Ensayo

Digitalización y subjetividades


Música urbana a la chilena

Hay algo que prima en la llamada "música urbana": la diversidad y la mezcla. Los relatos totalizantes sobre esta oscurecen su ambivalencia. Más que "el orgullo flaite", una “resistencia al neoliberalismo” o una “mera degradación juvenil”; más allá de las narrativas celebratorias o las retóricas prejuiciosas, en esta música se observa una diversidad de elementos que se resiste a categorizaciones prematuras. Y los jóvenes de Chile lo saben muy bien.

Las cifras de streams de Spotify y YouTube no dejan lugar a dudas: la llamada música urbana lidera incontestablemente todos los rankings de nuestro país, y cada vez hay más música chilena en esas listas anuales. No faltan, en las redes sociales y en el debate público, los que se escandalizan con estos números y leen detrás de ellos el signo inequívoco de una degradación moral.

Esto va más allá de los descargos clasistas de siempre, que asimilan irreflexivamente el reggaetón a una “música flaite”: este desdén también está en ciertas voces de los sectores ilustrados y de la clase dirigente. La música urbana es apuntada con el dedo a la hora de aventurar explicaciones sobre una juventud extraviada, y se identifica como instigadora incluso de la violencia escolar. Como cuando el alcalde de Puente Alto tomó, precisamente, las listas de Spotify como indicador de una crisis sociocultural: “somos el segundo país en bajar más canciones ligadas al trap y al reggaetón —dijo—, y muchas de esas van con mensajes de violencia contra la mujer”. 

La singular masividad de este fenómeno musical nos exige un análisis más detenido y menos prejuicioso. ¿Qué es la música urbana, y cómo se fueron adosando a ella todas estas connotaciones simbólicas? ¿Cómo se usa el concepto en nuestro país, y qué nos dice sobre las nuevas generaciones en la “larga agonía” del neoliberalismo chileno?  

Genealogías de la música urbana

Si lo que caracteriza a la experiencia urbana es su diversidad, complejidad y simultaneidad, el término “música urbana” no pareciera adelantar mucho sobre su contenido a quien no esté familiarizado con él. 

¿De dónde viene el concepto? En su libro “Generación Hip-Hop”, Jeff Chang da cuenta cómo, tras el furor de la música disco de los setenta en Estados Unidos, “la radio se dividió en dos formatos cada vez más excluyentes entre sí, el rock (para blancos) y el urban (para negros)”. Fue así como el concepto de lo “urbano” se asoció al universo de las juventudes de clases populares afro-estadounidenses, que desde los años noventa orbitaban crecientemente en torno al hip-hop

La música no vino sola: trajo consigo un estilo que incluía ropa deportiva, joyas y la apropiación de marcas de élite, e incluso ciertos deportes como el basketball y el skate. Por otra parte, años más tarde en Puerto Rico, la noción de “género urbano” fue ligada a la música de los caseríos de la isla: el reggaetón. De este modo, desde fines de los noventa, varios reggaetoneros comenzaron a identificarse como los “reyes del género”.

En Chile, el periodismo ha contado la historia de la música urbana nacional trazando dos relatos generalmente alternativos, que privilegian su relación con el rap o su parentesco con el reggaetón. El uso de la noción de “música urbana” viene, en este caso, a resolver un problema, permitiendo la convergencia de dos tradiciones que habían sido entendidas de forma dicotómica. El rap se practica en el país desde los años ochenta, y sus sonidos más desarrollados en el contexto local fueron los cercanos al boom-bap del Nueva York de los noventa. Esto derivó en que la diversidad del rap fuera reducida en nuestro país principalmente a esos sonidos y esa estética noventera, dando pie a manifestaciones musicales en las que parecían predominar letras marcadas por la denuncia sociopolítica y contracultural. 

