Publicado el 8 de diciembre de 2022
Cuando Maradona le grita a Kusturica “¡qué jugador que nos perdimos!”, lo que ninguno de los dos sabía era que ese jugador ya existía, ya había debutado, ya estaba ahí; simplemente debían pasar unos cuantos años (el documental del serbio se estrenó en 2008) para comprobar que esa teoría podía acercarse a la verdad. La teoría: cómo hubiera sido un Maradona sin la explosión de las fiestas, “sin cocaína”, hasta dónde hubiera llegado un hombre sin ese fuego negro que a él lo quemó adentro y al que cada tanto exorcizaba con ideas como —un ejemplo— llegar a un entrenamiento de Boca manejando un camión. Cómo hubiera sido, cómo, un crack industrial, obediente, fabril. De la mansión a la cancha y de la cancha a la mansión. La respuesta ha llegado ahora, 14 años más tarde, en Oriente Medio, y ese jugador se llama, obviamente, Lionel Andrés Messi.
No hay un solo hombre que haya hecho lo que hizo el capitán de la Selección Argentina, a los 35 años y medio, en un Mundial. No existe, no lo hay. Zinedine Zidane, el monje karateca que la rompió toda con Francia en 2006 (quizás el único que se le acerca), recién había cumplido los 34 cuando jugó la final. El Diego Rocky —el Maradona Balboa del Mundial 94— tenía entonces 33. Platini se retiró a los 32. A la edad en la que Messi imantó polacos y australianos, Ronaldinho jugaba en el Querétaro, en México, y en el Cosmos de los Estados Unidos estaba Pelé. En el Mundial de Rusia, cuando le metió tres goles a España, el cyborg portugués, Cristiano Ronaldo, tenía 33. Justo a esa edad se retiró el otro, el Ronaldo campeón del mundo, en el Corinthians de Brasil. Nadie, ninguno, pasados los 35, enjaulado entre rivales que se preparan como astronautas para competir, hizo esto que hace este animal: salir del tiempo, olvidarlo, intentar las apiladas y gambetas que hacía en 2014, cuando el dólar estaba a ocho pesos, y que le salgan igual. Lo que sucedió en el 2-1 a Australia debe haber sido una publicidad encubierta para Marvel y sus multiversos. En un mismo partido jugaron el Messi de los 19 años, el de los 25, el de los 33.
“Esto es vivir. Ésta es la manera de sentir un Mundial (…) Porque yo sentía, en esos últimos diez minutos, con el 2-1, que era yo el que la tenía que tener. Los demás tenían que dar vueltas alrededor mío, mostrarse, correr, pero la pelota era mía, la tenía yo. Me llamaba. Por todos lados. Tenela vos”.
La expresión, maravillosa, no es de Messi tras el duelo de octavos: es de Maradona, la misma noche del 2-1 a Nigeria en el Mundial 94, charlando con el periodista Adrián Paenza en una entrevista exclusiva para Canal 13. “La pelota, en vez de la marca, tenía mi nombre. Decía: ´Diego, Diego, Diego…´”. Todo ese embale —todo ese amor— se perdió después en las tinieblas de la historia porque apenas unas horas más tarde, al otro día, llegaría el descubrimiento masivo de la palabra efedrina, el silencio pandémico en las calles de la Argentina y la segunda exclusiva con Paenza, la que nuestra cultura no puede olvidar: “Me cortaron las piernas, ¿sabés?”. Aquel partido, el de Nigeria, había sido la última vez —según la empresa de datos Opta— que un jugador mayor de 33 años había logrado al menos cinco gambetas en un mismo juego de un Mundial. Eso, hasta que hace unos días llegó Polonia, en la fase de grupos, y Messi hizo lo mismo con dos años más. Una nueva línea se ha abierto en el tiempo. El jugador que nos habíamos perdido ya está acá.
Y acá es donde entra su propia historia. Su tragedia. Una travesía que empezó con una derrota y una noticia falsa. Con su bronca. Con una explosión.
El primer partido que Messi jugó en el ciclo de Lionel Scaloni fue en Madrid. En marzo de 2019 (año uno antes de la pandemia) la Selección perdió 3-1 contra la Venezuela de Rafael Dudamel. Ese día debutó Lisandro Martínez en la Mayor. Pity Martínez fue titular (arriba, con Messi y Lautaro) y en el segundo tiempo entraron (hablando de multiversos) Walter Kannemann, Roberto Pereyra, Domingo Blanco, Matías Suárez y Darío Benedetto. Iván Marcone y Matías Zaracho estuvieron en el banco también. Cuatro días después el equipo se enfrentó a Marruecos (el partido se jugó en Tánger), pero Messi no viajó: un dolor en el pubis le impedía jugar. Entonces, zócalo rojo, último momento, atención: el periodismo industrial, indignado por que el delantero se había bajado, lanzó a la arena pública su furia hacia a ese tipo que tantas veces no le había rendido a nuestra querida Nación. Ya harto, Messi le mandó un mensajito al periodista Pablo González, de TyC Sports, que en ese momento tenía un programa de radio con Martín Souto, ahora en ESPN. “Llamame ahora”, le escribió. La producción lo llamó y, al aire, una mañana argentina, con el canal Todo Noticias transmitiendo la entrevista en un urgente dúplex, en vivo, apareció el Messi de verdad: el que putea, el que se calienta. El que dice boludo. El que dice petacular.
