A una estación de Santa Lucía, donde se ha instalado el escenario de Gabriel Boric para celebrar, el Metro va dando saltitos sobre los rieles, producto del vaivén celebratorio de la masa que acarrea. Son las ocho y quince de este domingo de segunda vuelta electoral en Chile. En ocho kilómetros hemos pasado de ser unos pocos que se miraban incrédulos a ser un coro ronco que canturrea mientras descendemos del tren como lava volcánica. Y a medida que subimos las escaleras para emerger a la superficie, sin saber qué nos espera allá afuera, retumba en los rincones esa canción que sonaba en el 2011, cuando marchábamos con Gabriel, y que hoy día está más viva que nunca: “Y va a caer… Y va a caer… La educación de Pinochet. ¡Y VA A CAEEEER!”. Se revuelven las banderas de colores sobre las cabezas rapadas y teñidas a lo J Balvin, y las espaldas y los brazos tatuados de un Chile millenial que va a saludar a su Presidente, millenial también.
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Es pasado el mediodía cuando cruzo los portones del local de votación que me han asignado, y donde esta tarde estaré como “apoderada” resguardando los votos de Gabriel Boric. Una sensación rara se me instala en la garganta, una incomodidad áspera que, al principio, no sé de dónde viene. Sólo lo entiendo cuando, de pie en ese patio de cemento donde en días normales juegan los escolares, miro alrededor y recuerdo dónde estoy.
El vecindario –Manquehue Norte con Avenida Las Condes, arteria coronaria del barrio alto santiaguino –está lejos de serme ajeno. En la galería comercial de la esquina, mi mamá me compraba los vestidos con volados cuando era niña, y a media cuadra están las parrilladas donde mi familia, como tantas otras del barrio alto a fines de los 90, celebraba las fechas especiales. Allí, entre el olor dulce de las morcillas y la agilidad de los mozos envainando sus espadas asaderas, nos reconocíamos con otros. Nos sentíamos en casa.
No mucho ha cambiado en el barrio desde ese entonces, más que uno u otro nuevo rascacielos, y la vista de la Cordillera de Los Andes que ya no alcanza a cubrirse de nieve en el invierno, secuela del cambio climático. Pero, sobre todo, la comuna de Las Condes sigue siendo el bastión de la derecha chilena, y de la dictadura de Pinochet, y de quienes aún encuentran formas de pensar y decir como si los muertos y los desaparecidos no hubieran existido. El año pasado, para el plebiscito de la nueva Constitución, Las Condes estuvo entre las cinco comunas del país –de 356 –en que ganó el “Rechazo”. Es terreno asegurado de José Antonio Kast, el candidato de la ultraderecha –de hecho, el abanderado conseguirá, al final de esta jornada, ganar aquí con el 73,5% –y, por lo mismo, donde más se necesita gente velando por los escasos votos que Boric obtendrá en esta comuna.
Eso lo sabemos bien los apoderados de mesa –en Argentina, conocidos como “fiscales” –del comando de Gabriel inscritos en esta locación. Llevamos días marinándonos en el sentimiento de la desventaja. Y quizás por eso, cuando nos reunimos en la entrada a pedir nuestras credenciales, hablamos despacio, como si no quisiéramos molestar.
Pero no sólo ellos me acompañan hoy aquí. Mi mamá, a sus 74 años de edad, se ha inscrito como apoderada de Kast. Está, desde primera hora de la mañana, instalada en su sala en el segundo piso del local. Tiene fe, probablemente más que yo. Su abanderado ganó la primera vuelta con un 28% sobre el 25,7% de Boric.
Hay miedo en ambas veredas: miedo al cambio, miedo al retroceso, miedo a las movilizaciones, miedo al miedo, miedo a un Chile viejo, miedo a un Chile que nada tiene que ver con el anterior. No sé en qué se diferencia un miedo del otro, o si acaso uno tiene más razón de ser o mayor valor. Sólo sé que cuando se siente el propio, es difícil pensar en el ajeno.