Pero, como muestra Freddy Olguín en “100 rimas de Rap Chileno”, esta música es en rigor mucho más diversa de lo que se suele señalar: basta contrastar la bailable “Chica Eléctrica” —de la Pozze Latina— con “Escribo Rap con R de Revolución” —de Portavoz—; observar un conjunto de agrupaciones experimentales e inclasificables como FDA, Demencia Local o Colectivo Etéreo, o dar cuenta del abismo existente entre Bronko Yotte y la escena de “el Sur es Hardcore”.

En sus inicios el trap fue leído en Chile como una forma de desmarcarse de cierta estética y de un conjunto de contenidos hegemónicos, explorando temáticas controversiales como las drogas, las armas, el sexo, o la ropa de lujo. Si bien en Estados Unidos figuras clásicas del rap como Notorious BIG o los Wu-Tang Clan ya hablaban de estos temas, en nuestro país esa deriva “apolítica” será categorizada como un nuevo género. Es cierto que hay notorias odas del rap chileno a la cerveza y el alcohol, y para qué decir sobre la marihuana, pero hablar del sueño de hacerse millonario, la ropa o el placer sexual no encontraban gran eco en nuestro país.

En Chile se contrapuso rap y trap; algo que resultaría extraño en Estados Unidos o Francia, donde el sonido trap se presenta como un subconjunto del gran universo hip-hop, tal como el boom-bap, el g-funk, el miami-bass o el rap alternativo. Incluso en Argentina, artistas de la talla de Trueno, Wos o Duki se siguen identificando como raperos a pesar de utilizar diferentes ritmos. En nuestro país, las canciones con las baterías de las TR-808, los sintetizadores y los ad-libs —asociadas inicialmente a los estilos de las ciudades de Memphis, Atlanta o Chicago— sedujeron a algunos como los DownZouthKingz desde por lo menos el 2005 (el primer grupo de Marlon Breeze, miembro fundador de los Nacion Triizy).

Hubo discursos divididos: desde una vereda, voces importantes del rap afirmaban que el nuevo sonido se separaba del hip-hop y traicionaba su cultura; desde la otra, periodistas y artistas afirmaban que el trap era lo nuevo frente a lo anticuado. La frontera entre ambos sonidos, entonces, remite más a un recorrido local que un límite musical escrito en piedra, tal como se desprende de diversos relatos en “La Historia del Trap Chileno” de Ignacio Molina. A esto también favoreció el hecho de que músicos de Puerto Rico, en buena parte vinculados al reggaetón, empezaron a experimentar con sonidos del trap —algunos personajes clave son Arcángel, Ñengo, Anuel o Bad Bunny— y lograron popularizarlo por Latinoamérica más allá de ciertos nichos. Artistas y periodistas locales reivindicaron la categoría del trap, agrupando a personajes muy diversos. Aquí cabía desde un puentealtino que habla de la vida de calle (Pablo Chill-E) hasta una chilena-estadounidense de Vitacura, ex competidora del programa de TV Rojo, que canta sobre el amor y el desamor (Paloma Mami) ¿Qué tienen en común estos personajes? ¿Qué elementos adquieren lugar en esta heterogénea coctelera que es el “trap chileno”?

En Chile, el periodismo ha contado la historia de la música urbana nacional trazando dos relatos generalmente alternativos, que privilegian su relación con el rap o su parentesco con el reggaetón.

Un modo de hacer digital

El origen popular de muchos de los artistas de trap no termina de explicar el fenómeno, ni en términos musicales ni en sus resonancias simbólicas. Lo que en Chile se llamó trap fue un tipo de música cada vez más transversal en las nuevas generaciones, de modo que el relato épico que lo entiende como una “expresión de los excluidos” no nos ofrece una clave de lectura exhaustiva. Hablamos de músicos y músicas jóvenes que comparten sonoridad, indumentaria, propuesta escénica y/o corporalidad, pero que sobre todo confluyen en una nueva forma de producción, consumo y distribución de sus contenidos artísticos. La piedra angular de este modelo son los home-studio, el streaming y el internet, en tanto frutos de los procesos de digitalización que se expanden desde los 2000 y que se afianzan en la segunda década del siglo XXI. El rap de los 2000 había conformado un movimiento underground basado en recursos similares, pero no alcanzó a recibir el impacto de la monetización, los smartphones y el reacomodo de las industrias culturales. Estamos frente a un modo de hacer propiamente digital, que no sólo remite a las formas de producir música, sino también a los modos de circularla, comercializarla y consumirla. 