“Ya se hizo costumbre mentir, pegarme, decir cosas sobre mí. Me pegan cuando estoy, me pegan cuando no estoy (…) Cuando yo decidí volver a la Selección tuve mucha gente en contra: familia, amigos… Muchísima gente me decía: `Pero no vuelvas más. ¿A qué vas a volver? ¿A que te maten, a sufrir?’. Mi hijo, ¡mi hijo!, de seis años, que ya entiende, me dice: `¿Por qué te matan en Argentina, papi? ¿Para qué vas a la Selección?’”.
Todo eso pasó después del primer partido de Messi con Scaloni. El primero. Otra Selección comenzaba, pero él seguía igual. Para colmo, ese mismo año, tres meses después, el equipo cayó en semifinales de la Copa América contra Brasil. Otro golpe. Otro fracaso. La piedra rodando hacia abajo una vez más.
—¿Vos te das cuenta de que si perdemos —le dice Rodrigo De Paul a Alejandro Gómez, el Papu, en la concentración argentina, la tarde previa a la final de la Copa América 2021 contra Brasil— éste capaz no vuelve más?
“Éste”, dice De Paul, y cabecea hacia donde está, ahí solo y calladito, Lionel.
La tragedia del jugador más fabuloso de todos ha sido siempre la Selección. En el país de Maradona, Housemann, Bonavena y Monzón, cada deportista ha tenido la suya. Hay algo, una fuerza negra, contra la que no se puede navegar. Todo será maravilloso, sí, pero esto no. Es la cláusula roja en el contrato, el pacto, la condición. “¡No! ¡Yo lo voy a seguir intentando, yo quiero ganar!”, se emperraba Messi en aquella entrevista radial. Es algo más insólito que sus récords lo que ha sucedido entre 2021 y este 2022: finalmente hubo un chico de 34, 35 años, que le ganó a su propia tragedia. Décadas de haters, cuatro finales perdidas: justo donde había nacido no le profesaban tanto amor. Pero lo logró. Aquel zurdito de flequillo flogger que no cantaba el Himno finalmente lo logró.
“Después del 3-0 a Venezuela que jugamos por las Eliminatorias en la Bombonera —cuenta Pablo Aimar en el documental Sean eternos— le dije a Leo algo que le había escuchado contar a Michael Jordan en sus últimos años de carrera”.
Lo que Jordan había dicho era que durante 1998 y 1999 —cuando ganó su quinto y sexto anillo con los Chicago Bulls— él jugó cada partido para los hinchas que ese día, en el estadio, quizá lo verían por última vez. Para ellos, o para los que recién entonces vivían la experiencia de tenerlo ahí cerquita en una cancha —y tal vez ya no hubiera otra. Yo soy esto. Así juego. No me olviden. No lo olviden más.
—¿Sabés? —le dijo Aimar a Messi en un vestuario de la Bombonera— Vos acabás de hacer lo mismo recién.
Y lo mismo hizo contra México. Y contra Polonia. Y contra Australia. Ojalá el viernes lo pueda hacer también.
Eso sí: algo se ha movido por suerte en la patria comunicacional. El capitán ya tiene un respaldo de influencers y youtubers que crecieron con él (Coscu y Momo tienen 31 años, Luquitas Rodríguez 30, Ibai Llanos 27), y que —como justamente les pasa a Leandro Paredes, Dibu Martínez, Julián Álvarez, De Paul— eran apenas adolescentes mientras el enano se mandaba sus maravillas; entonces, ya flasheados, no les influirá en nada qué dirán –qué gritarán— los representantes del panelismo niembrista (ver Toti Pasman), o qué hizo Maradona en el 86. Leo es su Diego. Es su generación la que le ha bajado el volumen a esa horda de hinchas argentinos +40 que durante años celebró —o más que celebrar, se aliviaba— cada vez que un defensor paraguayo le robaba la pelota a Messi en un partido de Eliminatorias en Asunción: viste que no era tan bueno, a mí no me iba a cagar. ¿Se acuerdan? Eso se decía. En el país de la avivada, Messi había pasado a ser una trampa más. Yo sabía, se repetían. No es Diego. No bardea. No se rebela. No se parece a vos. No se parece a mí.
Y entonces, porque el problema ha sido siempre nuestro, a diferencia de negarlo tres veces, lo quisimos tres veces nada más: cuando lloró y dijo que renunciaba (porque si hay algo que entendemos es el cansancio, la frustración), cuando trató de corrupta a la Conmebol (una vez que pensamos lo mismo) y, finalmente, cuando ganó: cuando —al fin— ganó. A Brasil, y en Brasil. Porque tenía que ser a Brasil, y en Brasil. A Perú en Ecuador quizá no se hubiera valorado tanto.
Éste de Qatar fue el primer Mundial en el que fuimos, ante todo, hinchas de él. El primero. Han pasado 16 años y una final del mundo en el medio y recién ahora —ingratos, porque ganó— Messi vivió un torneo al que ya de entrada viajó liviano, ya mural, ya querido, sin la némesis de Fiorito encima suyo. Y aunque de Maradona recordaremos siempre el gol en el que se gambeteó a medio imperio, ¿qué jugada recordaremos de Lionel? ¿No es verdad que son tantas que se mezclan, se repiten, se confunden, como si la que apareciera ahora borrara la anterior? De Messi recordaremos a Messi.