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Entre mi madre y yo siempre ha existido un abismo político. Mi familia es de derecha, y varios defienden la dictadura de Pinochet, por diversas razones. Cuando les preguntan por Allende, la respuesta suele ser una versión en torno a dos conceptos: “escasez” y “filas”. De muy niña entendí cuánto miedo se le puede tener a una alacena semivacía.
Durante la dictadura, mis padres fueron ambos funcionarios en entidades del gobierno, y gracias a esos laburos pudieron comprar su casa propia, en la comuna de Las Condes. Fue en esa misma casa que nací yo, en 1988, pocos meses antes de que el plebiscito derrocara al dictador y pusiera a la cabeza del país a una alianza política de centroizquierda que gobernaría democráticamente durante las siguientes dos décadas.
En el intertanto, a familias como la mía no les quedó otra que acatar, mas siempre evocando, con muecas asqueadas, el fantasma inalienable del comunismo. Sólo en 2010, un sonriente Sebastián Piñera logró traerles cierto alivio, al convertirse en el primer Presidente chileno de derecha desde el retorno de la democracia. A esas alturas, yo estaba próxima a graduarme de Periodismo y a mudarme fuera de casa, y en mi familia ya me conocían como “la comunista” –etiqueta que ni siquiera era cierta–.
El 2020, fui la única de mi familia que votó “Apruebo”. Ese día en que ganamos –78% vs. 21,7% –celebré en Plaza Italia con un mar de desconocidos, aun estando en plena pandemia, y como nunca antes, me sentí acompañada. Rodeada de personas que –siempre me advirtieron – “no eran como yo”, dejé de ser la foránea, la recusable. Aún más importante: ya nadie podía decirme que éramos unos pocos.
Pero la última semana antes de la segunda vuelta, a catorce meses de ese día de celebración, sentí otra vez el vértigo del aislamiento. El miedo a vivir en un país dispuesto a capitalizarlo todo, incluso a los muertos.
—Oye, pero es que este Boric es un payaso —me dijo el domingo pasado mi mamá al teléfono.
Habíamos estado hablando poco, precisamente para evitar diálogos como éste. Respiré hondo, repitiéndome a mí misma lo que ya sabía: mi mamá tiene formas de hacerme enganchar.
— Ay, vieja… Para qué vamos a hablar de esto.
— Pero es que si sale electo (los comunistas) van a hacer lo que se quieran con él.
— Bueno, al menos no es hijo de nazi.
—¡Bah! ¿Y el tatarabuelo de Boric que vendía mujeres como prostitutas allá en Magallanes?
Lo admito: no tenía idea de qué me estaba hablando. Entre tanta fake news de los últimos días, bien podía tratarse de una falsedad, pero sentí su comentario en el alma. Soy de la generación que, en el 2011, salíamos a marchar con Gabriel Boric y los otros dirigentes estudiantiles por una educación gratuita, y como periodista recién titulada, me tocó entrevistarlo y seguirlo muchas veces. Lo vimos crecer, cortarse el pelo, ponerse camisa, negociar, incidir, priorizar, equivocarse y todas esas cosas que hacen los políticos, y así y todo, lo seguimos sintiendo uno de los nuestros.
—Mejor hablemos otro día.
Mi mamá y yo cortamos pocos segundos después, a sabiendas de que ya era tarde para conversaciones civilizadas.
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Durante la semana previa a las elecciones, le pregunté a conocidos de ambos bandos a qué le tenían miedo. Los que votaban por Kast respondieron lo siguiente:
“Miedo a perder la libertad de escoger, por ejemplo, qué educación quiero darles a mis hijos.”
“Miedo a la incertidumbre económica, a no poder darnos unos ‘gustitos’.”
“Miedo a perder toda mi jubilación.”
“Miedo a que la economía se vaya a pique, a que suban los precios y que, como soy independiente, pierda mi trabajo.”
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Cuando por fin encuentro la sala de votación de mi mamá, veo que sale con la cartera agarrada a dos manos, dando pasos cortos y cansados. “¿Qué te pasó?”, le pregunto, pero ella no me escucha. “Mira, Juanita… Esta es mi hija, la Bernardita”, le alcanza a decir, orgullosa, a la encargada de los apoderados de Kast, una mujer de traje de dos piezas que me dedica una sonrisa distraída y luego desaparece internándose en su sala.