Las condiciones sociotécnicas en las que se desarrollan las y los jóvenes nacidos a finales de los noventa y principios de los 2000 hicieron de ésta una generación más abierta respecto de los géneros musicales, y más atenta a las tendencias globales a través de las redes sociales y YouTube. El consumo casi ilimitado de datos y la posibilidad de subir sus propias creaciones fácilmente en la red habilitaron un nuevo modo de relacionarse con los contenidos musicales. Esto habilitó variadas formas de expresión. Algunos/as artistas comenzaron a pensar el trap como el nuevo sonido del pueblo; de sus goces, sus aspiraciones y sus luchas por la sobrevivencia. Otros, en cambio, vieron en éste una posibilidad de elaborar un relato sobre sus problemas, frustraciones y expectativas en un tono intimista, que no dudó en expresar las sustantivas transformaciones que experimentan las relaciones sexo-afectivas en las nuevas generaciones. Confluían, así, discursos diversos y hasta contrastantes en torno a esta música. ¿Cómo es posible que para algunas artistas el trap sea un lugar de lo femenino, mientras otros lo tildan de machista y violento? Los relatos totalizantes acerca de la música urbana oscurecen, precisamente, su ambivalencia: más que una “resistencia al neoliberalismo” o una “mera degradación juvenil”, en esta música observamos una diversidad de elementos que se resiste a categorizaciones prematuras. 

Del trap a la música urbana

La palabra trap empezó a quedarse corta. Nuevos ritmos comenzaron a permear la música de los/as artistas, y el reggaetón hizo reventar los streams en tiempos de cuarentena. Marcianeke, Jordan 23, Cris MJ, Pailita, Standly, Juliano Sossa, Dainesitta, y AK420 son algunas de las figuras locales que lograron en esta contingencia movilizar una fan base muy extendida, que hasta entonces permanecía cautiva de los puertorriqueños o los colombianos. Es importante recordar que el reggaetón es una música muy popular en Chile al menos desde inicios de los 2000, pero en la que los artistas nacionales —como Croni-K, Rigeo, Los Reggaetón Boys, La Secta, primero; Tommy Boysen o los músicos de Desafío Music, posteriormente— eran escasos. Y a pesar de algunos hits destellantes no tuvieron una masividad sostenida. Todos los Festivales de Viña del Mar contaban invariablemente con un número de reggaetón, pero sus artistas fueron siempre extranjeros. El auge de las nuevas figuras urbanas en pandemia, en buena parte de regiones, rompe con este patrón y da lugar a una nueva generación de músicos y músicas chilenas que sedujeron a ese público anteriormente cautivo. 

Si algo prima al interior de la categoría de “música urbana” es la diversidad y la mezcla, adquiriendo un sello propio al aterrizar en nuestro contexto nacional. Es el caso del “mambo chileno”, distinto al que habría popularizado Pérez Prado en la década de 1940. Esta versión vernácula mezcla sonidos tropicales con distintas formas de rapear y cantar, y es producida por computadores. Hay quienes vinculan el mambo chileno al “merengue hip-hop” (de artistas como Proyecto Uno, Sandy y Papo, Fulanito y los Ilegales de la década de 1990); y quienes lo asocian a artistas dominicanos y puertorriqueños de fines de los 2000, que realizaron algunas canciones con esos ritmos (Omega el Fuerte, Julio Voltio, Fuego, Ñengo Flow, Chyno Nyno Cosculluela). Desde 2010, podemos observar distintas camadas de músicos haciendo mambo en Chile (Hecnaboy, Granmente, Forest, BayronFire, Adan La Amenaza, Dash y Cangri, Malito Malozo, Mati Drugs, BlackRoy, entre otros), con la particularidad de mezclar un ritmo festivo y bailable con letras sobre la vida en las poblaciones.

