Nada ocurrió como lo imaginaba. Había planeado un año sabático. Pero no fue el descanso que esperaba. Llegó el virus y lo cambió todo, incluso la forma de viajar y trabajar. Un año después, estaba empleada en una nueva compañía en modalidad remota. ¿Podía hacer esto en cualquier lugar del planeta? La empresa aceptó. Tomé un vuelo a Madrid y me convertí en una nómada digital. Una soltera de cuarenta y tantos que en un año recorrió más de 50 ciudades y 20 países, cambiando de locación cada una o dos semanas.
Voy en un bus desde Gante a Amsterdam, un policía de fronteras sube a chequear pasaportes. Algo nos demora. Tengo una reunión programada en una hora más, pero de acuerdo al GPS no llegaré a tiempo. Me sudan las manos. Saco el computador y lo acomodo en la bandera de comida. Me pongo audífonos y digo: “buenas tardes” aunque por la ventana son seis horas más y el reloj marca casi las diez de la noche. Uso el wi-fi de la red de Flixbus, los buses low cost, y conduzco la entrevista con naturalidad y cámara apagada para no revelar que me encuentro en tránsito. La videollamada todavía no termina cuando escucho que hemos llegado a destino y todos deben descender. Tomo el notebook abierto, bajo mi mochila, rescato mi equipaje y me quedo sentada en la cuneta, hasta que el bus se aleja y mi señal de internet también…
La vida de una “nómada digital” es así.
El concepto surgió a inicios del siglo XXI para describir al grupo de trabajadores independientes que trabajan remotamente mientras viajan dentro de sus países o a través del mundo.
Es una comunidad heterogénea, formada por quienes viajan con sus ordenadores en la mochila, listos para tomar una reunión en destinos exóticos como Chiang Mai o Bali. Conocí a muchos de ellos: estadounidenses, españoles, lituanos, mexicanos, alemanes. “Luego de renunciar a un trabajo con horarios normales en Dublín, estuve tres meses postulando proyectos en la plataforma Upwork, hasta que conseguí mi primer cliente. Desde ese momento, llevo dos años viajando y trabajando”, cuenta Simón, un español de 24 años, mientras compartimos una cena en la fascinante Tiflis.
Aunque puede parecer cosa de millenials o centennials, se ha comprobado que es un asunto intergeneracional. Con distintas profesiones y clases, predominan los que tienen ocupaciones creativas o ligadas al rubro de la informática, cada uno con su forma de viajar. Es el caso de Guergana, proveniente de México, que desarrolla software para Wikipedia y lleva casi un año en esta modalidad. “Por el modo de explorar, no somos turistas comunes, ya que permanecemos en un lugar mucho más tiempo de lo habitual”, explica y agrega que, en algunos casos, llegan a vivir como un local. Así lo sintió con Estambul, ciudad que ocupa como base para conocer el resto de Turquía, donde encontró una comunidad de mexicanos que se convirtieron en sus amigos y la ayudaron a sobrellevar la nostalgia por las enchiladas y los tamales.
Algo así me ocurrió en Brianzón, donde tenía una rutina que incluía salir a escalar en roca al menos cuatro veces por semana con mi novio francés, ir de compras cada miércoles y domingo a Le Marché Couvert (la versión elegante de una feria al aire libre), garabateando dos palabras en francés, usar el bus subvencionado y crear mi propia cuenta en la mediateca de donde sacaba películas y CDs para escuchar. Todo muy de los noventa.
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Turquía es uno de los destinos preferidos por los nómadas digitales debido a sus atractivos turísticos y su bajo costo de vida, con un gasto mensual aproximado de 1000 euros incluyendo arriendo, transporte, comida y entretención. Además, es seguro para viajeras solas. En casi dos meses me maravillé con las columnas de mármol de la Biblioteca de Celso en Éfeso, uno de los asentamientos más antiguos de los que se tiene conocimiento; caminé por la Hierápolis y los travertinos de Pamukkale, para luego tomar un baño termal; comí pescados y buceé en el mar Egeo; escalé en las playas de Olympos y caminé parte de la Vía Licia; subí a un globo para ver desde el cielo las formaciones rocosas y casas-cueva de Capadocia; probé los mil y un manjares de la frenética Estambul, crucé en ferry desde el lado europeo al asiático y recorrí sus opulentos palacios y mezquitas. La lista se completa con pendientes para los que debo esperar hasta la siguiente temporada: los vestigios de los dioses del monte Nemrut, el hallazgo de la década en Gobekli Tepe y las danzas sufíes de Konya.