Caminamos por el pasillo hacia una fila de sillas. “Te traje una empanada. Cómetela rápido que me tengo que ir a mi sala”, le digo, mientras nos sentamos, y ella me responde que también quiere volver pronto porque sospecha que los vocales de su mesa son partidarios de Boric. Saca la empanada del envoltorio y se la devora en pocos minutos, mientras las migas le rocían los anteojos que le cuelgan del cuello y la mascarilla a la altura del mentón. Nos reímos, hasta nos sacamos una foto juntas, cada una con su credencial.
—¿Supiste que la gente está reclamando que no pueden ir a votar porque no hay buses? —le pregunto.
—Es que parece que los comunistas quemaron uno.
—Es porque el gobierno no los quiso sacar a la calle para que la gente no pudiera votar —contesto, aunque no sé por qué, si en el fondo ni yo me creo lo del complot.
Antes de despedirnos, le doy un beso y le digo que me llame cuando termine. Luego bajo las escaleras y me dirijo a mi sala. Al llegar, en la puerta encuentro un cartel impreso con el número de la mesa de votación que me han asignado: “73”, el año del golpe. “Qué simbólico”, pienso. Y eso que aún ni sé que el presidente de la mesa lleva el apellido Pinochet.
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El voluntario en la pantalla repasó, uno por uno, los ítems que debíamos traer los apoderados el día de las elecciones: lápiz pasta, cuaderno, carpeta, alcohol gel, mascarilla… Mientras tanto, las otras 498 almas que participábamos en la conferencia de Zoom organizada por el comando de Boric nos revolvíamos, nerviosas. En menos de una hora, la televisión abierta transmitiría el último debate presidencial.
Todos los presentes sentíamos la presión sobre nosotros. Se trataba de una elección presidencial histórica, la primera después de las movilizaciones del 2019 y de la creación de la Asamblea Constituyente que, a la fecha, aún trabaja en la nueva Constitución para Chile. Además, por primera vez desde el final de la dictadura, ninguno de los partidos tradicionales –ni de izquierda, ni de derecha –, heredados de la década de la transición democrática, había logrado llegar a la línea final. Era, por donde se le mirase, un escenario inédito.
El voluntario siguió leyendo las instrucciones en el power point proyectado en la pantalla. En eso, algo ocurrió. Aparecieron, sobre la diapositiva desplegada, unos puntitos rojos y negros. Al comienzo, eran minúsculos, casi imperceptibles, como un twitch de la Matrix, un error. Pero pronto los puntitos empezaron a deslizarse, a tomar la forma de líneas medio torcidas, que se sobreponían creando la imagen de una aparente…
“¡¿ES ESO UNA ESVÁSTICA?”, escribió alguien, horrorizado, en los comentarios.
“¡Es una esvástica! ¡Hay gente de Kast en el chat! ¡Desactiven la opción pizarra!”, agregaron otros, mientras se esparcía el pánico. Militantes de la extrema derecha nos habían infiltrado.
Y entonces emergieron, en la ventana del chat, las letras gruesas como ladrillos.
VIVA KAST PRESIDENTE!!!!!!!!!!!!!!!!!!
VIVA KAST PRESIDENTE!!!!!!!!!!!!!!!!!!
VIVA KAST PRESIDENTE!!!!!!!!!!!!!!!!!!
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Durante la semana previa a las elecciones, le pregunté a conocidos de ambos bandos a qué le tenían miedo. Los que votaban por Boric respondieron lo siguiente:
“Miedo a volver a los tiempos en que no existía una sociedad movilizada y pensante de lo político. Miedo a que no se le haga frente al cambio climático, y que se siga poniendo la agenda económica por sobre los derechos de la naturaleza.”
“Miedo a no poder desarrollarme en lo que me gusta, a que se fomente aún menos la cultura.”
“Miedo a que se envalentone a los homoodiantes.”
“Miedo a vivir en un Chile que amenace a los pueblos originarios, los artistas, la gente de izquierda o que piensa distinto.”
