El terror es el tipo de películas que más prefiere el público en general, y el público chileno en particular. Es un hecho. Los programadores de las salas de cine, por ejemplo, saben que si para el Día de los Enamorados estrenan un slasher de asesinos seriales, una de fantasmas, de exorcismos y/o una de demonios, no importa si son películas buenas o malas, da igual, las parejas en citas románticas asisten en mayor cantidad y compran más cabritas, gaseosas, chocolates o el comestible que sea para amortiguar los temibles jumpscares a los que los enamorados son sometidos voluntariamente por gusto y placer.
Un negocio redondo.
¿Por qué amamos tanto el terror en la pantalla de cine y en el streaming? ¿Será porque necesitamos tener algo de control en una realidad sin control? ¿Será porque sentimos una perenne inseguridad? ¿Será porque la precariedad de la realidad nos ataca? ¿Será porque la corrupción y los líderes sociópatas nos espantan? ¿Será porque pensamos que no hay escapatoria y que el fin del mundo está cerca y requerimos saber que tenemos el control en una experiencia de pavor simulado?
En Chile sabemos que la falta de seguridad es un tema prioritario para la opinión pública, pero también sabemos que el miedo, o más bien la sensación de miedo, está distorsionada y amplificada por los medios de comunicación del gran empresariado. Medios de miedo. Miedo de medios.
Por ejemplo, un reciente estudio del Consejo Nacional de Televisión reveló que robos y asaltos predominan en los noticieros de la televisión de una manera inflada (son más del 56% del menú informativo) pese a que ese tipo de delitos están en su nivel más bajo desde 2013.
“Quien controla el miedo de la gente se convierte en el amo de sus almas”, dicen estampitas en internet con la frase acuñada por Maquiavelo, quien, por lo demás, nos brindó en “El Príncipe” un making of y guía práctica de cómo para gobernar hay que asustar.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el éxito en el cine y en el streaming de piezas maestras como la coreana “Exhuma”, la estadounidense “Longlegs”, la argentina “Cuando acecha la maldad” o el terror espacial dirigido por uruguayo en “Alien: Romulus”?
Puedo equivocarme, pero la experiencia histórica nos enseña que en períodos de agudas crisis sociales y políticas y económicas, en medio de la sensación de Apocalipsis amplificada por medios, jerarcas y la realidad “real”, el cine de terror suele alzarse como el espejo sobre el cual vemos reflejados nuestros más altisonantes temores y paranoias.
Recordemos hace cinco años el estallido social que vivimos en las calles de Chile, los subsecuentes y fallidos procesos de nueva Constitución, la brutal pandemia global, hambrunas, el genocidio en Gaza en curso en vivo por TikTok y la Tercera Guerra Mundial a la vuelta la esquina –sin mencionar la aguda crisis de corrupción institucional revelada por los chats de Luis Hermosilla– y la sensación ambiente dista mucho de una comedia rosa.
¿El miedo se combate con más miedo –el simbólico, de mentiritas y el controlado de la ficción–? Al parecer, this is the way.
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Pensemos que es verdad que los chilenos somos los ingleses de Sudamérica y tratemos de iluminarnos con las respuestas del mejor cineasta que han dado las Islas Británicas cuando se trata de reflexionar sobre el miedo. Y no, no hablamos de “El resplandor” y su director, Stanley Kubrick, quien en verdad nació en Nueva York y luego fue adoptado por el Reino Unido.
Me refiero a Alfred Hitchcock, nacido en Inglaterra y después adoptado por ese reino de pesadillas llamado Hollywood.
Entre los muchos temores que agobiaban al director inglés, y que paradójicamente lo ayudaron a convertirse en un maestro del suspenso, Alfred Hitchcock tenía un gran, único y extravagante miedo.
Y ese era el miedo a ser atrapado… por la policía.
Pero solo una vez lo consiguieron: cuando era un niño travieso y su padre, para castigarlo y mientras le guiñaba el ojo a un oficial de la ley, hizo pasar al pequeño Alfred algunas horas al interior de una celda como cruel e inaudita medida correctiva.
Desde ese momento traumático, el genio del cine desarrolló un pavor absoluto hacia las figuras policiales. Uniformes, placas, pistolas, esposas, radiopatrullas eran símbolos de un terror mayúsculo. Y como cuenta en el libro de entrevistas “El cine según Hitchcock”, del también cineasta François Truffaut, ese miedo fue el gatillante para producir durante décadas un reguero de clásicos del cine. Gracias a ellos mantuvo a los espectadores de todo el mundo sentados expectantes en la orilla de sus asientos.