Moverse dentro de Turquía es fácil, con una gran oferta de vuelos low cost, trenes y buses hacia todos los destinos. A esto se suma que puedes comer en un restaurante por 3 euros y alojar por menos de 20 euros la noche. Por estas bondades es que todos los nómadas digitales que conocí en Turquía agotaron los noventa días que les permite la visa.
Países como Georgia, Croacia, Portugal, Grecia, España y Estonia lo entendieron como una oportunidad y desarrollaron visados especiales para atraer a este tipo de viajeros. Como quería ahorrarme el seguir contando días, decidí postular a la visa de Grecia. Había poca información en internet y en el consulado griego en Chile ni siquiera habían escuchado hablar de la vaina. Al final les copié un link, se dieron por enterados y me pidieron una larga lista de papeles, incluyendo mi contrato de honorarios con la empresa chilena y mis declaraciones de impuestos de los últimos dos años. Unas semanas más tarde recibí un escueto comunicado explicando que no era elegible para el visado. Respondí pidiendo detalles y descubrí que el documento culpable fue mi declaración de renta de la pandemia, a mi 2020 le habían faltado un par de ceros por haberlo pensado sabático.
Aunque no logré extender mi estadía en las tierras helénicas, durante un mes visité Atenas y destinos menos turísticos como Methana y la impresionante Kalymnos, una rocosa isla de habitantes forjados por el viento famosos por las esponjas de mar y la escalada en roca. Salí de ahí con un esguince de pie y un boleto para las Termópilas, una vertiente de aguas calientes gratuita justo donde se libró la batalla que inspiró el filme “Los 300”. Había contratado un seguro de viajes que reembolsó los gastos que significó mi lesión y luego de un par de meses de enviadas todas las boletas, recibí un reembolso de los gastos. Eso funcionó bastante bien, aunque nunca llegué a hacer las sesiones de kinesioterapia porque había planificado saltar de una ciudad a otra y no me quedaría en ninguna tantos días como para lograrlo.
Aunque Grecia no sería mi nuevo hogar, había muchas alternativas más por explorar. Además, tal vez era mucho mejor no tener que quedarme pegada seis meses en un país. Los rankings de mejores lugares para nómadas digitales proliferan en internet y hasta se han desarrollado lugares de co-living o resorts especializados en cautivar a esta población de trabajadores errantes, como es el caso del Digital Nomad Valley Zadar, en Croacia.
A pesar de esto, los temas de visado nunca dejaron de ser una preocupación. En el caso de Europa era necesario contar los días para no pasarme de los 90 dentro de 180 que permite el espacio Schengen. El tener que salir de Europa sin ir tan lejos, me valió grandes descubrimientos, tal fue el caso de Rumania (que ahora ya es parte de ese espacio), Georgia y por supuesto los países de medio oriente como Egipto y Jordania.
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Por supuesto, no todo es fácil. Uno de los mayores desafíos fue seguir la pista a la diferencia horaria con Chile, en coordinación con la agencia para la que trabajo. La primera semana fue todo un desafío. Entonces, paraba en el departamento de un amigo chileno-español en Ourense, España, y compartíamos una gran mesa de escritorio con Flavia que venía desde Canadá. Debíamos ponernos de acuerdo para silenciarnos si el otro atendía una videollamada y estar atentos a la diferencia horaria de cada país para organizar salidas y comidas. Fue el mejor co-work en el que he estado, tal vez porque los tres entendíamos el trabajo del otro, Flavia era una experta en UX (experiencia de usuario) y el dueño de casa un audiovisual especialista en motion graphics, que ya ha vivido en Toronto, Berlín y Londres, por lo que nos sentíamos acompañados.
En Nápoles tuve que asistir a clases de un magíster online que para mi zona horaria comenzaban a medianoche y terminaban las 3 am. Mientras me movía al este, la brecha llegó hasta 7 horas, en Tiflis, Georgia. Ahí conocí a un fonoaudiólogo estadounidense que durante meses tenía que trabajar desde las 9 de la noche y terminaba en la madrugada. Su novia también era una nómada digital, aunque tenía la suerte de poder ajustar mejor sus horarios. Habían empezado a trabajar así gracias al covid y querían aprovechar de viajar tanto como pudieran antes de asentarse en un lugar.
El concepto surgió a inicios del siglo XXI para describir al grupo de trabajadores independientes que trabajan remotamente mientras viajan dentro de sus países o a través del mundo.
