Estoy en una tienda de Londres llamada Forbidden Planet. Es noviembre de 2023 y este sitio podría traducirse como un destino de peregrinaje nerd donde se venden desde exclusivas figuras de personajes de cómics, de “Star Wars”, naves y maquetas para ñoños hasta diversos tipos de merchandising, chapitas, poleras con estampados que cualquier amante de la sci-fi y cultura pop reconocería.
En el subsuelo habitan las novelas gráficas europeas, las historietas de superhéroes gringos y por las góndolas uno que otro curioso repasa títulos clásicos como Watchmen, El Incal o Sandman. No es mucha gente, pero esos estantes con contenido clásico y señero generan algo de interés.
Sin embargo, el producto estrella de Forbidden Planet Londres es otro: el manga. El cómic japonés. La amplia esquina donde descansan cientos de títulos de manga es un lugar intransitable. Los clientes están casi codo con codo buscando compilados de “Uzumaki”, de Junji Ito; “Jujutsu Kaisen” o “Shingeki no Kyojin”. Puede que le suene a chino, aunque es verdad se trata de japonés y de títulos best-sellers que han trascendido las fronteras de Japón para instalarse sin problemas en la capital inglesa y en fines de mundo como Chile y Argentina.
Allende Los Andes -y en el mundo en general- el manga y el animé es grito y plata. Créame. Si usted pensaba que este tipo de contenido era exclusivamente para gammers onanistas disfrutando del hentai (el porno en versión animé), déjeme decirle que se equivoca rotundamente.
El manga y el animé, como una unidad de negocio y arte, se han transformado a lo largo de las tres últimas décadas en una potente y única expresión que domina cada vez con mayor fuerza el mercado del consumo cultural en el idioma que nos ocupa: el español.
Aunque hay que ser justos con los franceses, ellos son el segundo país donde más manga se vende anualmente en el mundo con 50 millones de ejemplares contra los cerca de 400 millones de Japón.
Y de acuerdo al informe anual de la Asociación de Animación Japonesa el mercado del animé a nivel global está valuado en US$24 mil millones y se prevé que alcance los US$43 mil millones en 2027.
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Pero dejemos un momento de las cifras para hablar lo que justifica tal cantidad. Y tras décadas de someterme gustoso a este tipo de consumo cultural, puedo concluir que tal cantidad se debe a la calidad de las series y películas de animé e historietas japonesas.
Se trata de historias innovadoras, atrevidas, algunas sin duda de una soberbia narrativa fuera de este mundo y que han trascendido el tiempo para llegar a influenciar las obras de los actuales dueños del cine “serio” de Hollywood.
De hecho, ruedan en redes sociales desde hace un tiempo las secuencias que inspiraron al todopoderoso Christopher Nolan, quien “homenajeó” al soberbio animé “Paprika” del difunto Satoshi Kon en su filme “El origen”. El animé de Satoshi Kon era un viaje de una científica dentro de los sueños de otros y el filme de Nolan, además del tema, rinde tributo con secuencias casi calcadas tales como las de una figura humana tratando de mantener el equilibrio mientras avanza a través de un pasillo que rota y cambia de dirección entre arriba y abajo.
Otro ejemplo: “Matrix” de las hermanas Wachowski. El mundo cyberpunk de esta película de Hollywood de 1999 está casi instalado, espiritualmente, en el fantasma de la máquina de “Ghost in The Shell”, de Mamoru Oshii de 1995: una anticipatoria aventura en un mundo donde lo humano y lo artificial se mezcla en un híbrido alucinante.
El manga y el animé, como una unidad de negocio y arte, se han transformado a lo largo de las tres últimas décadas en una potente y única expresión que domina cada vez con mayor fuerza el mercado del consumo cultural en el idioma que nos ocupa: el español.
Y para qué hablar del clásico manga “Akira”, de Katsuhiro Ôtomo, que se empezó a publicar el mismo año de estreno de la cinta “Blade Runner”, en 1982. Y ambos títulos, uno de Oriente, el otro de Occidente, anticipan un futuro distópico lejano para los 80.