Hitchcock controló su mayor miedo asustando a los demás. El miedoso se convirtió en la causa del miedo, un miedo simbólico, obviamente, y su mayor triunfo en ese sentido fue, quizás, la invención del primer asesino serial del cine, Norman Bates, en la perfecta película en blanco y negro “Psicosis” de 1960.
El rostro de Anthony Perkins, esculpido por las marcas de una honda deshumanización fue la puerta de entrada al horror del Bates Motel. El alojamiento barato a la orilla del camino que, en verdad, era el final del camino para despistados pasajeros que nunca sospecharían que este robótico y amable recepcionista, en el momento menos esperado, los mataría a cuchillazo limpio disfrazado de su difunta madre y cuyo cadáver lo conservaba intacto en las entrañas de esta aterradora construcción motelera.
64 años después, el hijo de Anthony Perkins, Osgood Perkins, acaba de estrenar en calidad de director su mejor película a la fecha: “Longlegs: el coleccionista de almas”, una aterradora desventura sobre la agente del FBI Lee Harper (Maika Monroe, de “It Follows”) enfrentando la inasible y despiadada maldad de un asesino en serie bajo cuyas deformadas facciones late un Nicolas Cage en su mejor actuación en años.
Osgood (conocido también como “Oz”) Perkins me dio una entrevista hace unos años en el Festival de cine de Toronto, por su muy buena cinta: “Soy la bonita criatura que vive en esta casa”, en donde encaraba su reticencia –por no mencionar una vez más la palabra miedo– a ser comparado con el legado de su famoso padre.
–Creo que cuando era joven era más temeroso de eso. Tenía más miedo de mi padre y de cómo pasar o esquivarlo. Pero, a medida que pasan los años, ya tengo la edad que él tenía cuando yo nací: llegas a un momento en que te sientes igual. Me he convertido en alguien sin miedo a ser curioso sobre las cosas que no sabía de él. Entonces, mucho sobre hacer cine es sobre la curiosidad que siento sobre mi padre –me comentó.
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Vivir en Chile para el 99% de la población puede ser una película de terror. No para el 1% más rico que tiene secuestrado el 50% de nuestras riquezas y vive una estupenda sitcom. Nunca, sin duda, han experimentado la constante fila de horrores, uno tras otro, del Chile neoliberal, donde los acreedores acosan día y noche; donde la eterna espera por atención en la salud pública puede significar una sentencia de muerte; donde la violencia de los narcos campea con impunidad; donde leyes hechas en dictadura siguen amparando injusticias normalizadas hasta la raíz; donde el costo de la vida está a la par con Europa, pero sin los sueldos decentes del primer mundo ni sus derechos sociales.
Todo este desastre redunda en una ausencia casi absoluta del Estado: saqueado por los grupos económicos del uno por ciento en desmedro del bien general del noventa y nueve por ciento.
Un escenario horroroso que deprime, que achaca, que nubla la esperanza y desenfoca cualquier pizca de la alegría… que nunca llegó. Como dicen que dijo Antonio Gramsci, “cuando el mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro aparecen los monstruos”.
“Cuando acecha la maldad”, notable película argentina de Demián Rugna que es un hit en Netflix, que ganó Sitges, que brilló en Toronto, es, según su propio autor, una metáfora sobre el ascenso de un monstruo al poder y de su fascismo totalitario que actualmente se encuentra diluyendo tanto a la democracia como a la sociedad argentina.
El match entre la cruda historia de posesión diabólica y la suplantación de lo humano por lo inhumano hace sentido con la palpable ausencia de humanidad ejercida por un régimen y parte de la sociedad trasandina que ataca y “devora” a las minorías más vulnerables: jubilados, estudiantes, enfermos terminales, indigentes, grupos LGBTIQ+, por mencionar algunos.
“Exhuma”, con el protagonista de “Oldboy”, es una versión coreana con una matriz similar: un grupo de exorcistas y expertos en demonios intenta ayudar a una adinerada familia que está siendo diezmada por el espíritu corrupto de un antepasado avaro, cruel y enojado. La acumulación de riqueza mal habida es el corazón desde donde parte la acción de esta maravilla de película.
El subtexto es claro: un mensaje a lo Bong Joong Ho (director de “Parásitos”, la mejor película sobre Chile no hecha en Chile), un raspacacho al capitalismo aunque, claro, una misiva hecha con las herramientas del capitalismo. Cine de género, comercial, sobresalientes efectos especiales “Exhuma”, no por nada, es la película coreana que lidera la taquilla de ese país durante 2024.