Abundan aquí las alusiones explícitas a la vida de “calle”, y las reivindicaciones al orgullo “flaite”. No deja de sorprender en los videos que circulan en YouTube la activa participación de niños y jóvenes en un entorno marcado por las pistolas, la violencia explícita y los fuegos artificiales. No todo son apologías del hampa: progresivamente, estas narrativas han dado lugar a discursos sobre el esfuerzo personal, el ascenso social, la envidia o el amor y desamor. Con todo, difícilmente estas expresiones musicales habrían tenido cabida en los medios tradicionales: ha sido el intercambio de mp3, las plataformas de streaming y las radios barriales las que habilitaron un espacio para ellas, permitiendo su viralización sin precedentes en los barrios bajos de todo Chile.

Buena parte del éxito del concepto de música urbana tuvo que ver su capacidad de operar como un catch-all genre —un concepto “atrapa todo”—, que podía reunir la diversidad de sonidos. Para algunos incluye principalmente al trap, el reggaetón y el mambo, para otros se extiende a lo que en Chile se denomina rap o el freestyle —como en la propuesta ecuménica del programa La Junta o los premios Pulsar—. Ello sucede en un campo musical acelerado, marcado por la cuantificación extrema e inmediata que ofrecen los medios digitales y en el marco de una serie de transformaciones sustantivas en la industria de la música. La expansión del streaming permitió generar una inestable tregua entre los artistas con popularidad, los sellos multinacionales y las novedosas distribuidoras digitales (DistroKid, CD Baby, ONErpm, The Orchard, entre otras), generando regalías para unos y otros (¿Hasta qué punto justas? ¿Hasta qué punto claras?). Los números de streams y followers tuvieron un resultado paradójico. Visibilizaron un gran consumo juvenil velado por la piratería, al tiempo que levantaron mucha información y dinero en momentos de auge del capitalismo de las plataformas. La versatilidad de los y las artistas y su deseo de no ser encasillados contribuyó a que el término “urbano” dominara el horizonte. Con toda la ambigüedad que ello implica.

En sus inicios el trap fue leído en Chile como una forma de desmarcarse de cierta estética y de un conjunto de contenidos hegemónicos, explorando temáticas controversiales como las drogas, las armas, el sexo, o la ropa de lujo.

Las crecientes cifras y ventas de tickets asociadas a la música urbana deben comprenderse también como la expresión de una sensibilidad generacional que encuentra un cauce en estos/as jóvenes artistas. Las figuras urbanas encarnan un conjunto de imaginarios y anhelos que hacen resonancia en nuestro contexto nacional, no sólo porque se hacen famosos en las distintas plataformas, sino también porque realmente pueden hacerse millonarios. El afán por tener las mejores zapatillas y andar “tapizao” —con la mejor ropa—, es sólo un paso antes de comprarse una casa, joyas, un auto de alta gama y viajar por el mundo. Los artistas urbanos usan sus canales —desde YouTube a Instagram— para decirle a las juventudes que “sí se puede”, que “todo se logra con esfuerzo”; que “si yo pude, tú también podí”. Si bien estos discursos pueden hacernos creer que se trata tan solo de un individualismo voluntarista, es necesario mirar el fenómeno con más detención. Detrás de esas exaltaciones y esos anhelos de movilidad social existe un conjunto de sensibilidades y experiencias complejas, asentado en tramas colaborativas y redes sociotécnicas novedosas, que no puede ser reducidas a aspiraciones comerciales o a un mero afán consumista ostentoso. 

