanda. El peligro de la historia única. Barcelona, España: Penguin Random House, 2018.
Richard, Nelly. «¿Tiene sexo la escritura?». Masculino/Femenino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática. Chile: Francisco Zegers Editor, 1993. 31-45.
Wolf, Naomi. «El mito de la belleza». Trad. Cristina Reynoso. The Beauty Myth: How Images of Beauty Are Used Against Women. New York: William Morrow, 1991. 214-224.