¿La razón? Curiosamente ambas obras, “Akira” y “Blade Runner”, están ambientadas en el mismo año 2019, un inesperado espejo de lo que fue el Chile del estallido y protesta social justamente ese año. Son reflejos y destellos de la condición humana que supo y sabe leer y disectar tan bien en calidad de autor el señor Katsuhiro Ôtomo: un cirujano de la animación (en el perfecto animé de “Akira” que luego estrenó en 1988) que planta sobre la superficie de la pantalla el filo de su tinta para abrir, como un bisturí abre la piel, la capa que esconde el secreto que lo fuimos, somos y seremos.
El éxito global de “Akira” en Occidente fue la punta de lanza que sacó al género fuera de Japón. Pero no fue lo único.
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Volvamos al mercado latinoamericano y en español. N ada hacía presagiar que la llegada de series de animación japonesa a la televisión de antaño durante las dictaduras como la argentina y chilena iba a desencadenar tal efecto bola de nieve: hoy tiene a los millenials de esta parte del mundo gastando en 2024 pequeñas fortunas para abultar sus bibliotecas de diversos mangas.
Mucha de la TV latinoamericana de los años 70 y 80 repletó su programación con animé fast food: teleseries melodramáticas como “Candy Candy”, “Jet Marte”, “Heidi”, “Mazinger Z”, “Fuerza-G”, “Marco”, “Festival de los Robots”, “Robotech”, “Capitán Futuro” y un largo etcétera de material anquilosado en la memoria colectiva de los ahora cincuentones como quien suscribe: un material de museo doblado desde el japonés al español en México o Argentina.
-Eres mucho más linda cuando ríes que cuando lloras-, es una línea cantada en un contenido acento argentino de un galán de Candy Candy y que para muchos corre como un hámster en el cerebro cuando se trata de recuerdos imborrables.
De hecho, aun lo recuerdo, un dibujante chileno de manga y fanático de Candy me ofreció un duelo a golpes tras una broma en una convención de ciencia ficción y fantasía a los inicios de los 2000s, pre-era de las Comic-Con. Ambos ya éramos bastante creciditos. ¿Mi pecado? Bromear diciendo que Candy, en vez del hogar de Pony, vivía en el lupanar de Pony.
Para mi contrincante, yo había mancillado la honra de Candy Candy. Así de fuerte y reales podían algunos sentir al animé.
Al final, tuvieron que separarnos.
Generacionalmente estas series calaron hondo en la región, especialmente la saga “Dragón Ball”, que convirtió además en celebridades a los actores de doblaje como Mario Castañeda: la voz del héroe Gokú (el protagonista) y actor de doblaje devenido en un rock star en permanente gira por convenciones otakus diciendo frases de su personaje.
De esta manera, fue cosa de tiempo para que los distintos tipos de historias que siguieron llegando a través de la TV abierta, la irrupción del TV cable y los formatos DVDs, y las funciones de cine piratas e ilegales, fueran madurando en complejidad, fueran saliendo de la mera pauta infantil y se instalaran como piezas de culto y profundo nihilismo.
“Evangelion”, programada en TV abierta en Chile merced el milagro de un incauto programador, usó la excusa de los robots gigantes para desplegar una de las más complejas, metafísicas y notables series de animé jamás vistas. Un relato con referentes valientemente bíblicos y con un atormentado adolescente cuyo único anhelo es el afecto paterno pero que para conseguirlo debe salvar al mundo pilotando no solo una máquina gigante, sino que además una responsabilidad para la que nadie está en ningún caso preparado.
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El manga y el animé nacieron en Japón en la primera mitad del siglo XX y fueron expresiones usadas posteriormente como medio de propaganda a la hora de fortalecer los ideales de la nación asiática en su ecosistémica geográfico.
