Crónica

Una memoria a saltos por el Marga Marga


Más allá de la ciénaga espera el mar

Un pantano fue reconvertido en postal de la ciudad jardín. A contracorriente, Catalina Porzio propone un recorrido por el tiempo y su geografía. A fines del siglo XIX, cuando Viña del Mar se transformó en el balneario turístico de la emergente burguesía capitalina, se decidió encauzar las aguas del estero Marga Marga. Un espejo de agua de una ciudad de brillos y sombras.

Crédito de la foto: Milagros Abalo

Lo primero fue el pantano. 

Antes de que el mar tomara predominancia, mucho antes de que existiera el balneario con sus casas ampulosas, la línea del ferrocarril y los jardines perfumados y los enredos familiares que nutrieron la mitología de la ciudad, antes, incluso, de que recibiera su bautismo –cuando según Edwards Bello no había viña ni mar–, estaba el estero. 

Si bien no era un curso constante y generoso con el torrente de un río, los manchones de agua dispersos que vemos en los primeros registros visuales del diseño urbano se cruzan con el relato de historiadores que describieron siglos de trabajo indígena. Extraían oro del lavadero para honrar en un comienzo a sus dioses y terminar enriqueciendo a los españoles, hasta que el recurso se fue agotando (y pasados los años, solo de vez en cuando, en un rapto de heroico entusiasmo, alguno se animaba a montar por sus propios medios una empresa infructuosa). 

Una hipótesis sobre el nombre Marga Marga se le atribuye a la fuerte presencia de las mujeres (malghen) en la extracción del metal dorado. Me gusta imaginar que esas mujeres, además de buscar el oro, bañaban sus cuerpos sudorosos en aguas puras, ajenas a las capas de hediondez y al asco que tiempo más tarde,  por décadas, provocó la filtración de los desagües domésticos, la cloaca.

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Si seguimos a contracorriente una vista cenital, el surco que dibuja el estero desde el mar hacia el interior divide la ciudad en dos mitades, como un tajo zurcido por puentes que se suceden y desde cuyas alturas podemos contemplarlo, espiarlo. 

No conozco las razones del ancho que determinaron para cercar su lecho levantando muros de contención, pero el gran pantano que antecedió a Viña del Mar solo vuelve a nosotros en los residuos materiales que esconde esta zanja. La hoya hidrográfica que lo alimenta es enorme, y aunque no lo notemos es bastante improbable que llegue a secarse. Por ahora lo que vemos y recordamos es una multiplicidad de paisajes consecutivos que se organizan en un flujo tan misterioso como sus aguas.

De todo el recorrido por el Marga Marga, la imagen que nos gobierna la conservamos intacta a causa de que fue reproducida hasta la saciedad en fotografías de distintas épocas, de manera casi invariable: una condensación escenográfica de la ciudad que se eterniza ante el agua que la refleja como a Narciso, un juego especular que despierta la ensoñación. Se trata del agua dura que duplica la geometría de los íconos arquitectónicos, sobre todo la alternancia moderna (y sin querer evertoniana) de los balcones virados, azules y amarillos, del edificio Copacabana y la retahíla de palmeras que lo anteceden, logrando a veces tal grado de precisión que las formas y su reflejo acarician la ilusión de un mundo en duplicado, indiscernible. Basta invertir la imagen en sentido vertical para obtener el mismo resultado. Esta composición es la postal por excelencia. Incluso en una pintura, Copacabana, de Natalia Babarovic (la portada de esta nota) que muestra un encuadre frontal de estos elementos sin los destellos efectistas del color, con una paleta grisácea, logra una pátina melancólica, líquida y algo brillante, propia de un día de lluvia o pasada por el filtro de unos ojos llorosos, recreando esta atmósfera ambigua.

Se cuenta que este estero es de tipo estacional: mientras el caudal sea bajo, el agua se filtra subterráneamente hacia el mar haciendo una barrera natural con el sedimento que arrastra desde otros lugares; con las crecidas esa barra se rompe y el estero se descarga mezclando las aguas (dulce y salada). Entonces baja su nivel y el ciclo recomienza. 

