Ensayo

Succession


Los ricos también lloran

El poder es un tópico narrativamente atractivo y universal. Lo vimos en Ciudadano Kane y en The Crown y, más recientemente, en El triángulo de la tristeza, Glass Onion y The White Lotus. Este interés que despiertan los ricos y sus historias de sufrimiento va un paso más allá en Succession, que termina este fin de semana. Una historia, destaca Yenny Cáceres, sobre todo de una familia disfuncional, que vive en un mundo de lujos, de paseos en elefante, pero también de un padre severo, de una madre distante y de mucha soledad.

Nos fascinan las historias de ricos que sufren. Seguimos la última temporada de Succession con un trago en la mano. Nos debatimos entre el vértigo, al enterarnos de la muerte del patriarca, el temido Logan Roy, y la desolación, al presenciar un nuevo quiebre entre su hija Shiv y su esposo Tom. Sentimos un placer único, mezcla de morbo y consuelo, al ver cómo Ken y sus hermanos se disputan la hegemonía de Waystar Royco, el imperio que forjó su padre.

Fue Valentín Pismtein, legendario productor de Televisa, el creador de la famosa sentencia “los ricos también lloran”. Hace diez años, poco antes de su muerte, ya retirado y de vuelta en su Chile natal, me contó que la frase se le ocurrió durante el funeral de un amigo. Su hija, Teresita, lloraba desconsolada. Cuando fue a buscarle un vaso a la cocina, una de las empleadas le dijo:

-Mire don Valentín, yo no entiendo por qué Teresita está llorando tanto cuando tienen tanta plata.

Ahí fue entonces cuando nació esa idea: los ricos también lloran. Así bautizó Pimstein a una teleserie que ahora es parte importante de su leyenda. Después de su estreno en México, a fines de los 70, Los ricos también lloran fue exportada a más de 120 países, lanzó a la fama a Verónica Castro y hasta en Rusia fue un fenómeno. El año pasado se lanzó un nuevo remake, en el que se anunciaba que se ajustaría a esta época, incluyendo elementos de juegos de poder en la familia, “al estilo Succession”.

Los ricos también lloran y lo hacen, ironías de estos tiempos, al modo Succession. Desde que HBO estrenó la serie, en junio de 2018, ha pasado casi un lustro, en que ha ocurrido de todo. Desde la era Trump en Estados Unidos hasta el estallido social en Chile, pasando por una pandemia universal, la guerra en Ucrania y la irrupción de las fakes news y de la ultraderecha en todas las latitudes. Un mundo en que un imperio mediático, como el que controla la familia encabezada por Logan Roy (Brian Cox), se mueve a la par de los vaivenes políticos y de los mercados financieros.

Succession supo captar, mejor que nadie, el espíritu de nuestra época. “Si lees el Financial Times y el Wall Street Journal, puedes tener una buena idea de hacia dónde pensamos que está enfocada la serie, porque está tratando de reflejar el mundo”, apuntaba en febrero pasado Jesse Armstrong, showrunner del programa, en una entrevista con The New Yorker, en que además confirmaba que esta cuarta temporada marcaría el fin de la serie.

Armstrong, el verdadero CEO de Succession, como lo bautizó The New Yorker, es un escritor y productor británico, creador de comedias (Peep Show) para Channel 4, que llegó al proyecto luego de escribir un guion basado en Rupert Murdoch, el magnate de la prensa fundador de Fox News, el equivalente a la cadena televisiva ATN en Succession. En ese guion, que nunca llegó a ser filmado, todo partía con la familia Murdoch reunida para el cumpleaños del jerarca, al igual como ocurría en el primer capítulo de la serie, con la familia dispuesta a celebrar los 80 años de Logan Roy.

Adam McKay, estadounidense, productor ejecutivo de la serie y director de la sátira apocalíptica Don’t Look Up (2021), dirigió el primer episodio. A diferencia de Armstrong, McKay sí se había metido a fondo en el mundo de Wall Street. Dirigió La gran apuesta (2015), una hiperventilada crónica sobre la burbuja inmobiliaria que originó la crisis financiera de 2008, por la que ganó el Oscar como Mejor Guion Adaptado. En esa película actuaba un más bien desconocido Jeremy Strong, quien luego nos deslumbraría como Ken, el atormentado hijo pródigo de Logan Roy.