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La noche del sábado previo a las elecciones me acosté con un miedo en mente. No lo había querido admitir, mucho menos verbalizar, pero la latencia del día siguiente me arrinconó al fin. “Tengo miedo de que gane Kast”, murmuré entre las sábanas, antes de quedarme dormida.
En ese mismo momento, mi mamá también tenía miedo. Yo no lo sabía aún, porque aunque me dejaría un mensaje en Whatsapp, sólo lo vería al día siguiente. Y pese a que no me confesaría exactamente el motivo, tampoco sería difícil imaginarlo.
“Berni, mañana llévame el gas pimienta que te sobra, por favor.”
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La tarde pasa arrastrándose, lenta y caliente, con 33° grados en la capital. De a poco entran y salen, expeditos, los votantes de mi mesa: señoras con peinados de peluquería como la Reina Isabel, caballeros en hawaianas recién salidos de sus piscinas, un par de madres con sus críos de dos o tres años a cuestas, y uno que otro adolescente, con los audífonos enchufados en los oídos, que parece haber cumplido recién la edad para votar.
Para cuando comenzamos el conteo de votos, Pinochet ya me ha advertido que mantenga las expectativas bajas, que Kast va a arrasar en esta mesa. En efecto: sentada con mi cuaderno, dibujando una línea por cada voto, el conteo da 179 para el candidato de la derecha, y sólo 62 para el mío. Con impecable estoicismo, firmo el acta y me despido. La apoderada del otro bando nunca llegó, así que al menos no tuve que pelearle nuestros votos a nadie.
En el patio del colegio, en una banquita al sol mientras espero a mi mamá, saco el celular y abro el conteo oficial. Me quito la mascarilla que he tenido pegada a la nariz las últimas diez horas. Hacen sólo 50 minutos que han cerrado las mesas y ya hay un cómputo revelador: con el 30% de las mesas del país escrutadas, Boric lidera con más del 50% de los votos. Tengo que parpadear un par de veces para cerciorarme de que es real. Miro alrededor a ver si hay alguien que me lo confirme, pero estoy sola.
Cuando mi mamá aparece, quince minutos después, me doy cuenta de que aún no lo sabe. Luce cansada pero contenta, lista para irse a su casa a esperar los felices resultados. No sé cómo decírselo. Me consta que ha trabajado duro por algo en lo que cree.
—Mamá, salieron los cómputos… Estamos ganando —le informo al fin, en voz baja, tratando de no sonar demasiado triunfante.
—¿Cómo sabes? —responde lento, como tragando una gran píldora seca.
— Está en internet…
No sé qué más decir.
Salimos a la calle, buscando el Uber que le he pedido desde su celular. En la puerta nos encontramos con otra apoderada de Kast. “¡Tanto trabajo por nada!”.
El auto se demora, y mi mamá se desespera. Le digo que se calme. “Déjame, déjame. Ándate mejor”, me grita, mientras la agarro del brazo para que no se caiga o la atropellen.
“Llámame cuando llegues”, le digo antes de cerrar su puerta del lado del pasajero y encaminarme hacia el Metro, a sabiendas de que no me llamará.
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Afuera, a la salida del Metro Santa Lucía, el sol se pone lento detrás del escenario. El mar de personas ha empezado a inundar la Alameda. Camino entre la gente, mirando a las niñas sobre los hombros de sus padres y a las abuelas con sus blusas floreadas aferradas a sus sonrisas. Camino entre la gente, coreando la música de la rapera chilena Ana Tijoux que suena de fondo, y respirando el olor a marihuana en el ambiente. Camino entre la gente, mientras me caen lágrimas tibias que van tiñendo de negro los bordes de mi mascarilla. Camino entre la gente, y ya no estoy sola.
El miedo sigue ahí, vibrando en lo hondo, porque nadie sabe qué nos depara este proyecto. Los del otro bando creen que somos tontos, que no sabemos que estamos apostando nuestras vidas, o que queremos ver Chile arder. “¿Cómo se construye un nuevo país?”, nos preguntamos todos los días, con miedo a no encontrar la respuesta. Pero esta noche se canta, se juega, se abraza. Mañana veremos cómo lo hacemos para quitarnos, una vez más, el miedo.