Para procurar este espejo de agua dormida –traicionando su destino de morir en el océano–, han construido un barra permanente; un montículo de arena que alguna vez tuvo estatus de playa (o al menos el nombre: playa Casino), pero que no prosperó y dejó, en cambio, un paisaje inhóspito, custodiado por una retroexcavadora que no se mueve y espera la ocasión remota de que el agua se rebele y haya que dejarla fluir para evitar una catástrofe. Su presencia nos recuerda que más allá de la ciénaga espera el mar.

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Al voltear la cabeza desde el puente, el paisaje sufre un cambio brusco: el espejo de agua es devorado por la aparición exuberante de un humedal cuyo verdor esconde el suelo bajo un tupido espesor de plantas flotantes, tan atractivo como imposible de pisar, comparable a la fantasía de caminar sobre las nubes. 

Este tipo de vegetación poco prístina se llama ruderal, y su origen proviene de la palabra escombro: especies en su mayoría extranjeras que se alojan y multiplican en ecosistemas alterados, pequeñas migrantes que encuentran hospitalidad en el caos, y apodos encantadores y cercanos como “lenteja de agua” y “guata de sapo”.

En ese verdor se asoman algunos animalejos: un bulto se mueve apenas perceptible bajo el agua, una especie de pato grande que juguetea exhibiendo parte de su cuerpo cubierto de un plumaje oleoso. Por su aspecto, bien podría tratarse de algún roedor semiacuático, tal vez un coipo. La naturaleza de los seres que habitan aquí es difícil de precisar. 

Para descubrir esta fauna rara es necesario detenerse y fijar la mirada un buen rato como, me imagino, lo hace un avistador de pájaros, y aguardar en silencio con el cuerpo suspendido hasta que aparezca la presa que se anhela ver. 

La carga contaminante de estas aguas es conocida, la falta de oxígeno y las dosis de caca incitan a esperar la aparición de criaturas tendencialmente monstruosas, seres contrahechos, mutantes pobres –tan alejados de la admiración que suscitan las rarezas mitológicas– despojados de todo glamour. Pequeños frankensteins que parecen divertirse ignorando por completo aquellas condiciones que les son tan adversas, con la ternura que despiertan siempre los distraídos.

Antes de que el mar tomara predominancia, mucho antes de que existiera el balneario con sus casas ampulosas, la línea del ferrocarril y los jardines perfumados y los enredos familiares que nutrieron la mitología de la ciudad, antes, incluso, de que recibiera su bautismo –cuando según Edwards Bello no había viña ni mar–, estaba el estero. 

Con la misma paciencia es posible descubrir un cardumen de peces que, demasiado robustos para llevar a cabo su coreografía, se dejan llevar por la suave y magra corriente del arroyuelo, tan grises como el agua que los disimula. Desconocen el peligro que los acecha. Un día cualquiera, hace no tanto tiempo, el lecho oscuro del estero amaneció pintarrajeado de manchas plateadas, cuyo resplandor siniestro solo excitaba a un grupo de gaviotas que se atropellaban por llegar primero al festín.

Un cartel advierte algo inverosímil: zona de lobos marinos.

De repente se cuela la aridez y los verdes mullidos son reemplazados por un gran peladero de tierra usado durante el día como zona de estacionamiento, donde hileras de autos avanzan por bajadas caprichosas hasta saturar el espacio. Es un caos. Parecen bichos desorientados que van y vienen hasta formar grandes escuadrones metálicos, siempre a riesgo de quedar empantanados y hasta hundidos si cae la lluvia y reaparece el caudal. Cuando los autos se retiran, lo que queda del día y su ajetreo es un trazado blanco, apenas unas líneas dibujadas en el piso, la seña de una estructura fallida.

La imagen de esa ausencia es persistente. El peladero siempre nos recuerda su contracara: episodios sobrecargados de formas y sonidos. Escenas abarrotadas que se repiten en distintos puntos a medida que nos internamos, como la feria de los camiones que llegan de los alrededores y surten el intercambio de frutas y verduras dos veces a la semana. Un laberinto de fierro y lona que aparece y desaparece en lo que dura la jornada. A pesar de la muchedumbre se está bien ahí dentro, quizá por la alegría que derrama la abundancia de los frutos multiplicados al infinito, bañados por la calidez de una luz tamizada por la lona naranja. La propuesta de un recorrido sucumbe ante la repetición de productos y la polifonía de ofertas a voz en cuello, es el revés de un supermercado. A la hora del desmonte, lo poco que queda en su versión más mustia resiste hasta que los espigadores se encargan de borrar las últimas huellas.