Tal como pasaba en las primeras décadas de la industria del cine nipona, Japón recalcaba en tales medios de expresión los ideales de su propia cultura como la divinidad del Emperador, las tradiciones feudales, la espiritualidad de su acervo y un estilo de vida en general que no tenía nada que ver con el american way of life impuesto por los estadounidenses en Japón tras la detonación de las bombas nucleares sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki y que resultaron en el asesinato de 300 mil inocentes.
El intervencionismo cultural de los EE.UU. en el país insular fue brutal. Los relatos de su industria fílmica que ensalzaran al Emperador y/o su supuesta condición divina, en contraste con el valor de la democracia “occidental” en proceso de instalación, fueron arrancados de cuajo.
Algunos cineastas como Akira Kurosawa supieron adaptarse al nuevo contexto. Pero de todas maneras debieron disimular recurriendo, por ejemplo, al homenaje a algo tan “americano” como el western en “Los siete samuráis” de 1954.
Se trata de historias innovadoras, atrevidas, algunas sin duda de una soberbia narrativa fuera de este mundo y que han trascendido el tiempo para llegar a influenciar las obras de los actuales dueños del cine “serio” de Hollywood.
Sin embargo, bajo el alero de la compañía Toei Animation, la animación japonesa bajo la ocupación yankee pudo sortear la férrea censura e instalar entre líneas críticas soterradas a la paranoia nuclear, el mal uso de la tecnología y el control de la ciencia por parte de un poder político “corrupto” en muchas de las piezas del genio Osamu Tezuka como “Astro Boy” y su portentoso mensaje pacifista.
De hecho, en este mismo sentido el filme de 1988 “Akira”, dotado de un profundo examen del extravío de la identidad nipona, reflexiona desde los años 80 sobre cómo Japón está perdido de su propia identidad debajo de una abultada capa de influencia occidental vertiginosamente capitalista. El estimulante espejismo de una mega-ciudad brillando de noche, una Neo-Tokio reconstruida después de la Tercera Guerra Mundial, en cuyas calles la estela de luz que deja la loca carrera de la motocicleta roja de Kaneda, el protagonista, simboliza ese inasible fijación de lo que se ha sido, de lo que se es y de lo que será.
Con el crecimiento exponencial del manga y animé Japón ha reformado su imagen e identidad frente al mundo. Ha sido por medio de estas expresiones menospreciadas por cierta élite, por cierta academia, que la industria del animé y el manga, como una gran unidad, se ha convertido en una factoría que devuelve el propio reflejo de Japón en la pantalla de cine o streaming o sobre las páginas de los miles de títulos disponibles.
En cualquiera de esos formatos vemos la artesanía del lápiz y pincel, de la acuarela de los fondos, vemos la recreación ilustrada de sus alucinantes paisajes rurales, la nostalgia insular de su gente, el delirio de neón del Tokio real (o irreal).
Y lo más interesante: podemos vernos a nosotros mismos. Chilenos, argentinos, franceses, gringos.
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Durante la pandemia las cifras de venta de manga crecieron notoriamente. La venta de manga en Chile aumentó en 600%.
Leyó bien: un 600%.
La renovación de títulos y la llegada de nuevos y atractivos contenidos como “One Piece”, “Jujutsu Kaisen”, “Chainsaw man” le abrieron el apetito a grandes editoriales como Editorial Planeta y Random House que inauguraron respectivamente sellos para editar en español estos contenidos de la nueva oferta del siglo 21.
Súmase librerías especializadas que se multiplican día a día y que incluso “los monos chinos” son parte de la oferta en quioscos, súmese el éxito del canal Crunchyroll (con más de un millón de seguidores en su cuenta latina de Instagram) y puede concluirse que este fenómeno cultural dejó de ser algo atomizado y que estamos en presencia de un negocio billonario: una operación monetaria que sólo crece y crece cada día a nivel global y cultural y que se manifiesta tanto en el campo editorial como también en el animé de streaming Netflix y en el campo cinematográfico (sin mencionar los videojuegos).