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Hace más de un siglo nació en blanco y negro y sin sonido alguno Nosferatu, el vampiro: calvo, ratonil, temible. Una sombra diabólica y antropomorfizada que aún cala hondo en el imaginario colectivo. De hecho, a fin de año viene un nuevo remake de Robert Eggers, que se suma a la versión de 1979 dirigida por Werner Herzog.
En 1922, cuando se estrenó en Alemania “Nosferatu”, de Friedrich Wilhelm Murnau, el país estaba de rodillas luego de perder la Primera Guerra Mundial. El hambre era moneda corriente, la incertidumbre reinaba. Alemania había sido derrotada por las democracias occidentales, sus colonias, despojadas. Las sanciones económicas impuestas eran draconianas y simplemente el miedo invadía al ciudadano de a pie, día tras día.
El cine en sus orígenes supo leer este Zeitgeist o el espíritu de aquellos tiempos. Así nació Nosferatu y la corriente fílmica en la que se le suele incluir este clásico: el expresionismo alemán, cuna de lo que hoy en día conocemos como cine de terror.
Así es: Nosferatu junto a otros títulos alemanes de la época como “El gabinete del doctor Caligari”, “El Golem”, “El Dr. Mabuse”, se convertirían entonces en molde y cantera para filmar décadas después, en Hollywood, en colores y ya con la invención del sonido, historias canónicas de horror sobre Drácula, El Hombre Lobo y Frankestein.
En los años 70 y parte de los 80 hubo un tremendo auge industrial y artístico del cine de terror: “El Exorcista”, de William Friedkin o “La Cosa”, de John Carpenter, “Alien: el octavo pasajero”, de Ridley Scott o la increíble y subvalorada “Possession”, de Andrzej Żuławski” y con Isabelle Adjani y Sam Neill. Esto se debía en gran parte a un reflejo social que alimentaba esos temores paranoides.
En medio de una Guerra Fría falsamente binaria, se era soviético “malo” u occidental “bueno”, pero simbólicamente real gracias a la propaganda de Occidente, el miedo ante un ataque nuclear ruso o la pérdida de nuestra identidad “libre” por una roja y totalitaria, fue caldo de cultivo para un reguero de filmes alto en carga inteligente y provisto de iluminadas metáforas y segundas lecturas.
El horror de “El exorcista”, por ejemplo, ocurre donde menos se espera: en el corazón de una familia monoparental. Una madre que atestigua con pavor la posesión satánica de su hija adolescente. Parece ser el castigo de una sociedad ultraconservadora al pecado de criar sola. A comienzos de los 70, EE.UU. era eso: un país súper conservador, debatiéndose entre la Guerra de Vietnam y el descrédito de un presidente corrupto como Richard Nixon que cayó por el caso Watergate.
La desconfianza en el vecino de al lado, en el amigo, en la propia pareja, cruza inclusive en “La Cosa” a un grupo de científicos en la Antártida: nadie sabe quién es el alien capaz de cambiar de forma y mimetizarse como un humano más. El temor que acecha en el barrio de suburbio gringo también es parte del cóctel de Carpenter en los años 70s con “Halloween”, en cuyos rincones el serial killer Michael Myers asesina a niñeras y novios en celo. Myers mata el pecado del sexo prematrimonial.
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Y el terror en aquella década no solo ocurre en el suelo. También en el espacio exterior con “Alien” de 1978. Unos tripulantes del futuro, dedicados a la extracción de minerales en la expansión sideral del capitalismo hecho ciencia ficción, deben huir entre los corredores de su nave de un extraterrestre sediento por dominar la punta de la pirámide alimenticia.
Por su parte “Possession”, de Andrzej Żuławski y con Isabelle Adjani y Sam Neill, es el terrorífico quiebre de una pareja que vive a unos metros del muro de Berlín, en el lado occidental. Así es: plena Guerra Fría. Sam Neill es un espía que regresa a casa pero en el hogar ya nada es lo que era: su esposa, una extraordinaria Isabelle Adjani, actúa de manera extravagante y ese cambio de mentalidad, esa transformación es la causa del terror que expone Zulawski.
El personaje de Adjani se sale de la norma, actúa por su cuenta, ejerce una autonomía que solo puede comprenderse como si el diablo se le hubiera metido en el cuerpo: como una posesión. Porque nada más podría explicar lo inexplicable: una mujer que puede ser plena sin un hombre al lado… pues no es posible.