En verano se acentúa esta intermitencia entre lleno y vacío, cuando exactamente en el mismo lugar –como la memoria que caracteriza ciertas afecciones a la piel–, vuelven a instalarse las mismas entretenciones, haciendo una mueca cada vez más deslucida a los veranos anteriores. Es la temporada donde el polvo no alcanza a opacar la estridencia de las luces artificiales, los parlantes y el olor a fritanga. Los circos, no menos pobres que antes (aunque en lugar de bosta y aserrín predominen los olores confitados), se han ido sofisticando, y en vez de recordar la itinerancia de los gitanos, sus carpas se alzan como copos de merengue artificial. Puestas en serie –de manera consecutiva pero separadas por una distancia– son focos de luz que interrumpen la negrura de la oquedad.

Cuando cae la noche, la excitación y los gritos de los zombies que deambulan por los juegos mecanizados buscando sensaciones vertiginosas (centrífuga, centrípeta, de caída libre, con mareos que se atoran en la garganta), olvidan un dato atemorizante revelado a la luz del día: que estos juegos han sido armados a mano por unos pocos bajo un sol que enceguece.

Al voltear la cabeza desde el puente, el paisaje sufre un cambio brusco: el espejo de agua es devorado por la aparición exuberante de un humedal cuyo verdor esconde el suelo bajo un tupido espesor de plantas flotantes, tan atractivo como imposible de pisar, comparable a la fantasía de caminar sobre las nubes. 

El catálogo de maquinitas es más o menos el mismo de antaño; más desgastado y con menos variedad. Se ve que han quedado cadáveres en el camino. Hace tiempo dejaron de traer el juego más deseado de los niños: el tobogán gigante con su cuerpo de ondas enceradas, por el que deslizarse solo o acompañado sobre un saco de arpillera fue alguna vez el peak de la emoción. Desde su punta, antes de lanzarse, en cosa de segundos se alcanzaba a grabar una vista longitudinal del estero iluminado, una corriente de luz que encendía la agitación. 

Estas formas de vida que se condensan en el tramo más amplio del estero son el revés de la postal inicial que emerge hacia arriba. Son flujos subterráneos, ocurren bajo los puentes. Vidas migrantes, esquirlas de lo que Ai Wei Wei llama marea humana: una figura que el mar le presta al interior.

Y cuando pareciera que ya no pasa nada, hay un flujo que persiste en los bordes, un área abyecta e invisible –porque el pudor las termina de esconder– que se trasluce en pequeñas escenas domésticas: una cuerda pegada a un muro con ropa tendida al sol, cartones y pedazos de nylon improvisando una techumbre, una frazada, una silla, una olla, un colchón. Objetos aislados que puestos en común resumen la vida de una casa.

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El estero se recorre por sus puentes y sus bordes, por eso quedan tantas vistas y lugares ocultos, entresijos. No se anda por abajo. Se entra y se sale en ciertos puntos pensados para los autos. El que entra a pie es un marginal.

Todas estas vidas, las que se van y las que permanecen, configuran lo que Álvaro Bisama llamó “Under Viña”, una crónica lúcida y despiadada que por primera vez atrapaba las imágenes indeseables de la ciudad, lo que el turismo no quería ni quiere ver.Y aún más arriba, lejos de los puentes y fuera de los caminos, donde nadie penetra excepto el tren que se filtra en la altura, el estero deja de ser esa zanja definitiva y ruda que atraviesa la ciudad para serpentear entre arbustos hasta perderse en una vegetación silvestre. El paisaje, para nosotros, vuelve a ser un extraño; para el agua parece la forma más justa de comparecer en el entorno, integrándose. La distancia entre esta vista rural y el espejo en la desembocadura no es cosa de kilómetros, está marcada por la dificultad de juntar las dos escenas. El agua que corre y transporta la vida de pueblos vecinos en este caso parece muda; es imposible pensar que son dos extremos de una misma cuerda. Pero, dice Bachelard para referirse a las múltiples formas del agua, el mismo recuerdo surge de todas las fuentes.