Los ricos también lloran y lo hacen, ironías de estos tiempos, al modo Succession. Desde que HBO estrenó la serie, en junio de 2018, ha pasado casi un lustro, en que ha ocurrido de todo.

Así, pese a que buscaba reflejar con precisión lo que ocurre en las esferas de poder de Manhattan, Succession se escribió en Londres, con un equipo de guionistas británico y estadounidense que, al igual que Armstrong, habían participado en la creación de comedias, como Veep o The Thick of It. Eso es parte del encanto irresistible de la serie. Su humor británico, muy negro, con diálogos filudos y desconcertantes, especialmente en boca del incorregible Roman Roy (Kieran Culkin), o en la dinámica, a ratos masoquista, mitad bromance, entre el primo Greg (Nicholas Braun) y Tom (Matthew Macfadyen).

Esta última temporada ha fluido como una narración nerviosa y fragmentada, en tiempo real en algunos capítulos, casi como si se tratara de un documental. Por eso esperamos con ansiedad el episodio final, que se estrena el 28 de mayo, “With Open Eyes”: un capítulo de 90 minutos, casi como una película. 

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Succession es un Ciudadano Kane de nuestro tiempos. Orson Welles, genio precoz y visionario, que amaba a Shakespeare y las sagas familiares, sabía que el poder es un tópico narrativamente atractivo y universal. Su debut, en 1941, se inspiraba justamente en un magnate de la prensa norteamericana, William Randolph Hearst, que trató, infructuosamente, de impedir el estreno de la película.

Al igual que el Charles Foster Kane de Welles, Logan Roy entiende que el poder económico no basta. Y que estar a la cabeza de un conglomerado mediático asegura una influencia más allá del poder político. Jesse Armstrong ha insistido en que la familia Roy es una ficción, aunque son varios los magnates de la prensa que han servido de referencia para los guionistas. Murdoch, Hearst y Sumner Redstone, por el lado norteamericano, y Robert Maxwell en el caso inglés. La familia real británica también ha servido de referencia para algunos personajes, como es el caso de Tom, que representa al allegado, que tiene que adecuarse a los códigos no escritos de los Roy.

No es una novedad la fascinación que provoca la realeza británica, encarnada a la perfección por la princesa Diana y una serie como The Crown, pero esta atracción que despiertan los ricos y sus historias de sufrimiento va un paso más allá y parece una tendencia en que Succession es la ficción más destacada.

Hace un año, el sueco Ruben Östlund volvía a ganar el Festival de Cine de Cannes con El triángulo de la tristeza (2022), una sátira en que juntaba a una pareja de influencers con un grupo variopinto de ricos en un yate, en el que destacaba un oligarca ruso y una pareja de ancianos adorables, hasta que nos enteramos que forjaron su fortuna con la venta de armas.

Succession es un Ciudadano Kane de nuestro tiempos.

Pero Östlund no es el Buñuel de El discreto encanto de la burguesía (1972). Lo suyo no es la sutileza y, como en The Square (2017), que se inmiscuía en el mundillo del arte contemporáneo, es capaz de recurrir a todo tipo de fluidos corporales con tal de provocar. Hacia el final, la cinta proponía una inversión de los roles entre ricos y pobres y una venganza al estilo Parasite (2019). Nuevamente, Östlund no es Bong Joon-Ho, pero hay que concederle un punto: sus protagonistas eran influencers salidos de Instagram, algo muy propio de los tiempos que corren.

David Fincher y su guionista Aaron Sorkin fueron pioneros en esto, con el retrato del fundador de Facebook, Mark Zuckerberg. La magnífica The Social Network, en un 2010 que ya parece lejano, fue anticipatoria. Los nuevos millonarios, forjados al alero de Silicon Valley y las empresas tecnológicas, se han vuelto lo suficientemente atractivos para ser retratados en el cine y en las series. En Glass Onion (2022), la nueva entrega del detective Benoit Blanc (Daniel Craig), Edward Norton interpretaba a un excéntrico, que vivía en una isla privada y en una mansión que tenía, como sugiere el título, un pabellón de cristal.