Es injusto dejar tanta maravilla afuera cuando se habla de cine de terror. Pero respecto de los últimos años, creo que es más que justo reconocer al estadounidense Jordan Peele como uno de los motores del neo-terror hollywoodense. Su film “Get out!” sin duda es un fascinante estudio sobre la fuerza y vigencia del racismo en la sociedad estadounidense. Dedo en la herida, “Get out!” es una inteligente y osada reflexión sobre la mentalidad supremacista blanca a través de la historia de una pareja inter-racial: una joven blanca y su novio afroamericano que, juntos, van de visita a la casa de los suegros de él.
Los medios conservadores y la propaganda trumpista apuntan siempre a las minorías como fuente de miedo. Del crimen. De los robos. De todos los males. Jordan Peele da vuelta la tortilla y hace que el temor máximo para un afroamericano venga desde el blanco-progre-buena onda.
La paranoia social también es objeto de estudio de “MaXXXine”, el cierre de la trilogía con Mia Goth y de Ti West compuesta por “X”, “Pearl”. Bajo la estética de los slashers ochenteros, esta buena cinta de terror homenajea al formato VHS, al consumo análogo de películas en videocaseteras con su historia ambientada en aquellos años: mucho neón, calles mojadas durante la noche y bastantes cuotas de meta-relato ya que se trata de una película sobre cómo se hace una película.
Ti West, como buen cinéfilo, despliega una historia de asesinos en serie, nada de sobrenatural, para mezclar el texto de su trama con el subtexto que yace en nuestro actual contexto: una matriz social dividida y polarizada, absurdamente idiotizada, mientras prevalece una normalización de la violencia, la muerte y la carnicería humana como nunca antes vimos en los mass media.
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Pero volvamos a “Psicosis”: en 1960 marcó un hito porque Hitchcock corrió el cerco no solo de la censura (la recordada escena de la ducha fue un escándalo), sino que además de la narrativa al atreverse a “asesinar” a la protagonista, Janet Leight, en la mitad de la película y luego darle la posta del rol principal a Norman Bates: el solitario regente del motel Bates y en verdad un serial killer que mantiene el cadáver momificado de su madre mientras él mismo se disfraza con las ropas y peluca maternas para cometer sus atroces crímenes.
“Psicosis” sigue resonando en la cultura pop y para el irreverente filósofo Slavoj Žižek tiene incluso interpretaciones lacanianas: “La casa de Norman Bates está dividida con las mismas dimensiones que la teoría psicoanalítica de Freud: La planta baja el Yo, donde Norman se comporta con normalidad. Arriba está el Superyó, donde está la madre muerta. Y abajo en el sótano está el Ello, reservado a las pulsiones ilícitas”.
Un subterráneo donde Norman hace y deshace sus crímenes. Esta casa, esa construcción que refleja la mentalidad prototípica capitalista, es homenajeada en “MaXXXine” de forma tácita.
En una secuencia, la atribulada protagonista huye hacia el set donde se filmó “Psicosis” para salvar su vida… Es, literalmente, una película que se aloja dentro de la seguridad que le ofrece el Motel Bates de “Psicosis”. Un refugio espectral que se nos sigue apareciendo. Una casa, un crimen, un asesino que sigue penando dentro de los andamiajes del cine de terror y, en especial, a uno de sus principales herederos:
Oz Perkins, ahora consagrado con “Longlegs”, y para quien las historias de fantasmas tienen una conexión personal más allá de la vida de su padre... más bien, relacionada con su muerte.
–Me gustan las historias de fantasmas por lo que me ha pasado con mi propia experiencia con la muerte, con la pérdidas –me decía Oz Perkins, quien ha experimentado pérdidas terribles y mediáticas cuando, primero, su padre murió en 1992 producto de una neumonía derivada de los síntomas del VIH.
Y su madre, Berinthia "Berry" Berenson-Perkins, fue una de las pasajeras que murió en el vuelo American Airlines que se estrelló en la sección norte de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001.
–¿Dónde van todos los que fallecen? –se preguntaba Oz detrás de unos lentes cuadrados– Cuando algo muere, ¿realmente solo se va? ¿Tu relación con esa persona acabó? ¿O existe un elemento que se queda? Pienso que los fantasmas son la manera que los humanos tienen para reconciliarse con la pregunta de dónde van las personas cuando mueren.