¿Ultra solos? Nuevas grupalidades y subjetividades

La música urbana fue consolidándose montada sobre un conjunto de equipos de trabajo que operaron de forma colaborativa. No sólo encontramos aquí a los y las artistas: se trata de un campo complejo donde coexisten managers, fotógrafos y fotógrafas, visualistas, sonidistas y periodistas independientes, que con el auge de esta música pudieron hacer carrera. Algunos/as se aliaron a sellos multinacionales, distribuidoras o grandes productoras de eventos; otros/as continuaron en la senda de la autogestión, aprovechando las nuevas posibilidades digitales. La música comenzó a atraer a una generación de jóvenes a la que la educación superior no le estaba cumpliendo sus promesas. Desde los años noventa, la expansión exponencial de la matrícula de la educación terciaria y universitaria en Chile venía redundando en un mercado laboral saturado, estrecho y precarizado. Entre los jóvenes que conformaban el ejército de reserva que había resultado de esta profesionalización sin garantías, la música urbana comienza a vislumbrarse como una alternativa de vida, potenciada además por las diversas formas de autodidactismo que vienen con las nuevas tecnologías.

¿Cómo es posible que para algunas artistas el trap sea un lugar de lo femenino, mientras otros lo tildan de machista y violento?

¿Qué nos dice la música urbana sobre las nuevas generaciones?

En un modelo social como el chileno marcado por las aspiraciones de consumo —y, como contrapartida, por el endeudamiento—, ésta parece cristalizar formas de colaboración estrechamente vinculadas a un deseo de autonomía y ascenso social que resuena en muchos jóvenes. La fascinación por ciertos objetos fastuosos o el dinero debe ser situada también en el marco de las dificultades para acceder a estas prácticas de consumo con trabajos formales y salarios bajos. Por otra parte, no es baladí que algunos de los hitos más relevantes de la música urbana giren en torno a temas de salud mental, como es el caso de Ultra solo de Polimá Westcoast y Pailita, Paz mental de Cris MJ o La Terapia de Young Cister. Lo que vemos es una juventud agobiada, que sueña con su liberación sexual y autonomía económica.

Las alusiones directas a la política como vía de realización de sus deseos son escasas: quizás alguna canción de Pablo Chill-E apunta en esta dirección, así como es posible encontrar ciertas referencias “anti-paco” o de rebeldía frente a la autoridad. Aun cuando todo indica que prima la lejanía y la desconfianza respecto de la política institucional, observamos también la emergencia de formas novedosas de militancia, como la Coordinadora Social Shishigang o la relevancia que adquiere la reivindicación de clase, donde se observa la transformación del estigma en emblema mediante los discursos de orgullo popular y las prácticas de solidaridad subalterna. Nuevamente, los diagnósticos en blanco y negro revelan poco acerca de las nuevas generaciones: para comprender sus dinámicas contemporáneas, debemos prestar atención a los claroscuros. 

En la música urbana se expresan las complejidades de una subjetividad juvenil, que al mismo tiempo que aspira a los consumos globalizados, parecen ser reacios a la autoridad y lejanos a la política formal. Se mueven a través de prácticas colaborativas potenciadas por las plataformas digitales, a la vez que construyen sus identidades desde un particular modo de individualidad. Las juventudes y sus estilos de vida necesitan hoy ser mirados de frente: más allá de las narrativas celebratorias y las retóricas prejuiciosas, se trata de un fenómeno cuya densidad exige investigaciones multidimensionales, atentas tanto a las obras como a las bases sociales que las soportan. Encontraremos allí una clave de lectura insuficientemente explorada a esta “larga agonía” del Chile neoliberal. 

*Este texto, cuyo título original es “La vía chilena a la ‘música urbana’: Digitalización y subjetividades en la larga agonía del neoliberalismo” fue escrito en el marco del proyecto Núcleo Milenio en Culturas Musicales y Sonoras (CMUS), ANID, Chile.