Ser un nómada digital te convierte en Internet dependiente. Eres un maldito junkie del wi fi. Como consecuencia de esta obligación, se debe descartar ese soñado hiking de siete días por los siete cerros más altos de los Balcanes y empezar a coleccionar sim cards de diferentes países o ya sumarse a las e-sims, así como tachar de tu lista destinos aquellos en los que podrías tener problemas de conexión. Si el hotel que elegiste tiene mala señal, debes partir a otro o salir cada día con el computador a cuestas en busca de un café con enchufes y conexión donde instalarte. Por supuesto, la electricidad es el primer requisito.
Recuerdo que estaba disfrutando de una fresca noche en Theth, Albania. Había llegado hace poco en un taxi colectivo 4x4, era viernes y estaba confiada en que el internet funcionaría. Me instalé con el ordenador en una de las mesas comunes y estaba preparada para contestar una videollamada, cuando todas las luces se apagaron abruptamente en el pequeño caserío. Ya habían empezado a salir las primeras estrellas y todo lucía tan sereno, excepto mi pulso que se aceleró intentando comunicarme con Chile a través del móvil para informar el pequeño percance técnico. Por suerte, el corte duró solo 15 minutos y pude hacer la videollamada, con un poco de retraso, para terminar la jornada y quedar libre para disfrutar de la frescura de esa noche.
También debí compaginar los traslados entre una ciudad y otra, a la vez que buscaba el mejor precio. Algunas veces me adelanté demasiado con la planificación y debí hacer ajustes, cambiando algunos pasajes y perdiendo otros. Los que viajan saben que se invierte mucho tiempo en entender cómo llegar a un lugar, luego saber cómo moverse y también qué ver ahí. Uno de los lugares que anhelaba conocer era Beit Jala, barrio de donde vinieron mis bisabuelos maternos, pero Israel cambiaba constantemente el cierre de sus fronteras de acuerdo al avance del coronavirus. En un momento se abrió y decidí cruzar por tierra desde Egipto por Taba. El paso fronterizo es muy especial e incluía un interrogatorio de quince minutos que me pareció una eternidad. Además, me obligaron a tomar un PCR in situ, por 30 euros, y nunca recibí los resultados. Como sea, con mis cuatro vacunas y dos PCR llegué primero a Jerusalén y unos días después me alojé en Belén. Desde ahí partí a la estación de taxis más cercana y les pedí me orientaran para encontrar a Chafica, una sobrina de mi abuela que vive aún en Beit Jala. La encontré en su taller textil y me invitó a su casa, donde me agasajó con comidas y su hijo me llevó a recorrer lugares turísticos de Cisjordania.
Me emocioné hasta las lágrimas recorriendo el muro que separa el territorio controlado por Israel y el de Palestina, y hoy con la guerra zionista en Gaza esos recuerdos traen aún más dolor a mi memoria.
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Este viaje comenzó el 20 de agosto de 2021. Apenas salido el sol, aterricé en Madrid, bastante nerviosa por el atrevimiento de viajar con las nuevas restricciones pandémicas. Pero no fue el SARS Cov-19 lo que me retuvo dos horas en el Aeropuerto de Barajas. Ya sea por mi pasaporte chileno o por mi apariencia latina, el oficial de Policía Internacional me puso en la sala de los rechazados, junto a otros chilenos, colombianos, peruanos y ecuatorianos. Después de una hora y media con el pasaporte retenido pasé a la segunda entrevista donde pude mostrar la invitación de Beyond Storytelling para exponer mi novela en su conferencia anual en Paretz, Alemania, e inventarme un novio español para que mi estancia en Ourense fuera más coherente.
Dentro de Europa, los movimientos fueron mucho más fáciles y, pese a que continué haciéndome pruebas PCR cada vez que cambiaba de país, nunca fueron requeridas. Madrid, Ourense, Berlín, Gante, Bruselas, Brujas, Amsterdam, Hamburgo, Praga, Viena, Budapest pasaron ante mis ojos, conectándome con mis colegas desde un hotel o Airbnb distinto cada semana. Me acostumbré tanto al movimiento que ahora solo acepto trabajos remotos para agarrar mi mochila y saltar a la siguiente aventura.
¿Se extraña Chile? Por supuesto, a la familia, a los amigos, Los Andes y sus altas montañas. De pronto, viajar por más de un año de un lugar a otro te convierte en una loba esteparia. Aunque siempre hay una comunidad que se construye con los buenos amigos que viven fuera: Marco que me recibió en Ourense y Berlín, David y Vicky en Viena, Izabella en Polonia, Seda en Estambul, Elena en Hurghada, Luz en Gante, Clement en Brianzón, Stephanie y Bárbara en Hamburgo, Angie en Berlín. Además de la comunidad itinerante de viajeros que encontré en el camino, que me parece de las más felices y creativas que he conocido. ¡Larga vida a la nueva tribu de nómades!