El legendario estudio Ghibli -que hace poco abrió su parque de diversiones en Japón y que ha hecho escuela durante décadas con títulos perfectos como “Mi vecino Totoro” y “La tumba de las luciérnagas”- se terminó de consagrar: se instaló en los primeros lugares de taquilla del mundo, incluyendo Estados Unidos, Chile y más países de habla hispana, con su nueva producción “El niño y la garza”, de Hayao Miyazaki, recientemente nominada al Oscar.
Se trata de una pieza soberbia que no sólo homenajea el legado incalculable del estudio, sino que además se presenta como la permanente tensión en las películas de este director: a saber, respetar a la naturaleza versus depredarla, y tristemente y de esta manera, acabar con el mundo como lo conocemos.
Se suponía que “El niño y la garza” no iba a existir pues Hayao Miyazaki se había retirado del mundanal ruido con su anterior “El viento se levanta”, de 2013. Sin embargo, este sorpresivo regreso al ruedo ha sido un come-back recargado y digno de la jovialidad de un creador veinteañero encerrado en el cuerpo de un octogenario señero y genial.
El surrealista mundo de “El niño y la garza” tiene el sello de garantía de Ghibli y, por cierto, de Hayao Miyazaki, uno de los autores claves que ha elevado estas “películas de monitos” a la categoría de obras maestras para todas las edades y eso incluye adultos. Quizás sea demasiado simplista tildar a Miyazaki del Walt Disney japonés cuando en verdad es mucho más y mejor artista que su contraparte gringa.
Como muchas piezas de Miyazaki, en “El niño y garza” el vínculo con la madre es fundamental. Se trata de una muy personal adaptación de la novela “¿Cómo vives?” escrita en 1938 por Genzaburō Yoshino y que Miyazaki convierte en un reflejo de su propia niñez merced la ficción de la cinta: el niño protagonista pierde a su madre dramáticamente en un incendio traumático. Entonces, el chico tiene curar sus propias heridas en una nueva vida, en un nuevo lugar y con una adorable madrastra.
En ese entorno es que comienza la magia: una garza que habla le indica el camino a nuestro joven héroe hacia una torre donde el tiempo-espacio y el pasado, presente y futuro se mezclan en una flora y fauna increíble, donde lo fantástico surge sin temor a ser arrasado por la realidad y el delirio infantil se conjuga con la nostalgia de la ancianidad.
Con el crecimiento exponencial del manga y animé Japón ha reformado su imagen e identidad frente al mundo.
“El niño y la garza” es una película que conecta con audiencias tanto asiáticas, gringas, europeas y especialmente con Chile o Argentina porque compartimos esa arista por el melodrama marcado, la emoción exagerada, la intensidad a flor de piel.
De hecho, el realismo mágico latinoamericano no dista mucho de la propuesta de Ghibli en general y de Miyazaki en particular, donde todo es posible en la más absoluta normalidad. Donde lo increíble ocurre de manera creíble y lo asombroso es pan de cada día.
El animé y el manga son la mejor cara del Japón actual porque, cada uno de estas manifestaciones respectivamente, nos adornan la vida con mundos imposibles pero nunca perdiendo de vista lo posible… y sobre todo, lo emocional. En “El niño y la garza” se homenajea el viaje al otro lado del espejo de Alicia, pero en este país de las maravillas de Miyazaki no importa tanto el efecto de cámara como sí el afecto especial.
“El niño y la garza” es de este modo una reflexión y relato sanador sobre el luto de perder a una madre y cómo es posible reconciliarse con ese inmenso dolor. Es, en una idea, sobre un trauma tan apocalíptico en la vida de un niño como lo puede ser una hecatombe nuclear sobre un país. ¿Y cuál es el camino para reconstruirse, por lo menos simbólicamente hablando?
Justamente lo que ha hecho el arte industrial japonés: exorcizar el horror nuclear, forjándose una nueva imagen frente a sí mismo como país… y, claro, frente al mundo. Una animada e insuperable imagen que está, gracias a Miyazaki et al, en una inmejorable edad dorada.