Succession también tiene al suyo, Lukas Matsson (Alexander Skarsgård), CEO de GoJo, un gigante del streaming que busca fusionarse con Waystar Royco, y que en esta última temporada tiene un papel más relevante, como gatillante de la pugna entre los hermanos Roy por el control de la compañía. 

Esta tendencia tuvo otra vertiente con The White Lotus, creada por Mike White, otro hit de HBO que luego de una primera temporada en Hawai, el año pasado tuvo un segundo ciclo en Taormina, Italia, en un hotel de lujo en que nuevamente las vacaciones soñadas de un grupo de ricos terminaban para algunos como una pesadilla.

Que el libro del momento, Fortuna, del argentino Hernán Díaz, reciente ganador del Pulitzer, siga la historia de un millonario en los años de la Gran Depresión, confirma que esta tendencia sigue en alza. Y, por supuesto, ya hay una adaptación a la televisión en marcha, con Kate Winslet en el rol protagónico.

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Pero nada de esto importaría si los Roy no fueran los Roy. Cuando Jesse Armstrong, vendió la idea en el episodio piloto para HBO, resumió así su idea inicial: un cruce entre Dallas y La celebración (1998). La primera era una serie sobre un magnate petrolero, J.R. (Larry Hagman), tan ambicioso como despreciable, que se convirtió en un villano favorito en los años ochenta. La segunda, es una película del danés Thomas Vinterberg, la primera de Dogma 95, en que la celebración del cumpleaños del patriarca de la familia terminaba de la peor manera tras salir a la luz un secreto que había permanecido oculto por años.

Succession nos gusta y nos identifica porque es una familia disfuncional. Todos hemos estado en una celebración en que puede ocurrir lo peor. La magnífica secuencia de los créditos, montada a la perfección con la música de Nicholas Britell, opera como un resumen de la infancia de los hermanos Roy. Un mundo de lujos, de paseos en elefante, pero también de un padre severo, de una madre distante y de mucha soledad.

En un reportaje publicado en The Guardian, en octubre de 2021, titulado “‘Why do I want to write about these awful, rich, evil people?’: the making of Succession”, Georgia Pritchett, guionista y productora de la serie, lo resumía así: “Había una parte de mí que pensaba, ¿por qué quiero escribir sobre estos hombres blancos despreciables, ricos y malvados que están envenenando a la sociedad? Pero tener que profundizar en los personajes para encontrar su humanidad fue un desafío emocionante. Siempre he tenido debilidad por Roman, lo cual es preocupante.  Hay algo sobre ese pequeño duendecillo malvado que realmente amo”.

Cuando Jesse Armstrong, vendió la idea en el episodio piloto para HBO, resumió así su idea inicial: un cruce entre Dallas y La celebración (1998).

Esa es la clave. Esta cuarta temporada, más que ninguna otra, ha puesto en primer plano la figura de los hermanos y se ha centrado en la cuestión central: la sucesión de la compañía. Y lo que vemos son unos hermanos profundamente dañados. Una temporada tras otra, hemos visto las sucesivas victorias y caídas de Ken, eterna promesa para suceder a su padre. Hemos admirado a Shiv (Sarah Snook), dando la pelea para abrirse paso en un mundo de hombres y sobrevivir a un matrimonio que nació muerto. Hemos sentido lástima por Connor (Alan Ruck), el más ninguneado de los hermanos,  candidato a la presidencia de los Estados Unidos ante la indiferencia de su familia. Y hemos amado a Roman, el más impredecible y políticamente incorrecto de los hermanos Roy, el preferido del padre, el mismo que se derrumbó en el capítulo del funeral de Logan Roy. A ellos se suman el primo Greg y Tom, unos secundarios shakespearianos que han ido creciendo con el tiempo hasta convertirse en parte imprescindible de esta historia. 

Un patriarca temido, unos hijos que se pelean el legado del padre, una familia disfuncional. Tal como en El Padrino, esto solo puede terminar en una tragedia. ¿Cómo se vive sin Succession? Para esa pregunta, que nos acosará a partir del domingo, no tenemos respuesta.